Karina Sánchez
Por Karina Sánchez / Tolstoi Librería*
(Publicado en la revista digital, La Barra Espaciadora, Quito, el 18 de agosto de 2015)
Siempre será más difícil que extrañemos los lugares genéricos, pues tienen una lógica de no permanencia y de transacción rápida. Los vínculos que establecemos con los lugares están mediados por los afectos, por las experiencias vividas.
Quito es una entelequia –me ha dicho hace poco una clienta–, decir Quito es algo muy general, algo muy amplio. Y es cierto. Lo que amamos son cosas específicas, que pueden estar en cualquier lugar.
Se han cerrado o están por cerrarse varias librerías en la ciudad en estos meses, y afortunadamente también se ha abierto una nueva. Se han escrito varios artículos sobre el cierre del local de Librimundi de la Juan León Mera, también. Pues, bien, trabajé un año en esa casa, así que con esto solo seré específica:
Recuerdo un libro llamado Naturata, de Graciela Iturbide, publicado por Toluca Editions. Siempre quise comprarlo, tenía fotografías de unos cactus y recuerdo la encuadernación y la calidad de la impresión. Me llamaba la atención particularmente una fotografía en la que había unos cactus sostenidos con unas sogas y semi envueltos en papel, me daban la impresión de ser cactus frágiles, necesitados de cuidados.
Recuerdo a mi amiga Caro en la sección infantil. Ella me hizo leer Peter Pan y Charlie y la fábrica de chocolates. Recuerdo un pin de Willy, –un personaje que me encanta de varios libros de Anthony Browne–, que apareció de la nada y que fue como un regalo. Recuerdo una conversación con Caro sobre Los puentes de Madison, de Robert James Waller –no importa cuán best-seller pueda ser–, pero casualmente las dos, una vez empezado el libro, no habíamos podido parar de leerlo hasta la madrugada.
Recuerdo mi entrevista de trabajo: dije que no tenía planes de quedarme a trabajar mucho tiempo porque algún día tendría mi propia librería. ¿Quieres ser como Sylvia Beach? , me respondió, y preguntó a la vez quien me hacía la entrevista. Sí, pensé en mis adentros.
Recuerdo el ‘rincón’ del Cris Albán. Recuerdo la foto de Paul Auster autografiada que estaba en la salita de la chimenea y recuerdo una foto que Caro y yo nos tomamos con esa foto (risas). Recuerdo el escritorio donde murió Enrique Grosse. Recuerdo la terraza de la casa, se salía por la ventana de la cocina. Recuerdo a Pepito, el guardia, que quizás los primeros 4 años (¿o fueron 7?), no pudo sentarse, luego pudo traer un taburete.
Recuerdo Apuntes autistas, de Alberto Fuguet, que me lo regaló mi amiga Caro, y recuerdo que comentamos la parte en donde describe la primera vez que dio con su primer libro de Andrés Caicedo, en una librería en Lima, La Casa Verde.
Recuerdo que cuando leí Primavera sombría, de Unica Zürn, lo recomendé vívidamente a todos mis compañeros, y que luego todos lo empezamos a recomendar a los clientes.
Recuerdo la sección de Cocina. En todos los locales donde trabajé les tuve un cariño especial a esos libros. Hojearlos era una especie de descanso. Recuerdo particularmente uno que se llamaba Ellas son chefs, era sobre mujeres chefs dueñas de restaurantes con estrellas Michelin. Una era más hermosa que la otra, ¡me hacía suspirar!
Recuerdo cuando descubrí Una locura cotidiana, libro de cuentos de Elizabeth Bishop. Era uno de los libros con sello dorado de Librimundi. En ciertas temporadas nos dedicábamos a buscar para mandarlos a saldos. Encontrar un libro con sello dorado quería decir que ese libro había pasado muchos años en la librería, pero también significaba la oportunidad de comprar libros que queríamos a precio reducido.
Recuerdo la sección de Cocina. En todos los locales donde trabajé les tuve un cariño especial a esos libros. Hojearlos era una especie de descanso.
Recuerdo al señor Hurez, un extranjero sin dentadura y de look estrambótico, educadísimo.
Recuerdo el libro de los 1001 libros que hay que leer antes de morir, y las 1001 películas, cuya contraportada tenía un fotograma de Jack Nicholson en El resplandor. Recuerdo María Sabina. La sabia de los hongos y las conversaciones con Cris sobre ese libro. Él me dijo: “Ahí están los orígenes de la poesía”.
Recuerdo cuando hubo algo así como una plaga de ratones, ¡que hizo que la librería oliera a rayos!, extrañamente, este recuerdo está ligado a la portada de Firmin, de Sam Savage en Seix Barral, justo la historia de unos ratones.
Recuerdo la primera vez que vi los libros de la editorial RM, apenas llegó el de Graciela Itrubide y Mario Bellatin me lo compré. Recuerdo los libros de la editorial 451 en el rincón al fondo del baño, o siempre en saldos, o la turbación que me causó El desierto y su semilla. ¡Cómo podía estar ese libro siempre en saldos!
Recuerdo los días en que los empleados superábamos en número a los clientes. Recuerdo la revista Artes de México y lo hermosas y costosas que eran. Nunca pude comprarme una.
Recuerdo libros de Aperture, Hazan, Nathan y Steidl, de época de la señora Marcela. Recuerdo las revistas Montaña.
Recuerdo los libros de la editorial 451 en el rincón al fondo del baño, o siempre en saldos…
Recuerdo que en dos ocasiones en ese local, y una vez en el local del Quicentro Shopping, me dijeron que me parecía a una señora de apellido Ordóñez. Ya no recuerdo su nombre, pero durante un par de semanas me intrigó tanto el asunto que la busqué por internet, conseguí su correo y le escribí contándole lo que me había pasado y si era posible que nos conociéramos. Nunca me contestó.
Recuerdo la complicidad que sentíamos con aquellos clientes que compraban los libros que habíamos leído y que queríamos leer.
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Y recuerdo cuando empezaron a llegar los peluches y los chocolates…
Recuerdo el dolor de pies por el tiempo que pasábamos parados y mi paranoia por desarrollar várices. Recuerdo que me senté junto a las gradas de entrada el día que tomé la decisión de renunciar. Llevaba un vestido estampado de color turquesa y unas mallas negras, y tenía ganas de llorar. El último día que trabajé en esa casa, salimos caminando con Caro y Ramiro, y antes de llegar a la avenida Colón, Ramiro me regaló El ayudante, de Robert Walser.
Siempre será más difícil que extrañemos los lugares genéricos, pues tienen una lógica de no permanencia y de transacción rápida. Los vínculos que establecemos con los lugares están mediados por los afectos, por las experiencias vividas. Porque una pequeña parte de mi historia de ciudad está en esa casa.
Una vez, a una señora que quería un libro para su esposo le recomendé El ensayo sobre la ceguera. Ella me respondió: “Es que él tiene un problema en el ojito”.
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*Karina Sánchez es librera. Dirige Tolstoi Librería, en Quito, hace 5 años.
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