Bajábamos al atardecer y, a medida que nos acercábamos, el volumen de la música de David Summers iba en aumento, se apreciaban los olores a churros, a panceta, a encurtidos, el humo de las parrillas daba esa atmósfera especial que hacía de aquello el paraíso de cualquier niño de 4 ó 5 años. Por último, entraban en escena las luces: rojas, verdes, amarillas... las había fijas, algunas parpadeaban de forma consciente y otras de manera involuntaria y decadente. Ese era el momento y el lugar del año, no había otra etapa más feliz.
Hoy tengo 34 años y una hija con 3 años recién cumplidos.
En Madrid estamos en fiestas: San Isidro. Al lado de casa han puesto una feria y las sensaciones no han cambiado prácticamente en 30 años: la atmósfera sigue cargada por los olores y el humo de los puestos de comida ambulante, el repetitivo y melancólico tono de voz de los "tomboleros" ha sido heredado por las nuevas generaciones, los Hombres-G ya no suenan... ahora es un tal Pitbull y el algodón de azúcar sigue siendo el rey edulcorado del recinto.
Sin embargo hay una cosa que ha cambiado para siempre en la feria: little Ana, mi niña. Veo los ojos con los que observa el espectáculo de luz, sonido y olor y no puedo evitar tener una mezcla de melancolía y orgullo. Ana ya monta en el Tío-Vivo, en el castillo hinchable y en la montaña rusa infantil, definitivamente ha salido más valiente que yo, que por otro lado es fácil.
Ver a mi hija sonriendo y saludándome, mientras pasa a mi lado en el coche de la feria, es uno de esos momentos especiales, un nudo aparca en mi garganta y me doy cuenta que instantes como ese hacen que la vida merezca la pena.