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Alan Turing ¿Cómo sería el Funko Pop! de Alan Turing? Te cuento sobre él

Publicado el 18 agosto 2025 por Matescercanas @matescercanas

Alan Turing ¿Cómo sería el Funko Pop! de Alan Turing? Te cuento sobre él

Alan Turing: el matemático que soñó con las máquinas que piensan

Infancia y primeras obsesiones

En el verano de 1912, en una Londres todavía marcada por la elegancia victoriana y los vientos de cambio de un nuevo siglo, nació un niño llamado Alan Mathison Turing. No parecía, a simple vista, destinado a cambiar el mundo. Su familia era de clase media, con un padre funcionario en la India y una madre orgullosa de sus raíces coloniales.

Desde pequeño, Alan mostró un modo peculiar de ver la realidad. Mientras otros niños se entretenían en juegos y deportes, él parecía fascinado por los patrones, por la lógica secreta que parecía ocultarse detrás de las cosas más simples. Aprendió a leer casi por sí mismo y, sin que nadie se lo pidiera, resolvía problemas matemáticos que superaban con creces a los de su edad.

En la escuela, sin embargo, no siempre encajaba. En el prestigioso internado de Sherborne, los profesores valoraban más el estilo clásico, las humanidades, el latín y la literatura. Miraban con recelo aquel chico distraído que llenaba cuadernos con símbolos y ecuaciones. Le reprochaban su falta de interés por el “espíritu de la cultura”. Pero Alan no se dejaba arrastrar: mientras otros memorizaban versos, él buscaba patrones en números primos o experimentaba con soluciones químicas en su habitación.

Un episodio marcaría de manera definitiva su adolescencia: la amistad con Christopher Morcom, un compañero de estudios igualmente apasionado por la ciencia. Morcom fue, para Turing, no solo un amigo cercano, sino un referente emocional y afectivo. Compartieron lecturas, experimentos y largas conversaciones sobre el cosmos y la mente. Pero en 1930, Christopher murió inesperadamente de tuberculosis. Alan quedó devastado. Esa pérdida lo llevó a reflexionar sobre la vida, la conciencia y la naturaleza del pensamiento. Quizás, en parte, fue esa herida la que lo impulsó a intentar comprender el misterio último de la mente y del alma a través de la ciencia.

El joven matemático en Cambridge

En 1931, Turing ingresó en el King’s College de Cambridge. Allí encontró un ambiente más acogedor para su genio. Se sumergió en las matemáticas puras, la lógica y las discusiones intelectuales que agitaban la Europa de entreguerras. Era el tiempo en que los grandes matemáticos discutían sobre los límites del conocimiento.

David Hilbert, desde Alemania, había planteado un reto: ¿puede existir un método universal, un procedimiento mecánico, que permita decidir si cualquier afirmación matemática es verdadera o falsa? Era el famoso Entscheidungsproblem.

La pregunta era abstracta, pero fascinante. Hilbert soñaba con un futuro en el que las matemáticas fueran un sistema perfecto, cerrado, con todas las verdades al alcance de reglas claras.

Alan Turing, sin embargo, encontró una respuesta distinta.

La Máquina de Turing y el nacimiento de la informática

En 1936, con apenas 24 años, publicó un artículo que cambiaría la historia: On Computable Numbers, with an Application to the Entscheidungsproblem.

En él, Turing no se limitaba a responder. Inventó algo nuevo: una máquina imaginaria.

Era un dispositivo sencillo, compuesto por una cinta infinita dividida en casillas, un cabezal que podía leer y escribir símbolos, y un conjunto finito de instrucciones. Esa máquina no existía físicamente: era una construcción mental. Pero lo revolucionario fue que podía simular cualquier proceso de cálculo.

Turing demostró que este modelo definía lo que significa “calcular”. Y que, dentro de esos límites, había problemas insolubles. Por ejemplo, el problema de la parada: no existe un método que pueda decidir en todos los casos si un programa se detendrá o seguirá ejecutándose para siempre.

Con esta idea, Turing no solo resolvía el problema de Hilbert, sino que ponía los cimientos de lo que hoy llamamos informática. Cada ordenador moderno, desde un teléfono móvil hasta un supercomputador, es una materialización de aquella máquina abstracta.

Guerra, códigos y secretos

El destino quiso que, pocos años después, las abstracciones matemáticas de Turing encontraran una aplicación dramática.

En 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi dominaba gran parte de Europa, y sus ejércitos se comunicaban mediante mensajes cifrados con una máquina llamada Enigma. Los aliados sabían que romper ese código era crucial: en los mensajes viajaban órdenes sobre convoyes, submarinos y ataques aéreos.

Turing fue llamado a trabajar en Bletchley Park, un centro secreto de descifrado británico. Allí, con un grupo de matemáticos, lingüistas e ingenieros, se enfrentó al reto.

No era un juego simple de rompecabezas: la Enigma tenía billones de combinaciones posibles. Pero Turing, con su intuición y tenacidad, diseñó una máquina llamada Bombe, que reducía drásticamente el tiempo necesario para probar claves.

Gracias a su trabajo, los aliados descifraron mensajes cruciales que permitieron derrotar a los submarinos alemanes en el Atlántico, preparar desembarcos y anticipar movimientos enemigos. Los historiadores calculan que Turing acortó la guerra en al menos dos años y salvó millones de vidas.

Sin embargo, su trabajo permaneció en secreto durante décadas. Mientras otros científicos recibían honores, Turing no podía contar que había sido uno de los héroes silenciosos de la victoria.

El sueño de las máquinas pensantes

Terminada la guerra, Turing no se detuvo. Participó en el diseño de los primeros computadores británicos, como el ACE y el Manchester Mark I.

Pero su mente miraba aún más lejos. En 1950, publicó un artículo con una pregunta provocadora: “¿Pueden las máquinas pensar?”.

Para responderla, propuso un experimento mental: el juego de la imitación, más conocido como Test de Turing.

La idea era sencilla y brillante: un juez humano se comunica por escrito con dos interlocutores, uno humano y otro máquina. Si el juez no puede distinguirlos, diremos que la máquina ha demostrado inteligencia.

Con este planteamiento, Turing no definía la inteligencia en abstracto, sino en términos prácticos: lo que importa no es cómo piensas, sino cómo te comportas.

Ese test se convirtió en uno de los fundamentos de la inteligencia artificial. Hoy, cada vez que nos preguntamos si una máquina puede “razonar”, “crear” o “sentir”, seguimos dialogando con las ideas que Turing lanzó hace más de setenta años.

El misterio de la vida y la biología matemática

Aun con todos esos logros, Turing no se conformó. En los últimos años de su vida se interesó por la biología.

Quería responder preguntas que parecían triviales, pero que escondían una enorme complejidad: ¿por qué los leopardos tienen manchas y los tigres rayas? ¿Cómo aparecen los patrones en las conchas marinas o en las plantas?

En 1952 publicó The Chemical Basis of Morphogenesis. Allí propuso un modelo matemático de reacción-difusión, en el que dos sustancias químicas interactúan y se expanden formando estructuras.

Este trabajo, ignorado en su época, es hoy fundamental en la biología del desarrollo y en la teoría de sistemas complejos. Una vez más, Turing se adelantó a su tiempo.

La tragedia personal

Pero la historia de Turing no es solo la de un genio. También es la de una injusticia.

En 1952, fue acusado de “indecencia grave” por mantener una relación homosexual, algo ilegal en la Inglaterra de entonces. En lugar de ir a prisión, aceptó someterse a un tratamiento hormonal de castración química. Los efectos secundarios fueron devastadores: depresión, humillación, cambios físicos forzados.

Apenas dos años después, en junio de 1954, fue encontrado muerto en su casa. Junto a su cama, una manzana mordida impregnada con cianuro. La versión oficial habló de suicidio, aunque siempre existieron dudas.

Así terminó, a los 41 años, la vida de uno de los mayores genios del siglo XX.

Redención tardía

Durante décadas, su nombre permaneció en las sombras. Sus contribuciones a la guerra eran secreto de Estado, y su condena social lo había relegado.

No fue hasta finales del siglo XX cuando comenzó la rehabilitación de su figura. En 2009, el gobierno británico pidió disculpas oficiales por el trato que recibió. En 2013, la Reina Isabel II le concedió un perdón póstumo. Y en 2021, su rostro apareció en el billete de 50 libras, símbolo de un país que, al fin, reconocía a uno de sus hijos más brillantes.

Legado y actualidad

Hoy, el nombre de Turing está en todas partes. El Premio Turing, considerado el Nobel de la informática, honra cada año a quienes siguen construyendo sobre sus ideas.

Su máquina abstracta sigue siendo la base conceptual de cada computador. Sus intuiciones sobre la inteligencia artificial están más vivas que nunca en un mundo de algoritmos, redes neuronales y chatbots. Sus modelos biológicos inspiran investigaciones en genética, biomedicina y sistemas dinámicos.

Y, sobre todo, su vida se ha convertido en un símbolo: el del poder de las matemáticas para cambiar la historia, y el de la necesidad de reconocer la diversidad humana en toda su riqueza.

Imaginar a Turing es pensar en alguien que, sentado en una mesa de madera, con papeles desordenados y lápices gastados, soñaba con máquinas que aún no existían.

No era un héroe de uniforme ni un político de discursos grandilocuentes. Era, simplemente, un hombre que pensaba. Pero sus pensamientos fueron tan poderosos que transformaron el mundo.

En cierto modo, todos vivimos hoy en el universo que Alan Turing anticipó. Cada vez que abrimos un ordenador, que usamos un algoritmo de búsqueda, que nos preguntamos si una máquina puede sentir, estamos continuando la conversación que él inició.

Y quizá, si pudiera vernos, sonreiría con timidez, como aquel joven que en su adolescencia buscaba patrones en los números mientras el mundo a su alrededor no terminaba de comprenderlo.


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