Revista Espiritualidad
Hace apenas unas semanas recordaba mis años de estudiante de bachillerato. A raíz de la polémica suscitada alrededor de la monstruosa, aunque muy propia de la época en que vivimos, intención política de eliminar asignaturas como la Historia de la Filosofía o la Ética de los planes de estudio, me vino a la memoria la primera vez que leí un texto de San Agustín. En aquella época, siendo sólo un adolescente, no comprendí casi nada de lo que este gran hombre escribió en el siglo IV, en parte por mi mocedad, y, en parte también, por el modo en que se impartía la asignatura de Filosofía.
Precisamente durante estos últimos días en que he retomado la lectura de San Agustín me doy cuenta de la rabiosa actualidad de su mensaje. El libro de las Confesiones es, tal vez, la mejor referencia para conocer de primera mano a este gran hombre. Escrito en el año 397, siendo ya obispo de Hipona, las Confesiones son la mejor muestra de la vida de San Agustín, quien, en palabras de mi tío Antonio, un fraile agustino, fue un ejemplo de un auténtico buscador de la Verdad.
San Agustín nació en Tagaste, una pequeña ciudad romana del norte de África, actual Argelia, el 13 de noviembre del año 354. Su padre se llamaba Patricio, y fue funcionario municipal; su madre se llamaba Mónica y era una devota cristiana. Dejó Tagaste para irse a Madaura a estudiar literatura y oratoria. La Eneida de Virgilio le cautivó, y fue el acicate para que se dedicase al estudio de las letras.
Pero de su vida lo que más me ha impresionado, y con lo que más próximo me siento, es con ese afán de buscador de la Verdad. Interesado por el estudio de la Astrología durante algunos años, terminó por descartar su utilización, muy común en aquella época, como una disciplina o arte adivinatorio. Después formó parte de una secta gnóstica, los maniqueos, precisamente en una época de su vida en la que se preguntaba por el origen del mal en el mundo.
Tras una larga lucha interior, su búsqueda dio, por fin, sus frutos. En mitad del llanto, desgarrado por la tensión interior, escuchó a una niña mientras cantaba diciendo algo así como toma y lee. En ese momento, se dirigió hacia el lugar en el que había dejado un libro que contenía las Cartas de Pablo, tomó dicho libro, lo abrió al azar y comenzó a leer lo siguiente: “Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias.” (Rm 13, 13-14). No le hizo falta continuar leyendo. Tomó aquellas palabras como si estuviesen dirigidas a él, y todas las dudas que antes le asolaban se disiparon.
Esta sincronicidad, este acuerdo acausal entre un acontecimiento exterior y un contenido psíquico, fue para San Agustín una auténtica revelación acerca del camino que habría de tomar. De hecho, Agustín de Hipona relata la historia de Antonio el eremita, fundador de las órdenes monásticas, según la cual este entró por casualidad en una Iglesia mientras se leía el Evangelio y al oír las siguientes palabras: “Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme” (Mt 19, 21), las tomó como un mensaje dirigido a él. Y, al leer a San Pablo, interpretó que le había sucedido lo mismo.
Mientras leía las Confesiones de San Agustín, y reflexionaba sobre estos sucesos extraordinarios, me daba cuenta de la importancia de mantener una relación adecuada con nuestra Alma. Y, al mismo tiempo, comprendía uno de los peligros que se derivan de expresar o de confesar, como lo hace San Agustín en su libro, las experiencias que mantuvo con su mundo interior: la reducción o cristalización de esa experiencia misteriosa con el trasfondo de nuestra propia alma a estructuras cristalizadas, carentes de Vida. Estos grandes hombres y mujeres, San Agustín, San Antonio, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, etc., nos legan en sus obras la descripción de un camino, que fue el suyo, a las profundidades de Alma; una experiencia mística de unión de su Alma con la luz divina, con la chispa divina, y nos invitan a que cada uno de nosotros nos sumerjamos en ese misterioso trasfondo de nuestra alma, donde podremos encontrar la presencia de la divinidad que ellos experimentaron. Es decir, la experiencia mística.
Uno de los problemas con la lectura de estos textos estriba en considerar racionalmente ese camino; un camino que consiste en el descubrimiento (porque las profundidades de nuestra alma nos son desconocidas y, por lo tanto, resultan ser un misterio que habita en nosotros) de una realidad autónoma y misteriosa. Realizar un mapa de las supuestas etapas seguidas por unos y otros, y pensar que ese mapa cartografiado es el camino, supone un craso error. Pero creer que ya se ha recorrido el camino por el simple hecho de haber cartografiado, o aprendido de memoria un mapa que otro ha construido con los retazos de los textos de unos y otros, no sólo sería un error aún más grave, sino que es incluso más peligroso para la salud psíquica.
Desde hace algunos meses he dirigido la mirada hacia los místicos, especialmente a los de la religión cristiana. En la lectura de sus obras encuentro un nutritivo alimento para mi alma que compensa la bazofia de los textos de la Psicología académica que, por suerte o por desgracia, me veo en la necesidad de estudiar.
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