Alan Mathison Turing nació en Londres el 23 de Junio de 1912. Desde niño mostró una inteligencia fuera de lo normal, aprendió a leer por sí solo en tres semanas, y una ávida curiosidad hacia los acertijos y rompecabezas, lo que ya adelantaba su predisposición por las matemáticas y la ciencia. Era tan grande su ansia de saber que en su primer día de estudios secundarios, a pesar de coincidir con una huelga general en Inglaterra, recorrió en bicicleta las sesenta millas que lo separaban de la escuela. Hubo de pasar la noche en una posada y la prensa local acabó haciéndose eco de la proeza.
Su concurso fue fundamental en la decodificación y ruptura de los códigos nazis durante la Segunda Guerra Mundial, principalmente los de la máquina Enigma, lo que sin duda ayudó a adelantar la derrota del Eje; diseñó las primeras computadoras y dedicó la última parte de su vida, antes de que debido a su homosexualidad fuera encausado judicialmente, a la biología matemática.
Si hay que escoger entre alguna de sus muchas aportaciones a las matemáticas, podríamos fijarnos en su revisión de los resultados de Kurt Gödel de 1931 en su trabajo 'Los números computables, con una aplicación al Entscheidungsproblem', publicado en 1936. El Entscheidungsproblem se traduce en castellano como 'problema de la decisión' y como enunciado sencillo podríamos aportar el siguiente: ¿Es posible encontrar un algoritmo que tome como entradas un lenguaje y una sentencia en tal lenguaje, y proporcione como salida un 'verdadero' o 'falso' para tal sentencia? El algoritmo no necesitaría proporcionar una demostración de su resultado ya que éste sería siempre correcto. Tal algoritmo sería capaz por ejemplo de decidir si la conjetura de Goldbach o la hipótesis de Riemann, grandes problemas abiertos de las matemáticas, son verdaderas o falsas. El resultado de Turing al respecto, y casi simultáneamente de Alonzo Church, es negativo: es imposible decidir algorítmicamente si una sentencia en aritmética es verdadera o falsa. En las entrañas de la demostración de Turing está el diseño de las denominadas 'máquinas de Turing', dispositivos sencillos que manipulan símbolos en una cinta de acuerdo a una serie de reglas. A pesar de su aparente simplicidad, una máquina de Turing puede simular la lógica de cualquier algoritmo y es particularmente útil para comprender cómo funciona la CPU de un ordenador moderno.
Con sus estudios teóricos en algoritmia y sus trabajos en el diseño de las primeras computadoras, como por ejemplo el ACE (Automatic Computing Engine) durante su servicio en el Laboratorio Nacional de Física, se lo puede considerar como el padre de la informática y de la computación modernas, áreas de la ciencia que, salta a la vista, han transformado el mundo de manera radical. Quizá por tratarse de un hombre que trabajó con los pies en el futuro se antoja tan brutal y anacrónica la forma en que acabaron sus días.
Su muerte resultó tan trágica como, desde un punto de vista actual, grotesca y absurda. En 1952 la casa de Turing fue desvalijada por un cómplice de Arnold Murray, el último amante del matemático, quien en su compañía había pasado allí algunas noches. Turing denunció el robo. Durante la investigación reconoció sus relaciones homosexuales con Murray, lo que acabó conduciéndolo a un proceso por indecencia grave y perversión sexual. Lo que ahora puede resultar esperpéntico en el mundo occidental ocurría entonces en Reino Unido: los actos de homosexualidad eran ilegales y por tanto Alan Turing fue encausado bajo la Seción 11 del Criminal Law Amendment Act 1885. Oscar Wilde, 50 años antes, sufrió la misma vergüenza. Wilde inició un juicio por injurias contra el padre de su amante, que por supuesto perdió y que acabó derivando en el proceso por perversión contra el escritor. Pasó dos años en la cárcel sometido a trabajos forzados. De aquel tiempo nació la inolvidable De profundis, larguísima carta a Lord Alfred Douglas, su amante y principal instigador del primer juicio contra su padre, en la que Wilde, lleno de resentimiento, describe su ímproba estancia en prisión.
Alan Turing no estaba lleno de resentimiento. Muy al contrario, pensaba que no tenía nada de qué avergonzarse y no se defendió de los cargos. Le dieron a elegir entre la prisión y un tratamiento hormonal para reducir la libido (en otras palabras “castración química”). Optó por lo segundo, lo que le produjo graves alteraciones físicas tales como un gran aumento de peso o impotencia sexual.
Dos años después fue encontrado muerto en su habitación. El motivo de la muerte, determinado a posteriori, fue envenenamiento por cianuro. Después de algunas investigaciones su muerte se consideró un suicidio: aparentemente, se administró la dosis letal por medio de una manzana envenenada que fue encontrada junto a su cama y que no terminó de comer.
Desde una postura menos políticamente correcta se podría decir que a Alan Turing se le dio a elegir entre la cárcel y la tortura. Fue gubernamentalmente torturado en contra de su naturaleza sexual, lo que probablemente lo llevó a la desesperación y al sacrificio final. Tan ridículo resulta el proceso hoy en día que el 10 de Septiembre de 2009 el primer ministro británico Gordon Brown, después de una movilización pública, pidió disculpas oficialmente por el trato que Turing recibió en los últimos años de su vida.
No es la primera vez que alguna institución debe pedir disculpas por el maltrato a los científicos. Juan Pablo II lo hizo a principios de los noventa al hilo del proceso de rehabilitación, que patéticamente no terminó de manera positiva, relacionado con la condena por parte de la Inquisición a Galileo por defender el Heliocentrismo. Galileo fue condenado a pesar de abjurar de sus ideas, lo que transformó la pena de prisión en arresto domiciliario. La leyenda dice que después de hacerlo masculló entre dientes “eppur si muove” (y sin embargo se mueve), refiriéndose a la Tierra en su órbita alrededor del Sol. Alan Turing ni siquiera murió por defender sus ideas: fue perseguido por su condición sexual.
Además de por su inigualable aportación científica, su memoria se engrandece tanto por no haber abjurado nunca de su propia naturaleza como por morir de manera digna después de verse sometido a la tortura y al descrédito.
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Fernando Jiménez Alburqueque (CSIC) es investigador del Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT).