Decidí dejar de seguir a Almodóvar después de dormirme en la sala viendo La mala educación (2004). Me atrapó una decepcionante sensación de proyecto agotado, de personajes repetidos --protagonistas reciclados en secundarios sin brillo-- como una patética sombra de lo que fueron los inicios de su filmografía, y me entró un sueño tremendo... Pero la inercia me hizo caer de nuevo con Volver (2006) --curiosamente la última crónica que publiqué en mi antigua página personal-- y Los abrazos rotos (2009). Desde entonces, he pasado una década en blanco con Almodóvar, el que fuera mi indudable referencia en los primeros ochenta, cuyas iconoclastas y desopilantes historias eclosionaron en unos años igual de cruciales para la conformación de mis gustos cinematográficos; y también --por qué no decirlo-- con la superficialidad del momento. Su cine era fresco, sincero, diferente respecto al cine español con el que yo había crecido, pero tenía una pega: era abrumadoramente coyuntural (esto no lo sabía entonces, lo comprendo ahora), en cuanto lo ochentero dejó de ser una moda, el poso gamberro de su cine se evaporó sin apenas dejar rastro.
Pero Almodóvar supo resurgir de entre su cine y demostró que bajo sus comedias triviales y transgresoras latía la verdadera pulsión artística de sus películas: el drama intenso y paradójico, muy del estilo del culebrón televisivo de la América hispana, una reinterpretación inédita en el cine español que enraizaba con ingenio --y coherencia-- en la ética y la estética ochenteras que le servía de base. Exagerado, directo, sincero, repleto de referencias culturales no consagradas, sin duda fruto de la trayectoria lectora del cineasta (y de buena parte de sus espectadores fieles, aunque algunos se resistan a admitirlo). De aquella etapa destaco el que considero su drama de madurez por excelencia: La flor de mi secreto (1995).
Es inevitable comparar Dolor y Gloria (2019) con el clásico de Fellini: un cineasta de éxito en pleno bloqueo creativo, rodeado de un repertorio inclasificable de personas signo de los tiempos, todos orbitando alrededor de la inexplicada insatisfacción permanente del artista; influyendo, empeorando, reconstruyendo, provocando recuerdos... El filme es un nuevo --y desencantado, por supuesto-- diagnóstico de los tiempos en el que el propio Almodóvar se convierte en una metonimia que funciona como centro de gravedad del argumento y los personajes (convocados todos por sus recuerdos y algunos incidentes de su presente). La diferencia con otras películas suyas, en las que ha rellenado con experiencias personales los huecos que no ha recubierto la ficción, es que Almodóvar aporta esta vez mucho más de lo habitual. Esta vez se ha sumergido hasta rozar el fondo del barril, recuperando --y prestando a su protagonista, un magnífico Antonio Banderas-- obsesiones de su carácter, sucesos hasta ahora preservados por pudor, puede que pensamientos incluso. La sinceridad de que siempre ha hecho gala este hombre abarca desde el método de concepción de sus guiones, las referencias intertextuales y el elenco de actores y actrices con los que en cada momento mantiene buena sintonía; solo que esta vez se ha atrevido con los propios cimientos de su líbido, ciertas partes vergonzosas de su expediente sentimental y un ajuste de cuentas con el personaje de su madre.
En Dolor y Gloria hay exageración, dolor, giros extraños... pero esta vez, a diferencia de sus dramas noventeros, todo es plausible. La edad, la madurez y el tiempo convierten en admisibles las cosas raras que no acababan de cuadrar a los jóvenes protagonistas almodovarianos. Están aquí también algunos de sus rasgos de estilo habituales: reservar a actores emblemáticos para una única aparición (este vez Leonardo Sbaraglia, en un papel calcado al de Imanol Arias en La flor de mi secreto), historias de amor que acabaron mal, balances sentimentales, revisión de ciertos clichés dramáticos... pero todo tiene esta vez un aplomo, el de la edad, que se obtiene cuando conoces exactamente la distancia que hay entre tus sueños y tus realidades... Almodóvar ha encontrado el punto al drama, y creo que porque, más que nunca, ha surgido de su propia experiencia. Quizá siempre infravaloró su propia voz como instrumento de expresión en su cine... Quizá Dolor y Gloria sea la culminación de una estrategia.