Me había autoconvencido de que así, los tres juntos, estábamos bien. En nuestra pequeña casa, con todo el tiempo para nuestro hijo y pudiendo llevar una vida cómoda, disfrutando de vacaciones cada año. Me autoconvencí de ello porque el miedo a ampliar la familia era muy grande. Pero me reconcomía la duda.
Este verano, sin esperarlo, algo hizo clic en mi cabeza. El miedo a volver a las noches sin dormir parecía más pequeño. El pánico a un mal parto de nuevo, a palabras como bajo peso, cirugía o prematuro ya estaba casi olvidado. E incluso la sombra de la preeclampsia (alargada sombra) empequeñecía en mi mente. Fueron ocupando su lugar recuerdos de nuestras vacaciones juntos, de los primeros días de mi bebé, de su olor, de sus movimientos en mi tripa, de nuestra inocencia de primerizos. Y me sonreía.
La pereza que sentía ante la idea de volver a vivir un embarazo se iba convirtiendo en ilusión. Un golpe de arrojo barría de mi mente los apuros económicos, la falta de tiempo, y otras tantas excusas a las que me aferraba. ¿No merece la pena arriesgarse? Al mirar a mi hijo, ya no veía que iba a quererle menos, sino que traer otro bebé al mundo sería darle el mayor de los regalos: un hermano.
De pronto, algo hizo clic en mi cabeza. De pronto, mi camino tenía más luz con un propósito tan grande. El agotamiento y los malabarismos del día a día pasaron entonces a un segundo plano. Habrá que mudarse, habrá que rascar horas de donde se pueda, pero se conseguirá. Definitivamente algo hizo clic y ya no hay vuelta atrás. ¡Estamos embarazados!
P.D. Ya entrando en el segundo trimestre ¡qué ganas tenía de soltarlo!