Tratando de escribir algo en positivo sobre el horror de Haití, es esperanzadora la imagen de unidad y solidaridad, de humanidad al fin y al cabo, que está dando todo el mundo, empezando por los voluntarios y acabando por los dirigentes mundiales. Como persona situada a miles de kilómetros, sólo puedo enviar dinero, un granito para una montaña. Como periodista, animar a todos a que lo hagan, por ejemplo a través de Unicef. Hay que lamentar que junto a los llamamientos a la solidaridad se escuchen voces que no entienden para qué sirve y cuestionen la labor de las denominadas organizaciones humanitarias y el destino del dinero que donan los ciudadanos. Una manera como otra cualquiera de poner palos en unas ruedas que avanzan con dificultad sobre terrenos embarrados. Con lo que ayudarían cerrando la boca.
Por otro lado, se insiste en el tópico de que Haití era un país olvidado por la comunidad internacional hasta que ocurrió el terremoto, lo cual no es del todo cierto y supone una falta de respeto hacia los más de 300 trabajadores de la ONU que han muerto al hundirse el edificio en el que trabajaban para sacar al país de la miseria.