Cuenta atrás (Countdown, 1968) no es de las mejores películas de Robert Altman, un director que ha labrado su fama con alguna que otra buena obra a principios de los setenta, un montón de títulos sobrevalorados y una presunta maestría en el uso del plano secuencia sólo reconocida por aquellos críticos americanos que no conocen la obra de Luis G. Berlanga (casi todos).
Cuenta atrás tampoco es una buena película sobre el espacio. Ni siquiera es una buena película a secas. En su visionado, hoy resulta anodina, rutinaria, alimenticia, del montón. Incluso cutre, envejecida, nacida ya antigua. Y ahí está el único aliciente para acercarse a ella casi cincuenta años después de su estreno, en el hecho de que quedó amortizada apenas un año y medio después de su estreno en febrero del 68, justo cuando Neil Armstrong puso el pie en la Luna y dijo aquello del pequeño paso para el hombre, etcétera… La película tiene otro estímulo, este mucho menor: ver juntos a James Caan y Robert Duvall antes de que Coppola los reclutara para la familia Corleone, precisamente con esta película como uno de los detonantes para pensar que su sociedad podía ser buena.
La película es completamente intrascendente: de una inoportuna vocación de ciencia ficción (la organización de un hipotético viaje a la Luna) pasó a ser en menos de un año y medio una desfasada cinta sobre viajes espaciales, en la que todo estaba acartonado, en la que la puesta en escena se vería irremediablemente superada por las retransmisiones televisivas comentadas en España por Jesús Hermida. Ese, no obstante, es también su encanto, acercarse al absurdo paseo espacial (sin que actúe la gravedad, como quien va de excursión y se le ha acabado el agua de la cantimplora) de James Caan, que transita por un satélite de cartón piedra gris oscuro, en el que, en contra de lo que las imágenes lunares demostrarían al año siguiente, las estrellas no se veían debido al reflejo de la luz solar irradiado desde la superficie lunar.
El aspecto técnico está igualmente mal solventado, aquí, es de suponer, debido a lo ajustado del presupuesto. Los medios, supuestamente de última tecnología, de la NASA (cajas de cartón con botones y alguna antena), los vehículos espaciales diseñados, la dirección artística de papel de alumnio y corcho blanco pintado, los trajes espaciales (un mono blanco que ni siquiera va adherido al cuerpo, con zapatillas de tenis), además del relato presuntamente científico de cómo va a realizarse la misión, especialmente chocante en lo relativo a cómo explicar el posterior retorno del astronauta (viaja solo) a la Tierra (de hecho la película no ofrece solución a esta cuestión; James Caan se queda allí…), son a estas alturas risibles de puro “artesanales”.
El resto del guión es asimismo banal. Los miembros de la misión Apolo reciben la noticia de que, dado el estado de la carrera espacial con los rusos y el envío por estos de una nave tripulada para alunizar, el gobierno de los Estados Unidos ha resuelto poner un hombre en la Luna, aunque sea como medalla de plata. El inicialmente elegido es un coronel de las fuerzas aéreas, Chiz (Robert Duvall), hombre experimentado que ha participado en el diseño del proyecto desde el principio. Sin embargo, cuando los políticos tienen conocimiento de que la misión rusa está tripulada exclusivamente por civiles, descartan a Chiz y eligen a su buen amigo Lee Stegler (Caan), que al aceptar la misión siembra la discordia entre los viejos camaradas. Ahí, y en un breve apunte de intriga política sobre cómo se gestiona esta sustitución, culmina el elemento dramático del guión: el desencuentro entre los dos amigos. Chiz tiene que ayudar a formarse a Lee en tiempo récord, e informa negativamente de todos los pasos de su plan de formación con la esperanza de que lo descarten y vuelvan a ofrecerle el puesto, o sea, competitividad a la americana: es decir, que se cerrarán heridas y Chiz será el mayor valedor y defensor de Lee. El otro apunte meramente esbozado es la reacción de la esposa de Lee (Joanna Moore) ante un trayecto espacial que obedece a oportunismos políticos y que cuenta con alta probabilidad de costarle la vida a su esposo. Fin de la historia.
El resto es el relato del viaje (sólo ida, al parecer la vuelta no le interesa al director) y el tributo a la amistad de los pueblos: cuando Caan aluniza (o alucina, en este caso, si hemos de atenernos al trote cochinero que emprende en erial lunar) descubre que la nave rusa se estrelló y fallecieron sus ocupantes, aunque eso no le impide recuperar la bandera soviética y colocarla junto a la americana, con chinchetas, sobre una roca… Eso, poco antes de que la película dé por concluida su propia misión lunar y deje colgado al amigo Caan allá arriba (donde, por lo visto, pasa la mayor parte del tiempo en los últimos años…).
Una curiosidad, por tanto, triple (la carrera lunar un año antes de que la realidad superara una vez más a la ficción; la pareja Caan-Duvall antes de italianizarse, y la dirección de Altman), que carece de las (por otro lado, escasas) virtudes narrativas de las mejores películas de Robert Altman. Una cinta impersonal, carente de estilo, más próxima a seriales y producciones de clase B de ciencia ficción de la década anterior, con más ilusión que medios, en la que las notas distintivas de Altman tras la cámara brillan por su asuencia. Ni largos planos secuencia, ni escenas elaboradas, ni diálogos interesantes, ni profundidad en la observación ni riqueza en la mirada. Una curiosidad amable, en todo caso, para un único visionado.