En apenas dos años, el cine español ha acometido dos adaptaciones de novelas de Juan José Millás. Y por desgracia ninguna ha conseguido dar con el tono y la apariencia de atmósfera cerrada, onírica y bipolar, atributos que se han incrementado notablemente en sus textos más recientes. No mires a los ojos (2022) de Félix Viscarret partía de una historia con bastantes posibilidades, pero que se metía en un callejón sin salida por culpa de un muy improbable y nada empático giro erótico a la trama original. En cambio, la novela que sirve de estructura a Que nadie duerma (2023) resulta bastante menos fascinante como argumento; con una historia que más bien parece un relato fabricado a medida, una emanación narrativa al embeleso que debe provocarle a su autor la famosa aria de Puccini, y cuyo título en italiano --traducido al castellano-- sirve también para denominar al filme (la versión internacional se llama Something is about to happen, y demuestra que esto de modificar por libre los títulos originales funciona igual de bien en el mercado interior como en el exterior. Quizá nos venga de serie).
Es verdad que las historias de Millás tienen lugar casi por completo en la mente de sus protagonistas, y que el día a día de la realidad tiene un papel secundario, como mucho desencadenante, de determinados momentos cruciales. Este es el principal reto cinematográfico de sus libros, y el más importante consiste en dar con el punto de vista equivalente a esa voz narrativa tan singular. Lo más probable es que si algún cineasta lo intentara, desentendiéndose de cualquier asidero narrativo convencional, y asumiera hasta las últimas consecuencias de esa decisión, creo que el resultado se parecería más a un filme de Lanthimos que a cualquier título español de los últimos sesenta años.
Antonio Méndez (formado en EE UU, donde además ha rodado sus primeros largos) y Clara Roquet han escrito un guión que parece sacado de una cápsula del tiempo: se nota que han procurado encajar cuantos más elementos argumentales de la novela, pero expandiéndolos o modificando ligeramente su función en el argumento. De paso, añaden unas pocas anécdotas secundarias que hagan más digerible el conjunto y, sobre todo, eliminan prácticamente todas las referencias y componentes ornitológicos (que son, casualmente, lo más raro e indigesto de la novela). En este paisaje lo único que destaca es la fantástica interpretación de Malena Alterio, que por fin puede lucir su talento como actriz todoterreno que ha sabido velar las armas en la inflexible y predecible industria televisiva. Pero lo que más me ha sorprendido de la película es cómo hace avanzar la historia, recurriendo a un formato que el cine español ha explotado hasta demostrar inequívocamente que no resulta nada atractivo ni sirve para enganchar a las audiencias (y aun así sigue usándolo). Consiste en encapsular las situaciones y diálogos más importantes, y también otros más incidentales y casi engorrosos, en un único plano con la cámara fija. Estoy persuadido de que esa obsesión por el plano único la consideran quienes la usan una meritoria condensación narrativa, pero en el fondo es una manera de ahorrar costes de rodaje. Un estilo eficaz que renuncia a la complejidad del montaje, a rodar desde varios puntos de vista, tensar el tiempo o de condensarlo; en fin, una oportunidad perdida para el equipo creativo de dejar su impronta y que les luzca el andamio. No me gusta porque es, antes que nada, una dimisión creativa y, casi con toda probabilidad --a menos que el guión sea brutalmente increíble y encaje como un guante-- de obtener una película sosa, distante y artificial.