Se desplaza lento y pesado sobre sus dóricas patas traseras. El rumor de su respiración fatigada relata largos años de andar por los valles violentos. Es un viejo alosaurio macho, alguna vez soberano terror de las llanuras que inundaba su rugido, ahora arrojado al exilio por un par de patas más fuertes y una centena de dientes mejor enraizados. Atraviesa la estepa que lo acoge en el destierro, portando mil cicatrices orgullosas y sólo una que es causa de vergüenza. Aquéllas son trofeos de miles de batallas ganadas. La otra, más reciente, es la marca de la derrota que lo envió al exilio.
No ha comido en varios días. Los rollizos y abundantes rebaños de herbívoros quedaron lejos de su alcance, dentro de los límites del territorio del que alguna vez fuera rey. Bajo el sol del verano eterno, lo único que acompaña a este tirano derrocado es polvo, rocas, matorrales y una mancha verde en el horizonte jurásico. Él avanza hacia el verdor, donde espera encontrar presas.
El hambre le hace recordar sus antiguos banquetes, botines de combates épicos ganados en su juventud. Al principio, cuando el alosaurio era demasiado joven e inexperto para cazar por su cuenta, él y otros cuatro machos de su edad se reunían cada vez que el hambre los llamaba a formar un grupo de caza. Incontables fitófagos sucumbieron bajo el filo de sus garras y colmillos, que por algún tiempo fueron el terror de aquel valle.
Pero crecieron. Llegó el frenesí que provocaba el olor de las hembras en celo y el deseo tanto inexplicable como incontenible de proclamarse señores de todo territorio que hicieran retumbar con sus pisadas. Pronto, cada uno de ellos fue incapaz de tolerar la presencia de sus antiguos compañeros. Estallaron guerras, verdaderas titanomaquias que nuestro viejo alosaurio ganó al derramar la sangre de sus congéneres sobre la tierra. Entonces se convirtió en rey.
Gobernó su territorio por muchos años, de los que disfrutó cada día preñando a sus hembras y devorando a sus vasallos. En esos tiempos llegó el reto de su vida, cuando una manada de apatosaurios entró en su reino. Estas descomunales criaturas eran tan fuertes que ningún carnívoro se atrevía a acercárseles, pero cuando el alosaurio las vio, deseó saborear su carne. Atacó al macho más grande de la manada, un leviatán telúrico de pescuezo trascendente y cola de azote. Durante horas, la furia de los combatientes estremeció las llanuras, hasta que el apatosaurio se vio con la garganta aprisionada entre las fauces del depredador y, sin poder liberarse, murió cubriendo de sangre a su adversario. Poderoso saurópodo, triste saurisquio, al rugido triunfal del alosaurio apostilló su último aliento. Aquélla fue la gloria máxima para el terópodo, y por los años siguientes portó altivo en su pecho la cicatriz que le dejara tal victoria.
Pero ahora el viejo titán se encuentra expulsado de aquel pasado dichoso. Famélico y sediento, su única esperanza de supervivencia es encontrar un herbívoro de buen tamaño y devorarlo mientras le quedan fuerzas.
Por fin alcanza la verdura. Se mete entre altas cicadáceas y helechos gigantes buscando agua o alimento. Encuentra un estanque, se inclina para que su enorme cabeza alcance el agua y bebe hasta saciarse. Se yergue de nuevo y olfatea; el viento le trae el olor de los fitófagos, que no deben estar muy lejos. Se mueve con sigilo entre la vegetación y descubre una manada de estegosaurios pastando en un prado. Torpes y lentos, con cada paso que dan parecen perder el equilibrio. Deberán ser presa fácil para el alosaurio, quien, oculto tras unos árboles colosales, los acecha en espera del momento adecuado para atacar.
Una estegosaurio y su cría se separan de la manada y se dirigen hacia el estanque. El alosaurio es tan voluminoso como ellos, pero estos nobles brutos tienen el cerebro tan pequeño y los sentidos tan limitados que no pueden percibir al depredador que los sigue de cerca. Los estegosaurios se inclinan para beber, oportunidad perfecta para el carnívoro, que emerge rugiendo de su escondite. La madre estegosaurio se vuelve hacia el atacante y le gruñe blandiendo su cola armada de púas.
Por unos segundos, los contrincantes se observan midiendo sus fuerzas. El uno, un carnívoro bípedo de manos pequeñas, monumental cabeza y dientes de sierra. La otra, un cuadrúpedo herbívoro, lento y estúpido, con la cabeza pequeña y el cerebro minúsculo, pero con el dorso, la cola y el cuello cubiertos de placas óseas y púas tan duras y filosas que desanimarían a la mayoría de los depredadores. El uno, loco de hambre, no piensa en el riesgo. La otra, dispuesta a morir defendiendo a su cría.
El alosaurio se abalanza sobre ésta y trata de morderla en un costado, pero la madre se mueve con rapidez y le asesta un fuerte coletazo en la quijada, haciéndolo perder el equilibrio por unos segundos. La cría huye hacia el prado y deja a su madre lidiar con el terópodo. Éste, ahora consciente de lo que está enfrentando, esquiva con destreza todos los golpes que intenta darle la estegosaurio. El depredador alcanza el cuello de su adversario y en él entierra sus agudos colmillos. Pero estos venerandos dientes que solían desgarrar las pieles más gruesas se rompen contra las placas del cuello del herbívoro. Adolorido y sangrante, el alosaurio retrocede, ventaja que el cuadrúpedo aprovecha para apuñalarlo con las púas de su cola. El vetusto lagarto se tambalea y cae herido, pero no se rinde, y antes de que la estegosaurio intente un nuevo ataque, se levanta y, recurriendo a todas sus fuerzas, con las mandíbulas sujeta la cola de su enemigo y tira de ésta hasta causar su caída. Al ver a la estegosaurio derrotada, el depredador suelta su cola y le pone una pata sobre el costado. Jadea un leve rugido de victoria, que de pronto se transforma en un gemido de dolor.
Atraído por los rugidos del cazador y por los gritos de la presa, otro estegosaurio se había acercado al campo de batalla y había ensartado las púas de su cola en el lomo del alosaurio. Colérico y frustrado, el terópodo se vuelve contra su nuevo contrincante, pero antes de que pudiera acercársele, un tercer estegosaurio lo embiste y lo hace caer. Pronto, el reptil carnicero se ve rodeado de estegosaurios furiosos que lo acuchillan con sus púas. Él se defiende como puede, con las fauces, con las garras, con la cola… Alcanza a herir a varios, pero al final, un último golpe, dado por la madre estegosaurio, lo arroja al suelo, del que ya no se levantará.
La manada se va, dejando al alosaurio molido y chorreando sangre sobre la hierba. Aún está vivo pero, inválido, no puede hacer más que sentir dolor. Los pterosaurios y los compsognatos carroñeros no tardan en llegar y él, rey antediluviano en el exilio, se extingue mientras las alimañas devoran su carne.
MIGUEL CIVEIRA
Relato perteneciente a "Las siete formas de combate", primer libro publicado por el escritor mexicano Miguel Civeira. Se trataba, según su autor, "de una colección de veinte cuentos organizados en siete secciones que representan distintas formas de enfrentarse a la vida, partiendo de un optimismo lúdico cuasi infantil que ignora consciente o inconscientemente los aspectos oscuros de la existencia, pasando por la fantasía, el misterio, la ensoñación, el dolor y el miedo para desembocar en una explosión de odio, violencia y autodestrucción".