Houston tenemos un problema. El bicho se ha reproducido y campa a sus anchas cobrándose víctima tras víctima en casa tigre. Los que creíamos curados vuelven a caer y las que antes vomitaban ahora plantan pinos radioactivos. Hemos tenido que acordonar la zona para evitar la defunción de los vecinos por intoxicación olfativa. Qué peste señor. Esto no es vida. Ni en el más allá.
La navidad ha sido un pequeño paréntesis en nuestra lucha contra la invasión del virus maligno. Un espejismo de amor y compañía que se ha esfumado tan pronto como mi amiga la de Albacete y familia han salido por la puerta esta misma mañana. Durante tres días con sus tres noches hemos vivido una ilusión de felicidad y concordia que ríanse ustedes de la tribu de los Brady. Podrían ustedes estar inclinados a pensar que escribo bajo los efluvios de los ríos de champán, vinos franceses, ginebras varias y otros licores que han regado nuestras celebraciones navideñas nada más quitarnos el pijama a eso de la doce del mediodía. Pero no. Hemos sido felices. Contra todo pronóstico.
Hacinar siete menores de siete, dos mujeres proclives a la exacerbación emocional y dos hombres con cierta querencia por la botella bajo un mismo techo durante setenta y dos horas pudiera parecer una locura. Máxime cuando lo nuestro son cuatro niñas y lo suyo tres niños, el padre tigre un alemán de pura cepa y el consorte manchego un parisino de pro, y tanto mi amiga la de Albacete como yo teníamos los nervios algo perjudicados después de llevar cuatro días encerradas en casa lidiando con virus de diversa índole. La mezcla no presagiaba nada bueno pero nosotras nos crecemos ante la adversidad y hemos jugado nuestras cartas con la maestría de las multíparas.
Los niños se lo han pasado bomba. No se veían desde hacía varios meses pero volvieron a conectar desde el minuto cero. El tiempo nos ha acompañado y hemos podido soltarlos en el jardín a desfogarse. Pudiera decirse que nos descuidamos un pelín en la supervisión de los juegos en el barrizal con lo que conseguimos abochornar a nuestras familias presentándonos con los niños más sucios del barrio en la misa de navidad. Ni cortos ni perezosos fuimos con tres sillitas y cuatro patinetes desafiando todas las leyes del equilibrio cósmico y de la estabilidad emocional de mi amiga la de Albacete que a punto estuvo de sufrir una angina de pecho con la temeridad al volante de su segundo.
Superado este pequeño momento de agonía vital vino el Christkind al que el francés se empeñó en llamar kristi que estuvo comedido pero acertado. Sobretodo con unos relojes walkie-talkie que nos han tenido sumidos en una vorágine de hola-llamando-llamando el resto de las navidades. Cuando el agotamiento infantil se nos antojaba peligroso les enchufábamos la pertinente entrega de Rudolf el reno o cualquier otro bodrio navideño. Hemos repartido los madrugones y las siestas con justicia salomónica y nos hemos entregado al arte de comer y beber sin límite como si no hubiera un mañana. Le hemos dado a todo desayunos, aperitivos, comilonas, meriendas, cenas y picoteos de ultima hora.
El padre tigre cayó en las garras del bicho y se nos paseó todo el veinticuatro con semblante de extrema unción pero fue acostar a los niños y sufrir una recuperación milagrosa de esas a las que nos tiene acostumbrados. Cenó como un soldado raso y no ha vuelto a quejarse hasta que le hemos cerrado el grifo de alcohol cuando casualidad han vuelto a acosarle todos sus males. A él y a La Cuarta que se ha puesto a vomitar en cuanto hemos nos hemos quedado solos y a La Tercera que nos ha regalado unas cacas made in Chernobyl que han hecho que el fantasma de la navidad pasada, el de la presente y de la futura salgan por peteneras. La Primera y La Segunda no han parado de pelearse desde que sus amigos nos han abandonado.
Y yo no puedo más que pensar veinticinco de diciembre fum fum fum.
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