Puesto porJCP on Sep 2, 2012 in Autores
El éxito grandioso de los EEUU en los últimos doscientos años en el mundo se debe al delicado equilibrio que ha sabido mantener la primera democracia moderna entre la demagógica democracia jeffersoniana y la aristocrática, pragmática y representativa democracia hamiltoniana. La propia constitución y sus enmiendas son perfecto paradigma de este maravilloso y sabio equilibrio lleno de sentido común y amor a la libertad y a la justicia.
Sin embargo, durante muchas décadas, desde el demagogo Jefferson y sus seguidores, se demonizó la patricia figura de Alexander Hamilton como la de un intrigante maquiavélico con simpatías hacia el régimen monárquico. Ha llegado a ser llamado “el genio maléfico de este país” cuando ha sido el gran arquitecto de la mayor parte de las instituciones que componen el estado americano. La poderosa visión de Hamilton del nacionalismo americano, con estados subordinados a un gobierno central fuerte y dirigidos por un poder ejecutivo vigoroso, levantó miedos durante los primeros lustros de la República, como si en el modelo hamiltoniano latiese una vuelta a las estructuras monárquicas que las colonias americanas habían sufrido bajo la corona británica.
El presidente Woodrow Wilson, querido más en Europa que en su pueblo, llegó a decir de Hamilton, como si no fuese una genuina planta surgida del humus de alma americana, “a very great man, but not a great American”. Sin embrago, Theodore Roosevelt, más amado en su pueblo que en Europa, que nunca hablaba con ambages ni sutilezas equívocas, lo sentenció como “el hombre de estado americano más brillante que hemos tenido, con el más agudo y noble talento”. Realmente, sólo James Madison puede acercarse a la pavorosa inteligencia pragmática y política de Alexander Hamilton. Efectivamente fue el arquitecto supremo e ideólogo institucional de la mayor parte de la maquinaria estatal americana: el sistema presupuestario, el modelo de pago de la deuda, el sistema de impuestos, el banco central, el servicio aduanero, el servicio de guardacostas, el ejército, la independencia efectiva del Poder Judicial, etc. Todo el derecho administrativo americano nace en Hamilton, y nunca la Administración funcionó con la competencia que tuvo bajo su autoridad de secretario del Tesoro, en los primeros años de los EEUU.
Si de Jefferson parte la retórica poética del discurso de la Democracia Americana, del caribeño Hamilton, hijo ilegítimo de origen escocés nacido en las islas occidentales británicas del azúcar, surge ese sentido pragmático y sensato de la gran Democracia Americana, fundamento sin duda de su sorprendente éxito económico y político.
Raquel Lavien, la madre de Hamilton, fue llevada a una fría y oscura celda de la tétrica prisión caribeña de Fort Christiansvaern por haber cometido adulterio, lo que privó a Alexander de tener un apellido legítimo, ya que no pudo casarse después de la prisión con su segunda pareja y padre de Alexander (James Hamilton), un arruinado aristócrata escocés indolente, perezoso y cobarde, que abandonó a la familia regresando a Escocia cuando vio que no podía sostenerla. Pero la valiente Raquel sostuvo a sus hijos abriendo una tienda de comestibles cuyos proveedores llegarían a ser una de las grandes firmas newyorkinas. En aquella época una mujer sin marido y tendera constituía toda una proeza del bello sexo. Con frecuencia la madre de Hamilton fue llamada “prostitute” por los grandes enemigos políticos de su hijo, y al mismo Hamilton (bastardo) lo bautizaban como “the son of a camp-girl”. Pero a diferencia de su padre, Hamilton vivió a lo largo de toda su vida en una hiperactividad frenética. Fue un genuino trabajador y lector infatigable. Sólo su desmesurada ambición y su carácter cambiante, a juicio del presidente John Adams, que fue su asistente cuando Hamilton fue general bajo las órdenes de Washington, afean un poco su figura patricia. No obstante, en sus controversias políticas con Jefferson, la Historia siempre ha dado la razón a Hamilton.
Alexander Hamilton, junto al filósofo Jeremy Bentham — y espía al servicio de la Corona británica contra los intereses coloniales de España en las Américas: todo hay que decirlo -, fueron los primeros que acuñaron el término de “democracia representativa”, como forma de domesticar el instinto oclocrático de la Democracia Clásica, esto es, la Democracia Directa. Se establecía la democracia formal sin concesión alguna a la democracia material. El reforzamiento del poder ejecutivo representado en la presidencia, como expresión viva y concitadora del patriotismo, y la independencia garantizada del poder judicial, son la gran herencia ideológica de Alexander Hamilton, y la razón constitutiva de la existencia efectiva y saludable de la libertad en América.
Quienes atacaron a Hamilton con su crítica acerba y despiadada estaban “demasiado cerca” del hombre. Pues si no se toma altura histórica, como la distancia de doscientos años permiten, no se ven los pliegues del terreno y lo que en su entraña última éstos ocultan y contienen.
Hamilton nunca podrá ser olvidado por la Democracia Americana, y constituirá siempre un referente obligado para la Democracia en general.