Revista Arte
Un cantautor español ya lo dijo una vez: nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. ¿Amamos verdaderamente la verdad, o la tememos silenciosamente...? El Arte es muy posible que haya sido desde siempre el revulsivo inconsciente para eludir la verdad. ¿Qué le pasó por la mente a aquel ser primitivo que pensó en idealizar ya una triste verdad con una belleza útil?
Sin embargo, los griegos inventaron la tragedia -una forma de Arte- para purificarse de la vida. Según decían, la experiencia teatral de la compasión y de los miedos que provocaban sus representaciones dramáticas provocaban en los espectadores la purificación emocional, física y espiritual que el alma necesitaba para contrarrestrar las pasiones que sus acciones y la vida les hacían padecer. Aunque, si comparamos las dos actividades culturales, el Arte como fenómeno plástico y el Teatro como fenómeno dialéctico, el primero ha conseguido vencer al segundo a lo largo de la Historia en valor, prestigio, reconocimiento y actualidad.
Y esto, entre otras cosas, es probable que confirme la idea de que el Arte -representación artística plástica de la belleza a ultranza como medio de ensalzar lo inalcanzable- lo que persigue básicamente es hacernos el mundo menos convencional, menos material, menos sórdido y más sofisticado, más elevado, admirado y, por lo tanto, falso. ¿Nos recreamos en nuestra propia falsedad? En cuestiones sociales o morales o políticas, ¿queremos saber la verdad, la única y desnuda verdad, o más bien abogamos por un tranquilo, sosegado, acomodaticio y versátil modo de que las cosas sean?
Cuando vemos una obra Barroca del naturalismo más feroz de creadores como Rubens o Caravaggio, ¿pensamos en verdad que la sordidez de su denuncia soterrada es más importante que la belleza que destilan claramente sus colores, sus formas, su elegante y brillante forma de encuadrar magistralmente una imagen? Porque esos pintores trataron de reflejar a veces una sociedad que en nada era ideal, maravillosa, bucólica y cantarina. Pero, sin embargo, cuando visionamos esas obras barrocas, ¿qué sentimos verdaderamente al verlas?
(Óleo La Masacre de los Inocentes, 1612, Pedro Pablo Rubens, Galería de Arte de Ontario, Toronto, Canadá; Óleo Judith y Holofernes, 1599, Caravaggio, Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma, Italia.)
Sin embargo, los griegos inventaron la tragedia -una forma de Arte- para purificarse de la vida. Según decían, la experiencia teatral de la compasión y de los miedos que provocaban sus representaciones dramáticas provocaban en los espectadores la purificación emocional, física y espiritual que el alma necesitaba para contrarrestrar las pasiones que sus acciones y la vida les hacían padecer. Aunque, si comparamos las dos actividades culturales, el Arte como fenómeno plástico y el Teatro como fenómeno dialéctico, el primero ha conseguido vencer al segundo a lo largo de la Historia en valor, prestigio, reconocimiento y actualidad.
Y esto, entre otras cosas, es probable que confirme la idea de que el Arte -representación artística plástica de la belleza a ultranza como medio de ensalzar lo inalcanzable- lo que persigue básicamente es hacernos el mundo menos convencional, menos material, menos sórdido y más sofisticado, más elevado, admirado y, por lo tanto, falso. ¿Nos recreamos en nuestra propia falsedad? En cuestiones sociales o morales o políticas, ¿queremos saber la verdad, la única y desnuda verdad, o más bien abogamos por un tranquilo, sosegado, acomodaticio y versátil modo de que las cosas sean?
Cuando vemos una obra Barroca del naturalismo más feroz de creadores como Rubens o Caravaggio, ¿pensamos en verdad que la sordidez de su denuncia soterrada es más importante que la belleza que destilan claramente sus colores, sus formas, su elegante y brillante forma de encuadrar magistralmente una imagen? Porque esos pintores trataron de reflejar a veces una sociedad que en nada era ideal, maravillosa, bucólica y cantarina. Pero, sin embargo, cuando visionamos esas obras barrocas, ¿qué sentimos verdaderamente al verlas?
(Óleo La Masacre de los Inocentes, 1612, Pedro Pablo Rubens, Galería de Arte de Ontario, Toronto, Canadá; Óleo Judith y Holofernes, 1599, Caravaggio, Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma, Italia.)
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