Debo reconocer que una servidora no es la más indicada para escribir una reseña de “Alicia en el País de las Maravillas” (2010), porque sucumbí a una breve y placentera siesta cuando la película no llevaba ni una hora de proyección.
Suelo fiarme mucho de mis reacciones físicas (risas, llanto, escalofríos, etc. etc.) ante una cinta y que la última producción de Tim Burton me provocara tal sopor es un indicativo de que la susodicha no es, ni de lejos, lo que yo me esperaba.
Alicia es una joven de 19 años y huérfana de padre que asiste, junto a su madre, a una fiesta en la que un estirado lord le pide matrimonio. En medio de la ceremonia, la muchacha observa a un conejo blanco que, reloj en mano, la insta a que le siga. Ella, ni corta ni perezosa, sigue al orejudo animal hasta un agujero por el que cae accidentalmente llegando al País de las Maravillas, un país dominado por la Reina Roja y en el que sus habitantes se regocijan de la visita de aquella niña del pasado, ya convertida en mujer, que puede librarles de la dictatorial monarca.
De todos es conocido la irregular carrera de este imaginativo director que es capaz de rodar estupendos films para luego perpetrar infamias que deberían ser castigadas con trabajos para la comunidad. Creo que “Alicia en el País de las Maravillas” está más cerca de estas últimas que de las primeras.
Es innegable y la espectacular fuerza visual que desprende la película en cuestión con toques góticos en los que es fácil identificar el estilo burtoniano, pero esa riqueza visual antes señalada llega a resultar, en algunos momentos, algo empalagosa.
A ello hay que añadir que la cinta fue rodada en 2D y reconvertida a 3D (Disney tenía que engrosar el arca a costa de lo que fuese) gracias a un diligente ordenador, lo cual acrecienta lo antes señalado. Y es que en ocasiones parece que estemos contemplando un cuento infantil troquelado que debemos contemplar con unas incómodas, oscuras y rayadas gafas.
Tampoco el apartado de las interpretaciones es para tirar cohetes. Mia Wasikowska (Alicia), tan pálida y ojerosa que uno diría que acaba de venir de un botellón, realiza una interpretación más bien plana con ínfulas de Juana de Arco. Johnny Deep (el Sombrerero Loco) sigue explotando (para desgracia de sus admiradores) esa vena histriónica e insoportable potenciada por el poco afortunado maquillaje y subrayada por ese patético bailecito final. A la “cabezona” Helena Bonham Carter (la Reina Roja) resulta tan insufrible como su personaje y Anne Hathaway (la Reina Blanca) produce vergüenza ajena. Que sí, que ya sé, que los personajes de Carroll son de lo más extravagante y que las actuaciones deben ir en consonancia con este hecho, pero entonces ¿por qué me chirrían tanto las muecas mostradas por todos los anteriormente mencionados?
Eso sí, voy a salvar a Crispin Glover (Stayne) y a Matt Lucas (graciosísimos los gemelos Tweedledee y Tweedledun) y a las voces de Stephen Fry (el gato Cheshire), Michael Sheen (el Conejo Blanco), Alan Rickman (la Oruga Azul) y Christopher Lee (el Galimatazo).
Imagino que los admiradores incondicionales del director californiano se estarán tirando de los pelos ante los más que negativos comentarios que esta reseña incluye, pero debo señalar que no son producto de mi animadversión hacia él, más bien al contrario, sin embargo creo que hay que saber reconocer los errores de la misma manera que se enaltecen los aciertos y, esta vez, Tim Burton no pasa del aprobado justito.
Y claro que existen escenas brillantes (los 15 primeros minutos de la película son impecables, por ejemplo), pero en conjunto se trata de una cinta tediosa (sobre todo, en su parte central) que desaprovecha y altera buena parte de lo mejor de la obra de Lewis Carroll, obra tan cercana al universo de Burton. Una película no sólo debe basarse en el poder de sus imágenes, porque si éstas no van acompañadas de un buen guión se convierten en algo insustancial y vacío.
Ni la espléndida partitura del habitual Danny Elfman ni la compañía de los también habituales Deep y Bonham Carter, sirven para salvar una cinta donde se echa de menos el genio creador y la osadía de Burton, donde el espíritu crítico de Carroll se ha diluido casi por completo y donde la sombra de Disney campa a sus anchas. Una pena.
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Briony