Los que, siguiendo las enseñanzas de Vossler, entendemos la filología como el estudio de cualquier hecho de cultura que esté documentado en un texto, no podemos evitar reflexionar sobre el problema de la autonomía del arte (del cual, por cierto, se ha escrito muchísimo).
Este artículo, pues, pretende ser una humilde contribución a esas reflexiones.
El análisis histórico tradicional siempre ha querido identificar la actividad artística con las actividades sociales, pero del modo en que lo hace y lo quiere la misma sociedad que las produce. En efecto, cuando los historiadores estudian una sociedad determinada, por lo general, se conforman con ver en el arte de esa sociedad una de sus manifestaciones, una manera por medio de la cual esta afirma su régimen o influencia. Dicho de otro modo, los historiadores se contentan con ver el arte como un producto "ritual" de las sociedades humanas, como un testimonio "cultual" de su progreso.
Ahora bien, no cabe duda de que el arte puede emplearse con fines sociales, pero esa no es de ninguna manera su función específica. Incluso en el caso de que el artista comparta la idiosincrasia de la sociedad que lo ampara, un sentimiento distinto, por extraño que sea, guía su mano creadora y hace del objeto creado el receptáculo de otra fuerza -una fuerza, por cierto, inefable-, que es la belleza.
Este "descarrío", como puede deducirse, se ha manifestado a lo largo de los diferentes períodos del arte. Por ejemplo, el artista de comienzos de la Edad Media, al cual le habían encargado una Anunciación, sabía que representaba un acontecimiento espiritual esencial para su comunidad: la aparición del Ángel del Señor ante María. Sin embargo, María es también una criatura terrenal y, por lo tanto, deberá ser representada según los esquemas plásticos que resulten más convenientes para el caso. El artista, entre otras cosas, deberá pintar la habitación de María -que es donde el Ángel se le aparece-, en la cual hay objetos cotidianos y usuales, deberá calcular la luz, las distancias, las proporciones de ese ámbito interior. Y al hacerlo, el pintor religioso, de algún modo, se trasforma en pintor realista.
Con todo, el objeto que produce el artista puede ofrecérsenos desprovisto de sus significados y de sus intenciones sociales, para presentársenos simplemente como un hecho artístico, pues el arte tiene sus propias leyes, más allá de que la actividad artística parezca identificarse siempre con una actividad social determinada. En efecto, el artista experimenta la aspiración de flexibilizar y modificar los cánones a los cuales debe responder, y a matizarlos con su convicción personal, en suma, a introducir una variante en el objeto que debe producir de acuerdo con los modelos pautados. Sin duda, el arte verdadero, es decir, el arte emancipado, se manifiesta por medio de esa variante.
A partir de las teorías marxistas, sabemos que la actividad creadora del artista está estrechamente sometida a las condiciones económicas y a las superestructuras intelectuales de su tiempo, pero esta innegable restricción no debe hacernos olvidar el carácter esencial del arte, que consiste en tender a un más allá. En efecto, por encima de las condiciones impuestas o simplemente dadas, la conciencia propia del artista tiende a la integración de la naturaleza, a una toma de posesión de la realidad y a su eventual enriquecimiento, a una afirmación de lo humano. Es por eso por lo que, ya pasadas las circunstancias en las cuales una obra de arte se produce, esta nos sigue emocionando. Su virtud y su eficacia subsisten al paso de los siglos. Si admiramos hoy la Ilíada o las catedrales góticas es porque el contenido social de esas obras ha desaparecido para nosotros, del mismo modo que las creencias religiosas que pudieron haber expresado. Por lo tanto, había en ellas algo más, ese algo a través de lo cual el arte se revela y se afirma, esa variante que es el arte mismo.
En su Contribución a la Estética, Henri Lefebvre muestra de qué modo la idea de alienación se opone a la de enriquecimiento. Cita a Marx, de acuerdo con quien "en lugar de riqueza y de la miseria, según la economía política, existen el hombre rico y la necesidad humana rica. El hombre rico es aquel que necesita una totalidad de manifestaciones humanas de vida, el hombre en quien la realización de sí mismo existe como exigencia interior y necesidad"[1]. Lefebvre, asimismo, define al artista como "aquel que experimenta como necesidad fundamental la exigencia interior de realización de sí en un objeto sensible"[2]. Y el producto de su trabajo, la obra de arte, diferirá, a causa de sus evidentes particularidades, de los otros productos del trabajo.
Éstos han sido cumplidos hasta ahora en las formas de la alienación, de acuerdo con las modalidades históricas de la producción (por ejemplo, en los marcos de la división social del trabajo, de la servidumbre o del asalariado, etc.). El creador estético, por el contrario -y por medio de una lucha terrible, a veces desesperada y en la cual arriesga siempre la derrota- intenta librarse de la alienación que lo rodea y arrastra. El artista superar las limitaciones que procura, en las condiciones de un momento histórico determinado, a la actividad del individuo humano. Quiere volver a encontrar, recrear la riqueza efectivamente alcanzada en ese momento por el ser humano, dilapidada por la alineación. Se esfuerza por incorporarse a un objeto (según su propia definición subjetiva) y expresar la totalidad de las manifestaciones de la vida.[3]
Este análisis me parece sumamente rico. Si bien es cierto que pone en relieve los elementos sociales e ideológicos de la actividad artística, permite reconocer el carácter específico de esa actividad. Y para entablar cualquier discusión acerca del arte, primero, es fundamental aceptar ese carácter específico.
La defensa del carácter específico del arte ha sido particularmente apasionada en los tiempos modernos. Parecería, de hecho, que la poesía, la pintura, la música, recién hubiesen sido inventadas a mediados del siglo XIX; es decir, que se hubieran revelado puras, desprendidas de las estrictas influencias sociales, recién en ese período. Las consecuencias, sin embargo, fueron el shock y el escándalo.
Lo cierto es que la sociedad de aquel tiempo no se reconoció en las obras artísticas y literarias modernas. Abucheó la música nueva. Tachó de inmorales y monstruosas las obras de los impresionistas. En un mismo año, 1857, Baudelaire, autor de Las flores del mal, y Flaubert, autor de Madame Bovary, pasaron por los tribunales. En 1867, en la Exposición Universal, en la cual el régimen internacional hace su balance, Manet y Courbet fueron dejados al margen y tuvieron que exponer sus obras en dos pabellones individuales, como si fuesen leprosos.
Es evidente que el siglo XIX fue el siglo en el cual el arte tomó conciencia de su naturaleza, y manifestó su autonomía respecto del utilitarismo simbólico al que quería limitarlo la sociedad. Sin duda, el artista decimonónico se encontraba sometido a las condiciones sociales de su tiempo, pero aspiraba a superarlas para afirmar un mensaje más profundo, para establecer un contacto menos artificial, más libre y más verdadero, no solo con la naturaleza, sino también con la sensibilidad del resto de los hombres. Para conseguir esto, tuvo que valerse de un lenguaje más apto, por medio del cual se establecieran intercambios más novedosos y enriquecedores entre su obra, la realidad y el público. Como sabemos, el siglo XX se ocupó de redoblar esta tendencia, pero eso, estimados lectores, procuraremos tratarlo en otro artículo.
[1] Henri Lefebvre. Contribución a la Estética, Buenos Aires, Ediciones Procyon, 1956.
[3] Lefebvre. Óp. cit.