No era la primera vez que la peluquería de Gabriel abría tarde o simplemente no abría durante unos cuantos días. Sin embargo esta vez parecía algo raro que Gaby no hubiera dejado el consabido cartel de “Vuelvo en cinco minutos”, “Cerrado por asunto familiar” o simplemente el veraniego aviso de “Volvemos pasada la Virgen de agosto”.
Era habitual que el negocio a eso de las 10 y 20 de la mañana entornase sus puertas para que el maestro peluquero pudiese desayunar en alguna de las cafeterías próximas. A Gabriel le gustaba ‘La Piscina’ que disponía de terraza-patio al fondo del local donde durante la media hora de descanso diario que se había autoimpuesto desayunaba por poco más de 2€ si es que acudía antes de las 11. Y claro que llegaba antes de que la hora límite tocase a su fin: “No va el negocio como para no aprovechar las ofertas”, se decía a sí mismo.
Todo el barrio sabía también de la edad provecta de los padres de Gabriel. Cuando Isidora y Paco, que así se llamaban, cumplieron los ochenta y las enfermedades anidaron en ellos Gaby tuvo que buscar una Residencia que se pudiesen pagar y la encontró lejos, nada menos que en Extremadura, Comunidad de donde procedía toda la familia y que ofrecía mejores prestaciones sociales que Madrid. Por esta razón el hijo de Paco de vez en cuando, cada tres o cuatro meses, se ausentaba para visitarlos cerrando el negocio dos o tres días. La madre, Dª Isidora, durante algunos años le había ayudado en el negocio pasando la escoba o sacudiendo las capas de corte, esas casi sábanas que usaba para proteger la ropa de los clientes mientras les arreglaba el cabello. También Dora, que así la llamaban sus amigas y familiares más próximos, era la encargada de lavar la cabeza a aquellos que solicitaban un corte algo más moderno, o sea, los chicos más jóvenes que no se conformaban con el tradicional corte a tijera sino que exigían esos looks que los futbolistas y cantantes de moda lucían en espectáculos y revistas. “A mí, Gabriel, hazme un corte a lo Benzemá”. Y Gabriel, asesorado por su madre, entendía que al corte al uno debía de añadir dos cortas líneas paralelas en la sien izquierda. La verdad es que el estilo Benzemá no tenía problema alguno para él, pero ¿y cuando Manolín, el hijo del del ultramarinos, le dijo que quería llevar el pelo como Paul Dogbá? Eso ya le superó. Ni siquiera Dª Isidora, asidua al papel couché, conocía al tal jugador y mucho menos, claro, su estratosférico peinado estilo leopardo. “Wow –pensó Gabriel-, creo que el negocio se está complicando. Tendré que ir mirando mi edad y mis cotizaciones a la Seguridad Social”.
Con el paso de los años Gabriel había comprobado que agosto era un mes en que el barrio se desertizaba. Era un auténtico ‘Ferragosto’ como decía Stéfano que de italiano tenía poco pero que regentaba la pizzería de la esquina y para dar color y prestancia al local, aparte de tener la bandera tricolor italiana decorando las paredes del restaurante, colaba en los diálogos con su clientela alguna palabra en italiano que todos celebraban mucho: “¿Amico, che cosa quieres? ¿Una pizza tres estaciones con mucho tomate? Bravo, bravissimo”. Y así, con mucho esfuerzo, algunas palabras italianas y unos precios competitivos, Esteban, que este era su verdadero nombre, conseguía sacar adelante a su corta familia. Una de las palabras de Stéfano que se le quedó grabada a Gaby fue la de ‘Ferragosto’. Y desde haría cosa de 10 o 12 años la primera quincena de agosto decidía tomarse unos días de vacaciones con su mujer e hijo en Denia, que era el lugar donde Paco y Dora en los años sesenta compraron un apartamento que ahora él y su familia utilizaban esos 15 días de… ferragosto.
Pero aún estábamos en febrero y el escueto local llevaba cerrado ya, sin aviso alguno, una o dos semanas. ¿Qué habría pasado? Un día las persianas aparecieron levantadas y los habituales pudimos ver que los libros que adornaban el local entreteniendo la espera de la clientela habían desaparecido; tan sólo quedaban los dos sillones triumph típicos de barbería antigua de los que Gaby estaba muy orgulloso. Otro día fueron los objetos que adornaban el escaparate los que habían desaparecido: una maquinilla manual de cortar el pelo, una bacía, una navaja de afeitar de punta francesa y el asentador de cuero tensado que servía para suavizar su filo. Por no estar, jornadas más tarde, ya no estaban ni los dos sillones. Era evidente que Gabriel había dejado el negocio. Pero en esta ocasión no había dado cuenta del porqué de su decisión. Nadie sabía a ciencia cierta qué podría haber pasado: jubilación por edad, desgracia familiar, enfermedad personal, accidente sobrevenido, problema judicial… Gaby, tan hablador él siempre, en esta ocasión había enmudecido. Sus clientes de siempre pensamos que algo no muy normal debía de haber sucedido.