Revista Arte
Atrapado en la inmaterialidad de las palabras. En la bruma de los recuerdos. Asfixiado por el dolor que conlleva no poder reivindicar aquello que nos hizo daño. Aislado del mundo que transcurre tras la puerta de nuestra casa por el abismo de los sentimientos que nos provoca el dolor de la muerte y el amor. Acantilados de paredes inexploradas que, al ser descubiertas, lo transforman todo en un delirio del todo y la nada. Reubicarse en ese espacio que no es de nadie, porque es un espacio único. Un espacio nuestro que solo uno mismo puede ocupar y que representa al delirio donde la enfermedad de la noche se hace sangre y fuego. Poesía y recuerdos. Canibalismo y sometimiento. Tras todas huellas tan intensas como poéticas es por las que transcurre esta novela corta de Alejandro Morellón que, sin embargo, juega a ser grande. Tan grande como seamos capaces de albergar en nuestro universo. La cadencia, el riesgo y la apuesta por desarrollar una voz nueva dentro del panorama literaria español hace de Caballo sea la noche una propuesta inigualable, por lo transparente y directa que nos resulta. Por ese riesgo que transmite ya desde la primera frase, y que no hace más que crecer a cada palabra, a cada frase, a cada golpe de coma que nos somete a un ritmo endiablado, mágico, poético y brumoso. Un ritmo salvaje que muy pocas veces podremos leer. Espectáculo inmenso este viaje a lo largo de la enfermedad de la noche que, como una epidemia, nos traspasa los sentidos y nos provoca perplejidad y emoción por la capacidad de transmitirnos imágenes y emociones. Miedos y reproches. Lujuria y tormento. El gran secreto de esta novela es el de lograr someternos a sus reglas, a ese ritmo endiablado de una narración continua y constante que busca y encuentra para cada palabra su lugar exacto y preciso, tal y como los críticos ensalzaban el estilo de Truman Capote. En Caballo sea la noche no falta ni sobra nada, y esa maestría en su estilo alcanza cotas muy altas en el primer y el quinto capítulo donde su lectura nos convierte en un elemento más de la narración. Elemento onírico, etéreo y poético. Altivo y desgarrador. Lírico y místico, que nos provoca una ensoñación que nos empotra, junto a Alan, dentro de ese cuarto de lavadora, de ese salón donde la madre se siente atada a las fotografías del pasado, o de ese pasillo que nunca se acaba.
Caballo sea la noche es un Equusespañol donde el psiquiatra y el adolescente devienen en un padre y un hijo que, en esta ocasión, se exorcizan el uno al otro a través de las reglas que impone la enfermedad de la noche. Una noche que el hijo transforma en un descomunal caballo blanco que lo puede todo. Una noche que es la partícipe de aquello que no se puede contar por el dolor que nos causa. Un dolor que se hace verbo mediante la inmaterialidad de las palabras. Palabras que se ahogan en la voz interior de un hijo que busca romper ese silencio mediante los vericuetos de una vida a los que quiere dar una salida sin ser consciente de la verdad. La suya. La propia. La única verdad. Y enfrente de él la voz la madre, que escupe las palabras al exterior por más que no las pronuncie y solo las piense. Un duelo de voces que se ejecutan a lo largo de cinco largas frases separadas entre comas, puntos y coma o dos puntos que copian el estilo del escritor polaco Jerzy Andrzejewski, lo que no le quita ni un ápice de complejidad y virtuosismo a este tenso y bien elaborado juego de frases capaces de mantener un ritmo y una tensión únicos.
Hay brumas y brumas. Y las de Caballo sea la noche son de esas donde el pasado se enfrenta al presente. Brumas que se comportan como un gran agujero negro. Infinito. Inclasificable. Atroz. Brumas que, quizá, sean lo más parecido a esa incertidumbre que no puedes identificar con el paso del tiempo o los recuerdos. En esa nebulosa, donde la nada lo es todo, solo cabe continuar. A tientas. Con miedo. Sin aparentes certezas. En esa vuelta hacia atrás. Hacia lo que fuimos, solo te asiste el corazón. El corazón es el único que no miente cuando se acelera y te tiembla la voz. Un corazón como esos zarpazos de vida manchados de sangre y muerte perdidos en el agujero negro del mundo que marca nuestro tiempo y nuestras vidas. Vidas entregadas a la inmaterialidad de las palabras.
Ángel Silvelo Gabriel.
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