Revista Opinión

Almas grises

Publicado el 09 marzo 2015 por Jcromero

El narrador; un hombre, un gendarme que vive rumiando trozos de tiempo perdido, atormentado en la duda, en la falta de respuestas y certezas. El escenario; una ciudad de provincias cercana a un frente cualquiera de la I Guerra Mundial. Una población que oyó la guerra, pero no puede decirse que la hiciera; un pueblo donde se blandían puños y recuerdos dolorosos y donde, como en tantos otros, las heridas tardan en cerrarse para infectarse a su antojo en las veladas de recuerdo y rencor. Un pueblo que oyó la guerra por el sonido de los cañones y por el incesante desfile de heridos que llenan el hospital y sus calles.

Un pueblo que conoció el tránsito de la sociedad agrícola a la industrial, que permutó las viñas y los campos por la fábrica y que, por orden de un remoto mandamás, los trabajadores de la fábrica quedaron exentos de servir a la patria en el frente; hombres que, a los ojos de algunos, no lo fueron jamás y que todas las mañanas abandonaban una cama caliente y unos brazos dormidos en vez de una trinchera enfangada, para ir a empujar vagonetas en lugar de cadáveres. Frente a ellos, los pocos campesinos del pueblo se vieron forzados a cambiar la azada por el fusil. Un pueblo avergonzado y contento, rebosante de una alegría violenta y malsana, porque eran otros los que estaban allí, tendidos, destrozados en las camillas [...] Ellos nos reprochaban que estuviéramos a cubierto, y nosotros, que nos restregaran por las narices sus vendajes, sus piernas de menos, sus cráneos mal cerrados, sus bocas al bies, sus narices rotas, todas las cosas que no nos apetecía ver. Un pueblo, en definitiva, fragmentado y envuelto en la cobardía y la mezquindad.

La aparición del cadáver de una niña de diez años, Belle de Jour, sacude el aletargado vivir del pueblo y se convierte en el hilo conductor con el que Philippe Claudel nos hace desfilar muchas sombras que representan la corrupción, la cobardía, el delirio o la traición pero también el amor o la belleza.

Un fiscal que ejerció su profesión como un reloj que jamás se conmueve ni avería. Un juez sin escrúpulos y con la habilidad de servirse de las palabras para hacerles decir cosas totalmente distintas a las que normalmente significaban. Un militar que cambió la ética en la defensa de Dreyfuss por la inmoralidad de la complicidad, los malos tratos y vejaciones. Un profesor que se desnuda para mear en la bandera y tratar de prenderle fuego. Un sacerdote que hablaba de los hombres hablando de flores, sin pronunciar ni una sola vez las palabras "hombre", "destino", "muerte", "fin". Un médico, seco como un sarmiento, muy humano y, en consecuencia, muy pobre. Un tonto, el tonto de todo pueblo, que comprendía todo y daba rienda suelta a su dolor, acurrucado contra la puerta de la escuela. Un policía, convertido en narrador, que nos ofrece un ejercicio de memoria y masoquismo en el que no salva a nadie y justifica a todos. Un grupo de hombres grises, de "Almas grises" que representan una sociedad pequeña burguesa con sus grandezas y mezquindades.

Por supuesto, había una guerra. Y tres mujeres; Bell de Jour, Clélis Destinat y Lysia Verhareine que eran como tres encarnaciones: la misma belleza, encarnada y vuelta a encarnar, nacida y destruida, surgida y desaparecida. Había otras mujeres como la viuda Blachart que abría las puertas de su casa y sus piernas. Joséphine, que nunca tuvo remordimientos porque hizo lo que tenía que hacer. Clemence, la mujer que hizo emborronar las páginas de este libro porque el policía que nos narra, escribe para ella.

Es lunes, escucho a Buddy Tate:


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