Il mostro di Venezia, Dino Tavella, 1965, Italia
Giallo primitivo en toda la extensión de la palabra que supone la última de las dos películas del prematuramente fallecido Dino Tavella (la otra fue un título bélico del cual nada sé: Una sporca guerra) y ofrece la posibilidad de asistir a al construcción iconográfica e industrial de un género prácticamente naciente. A la altura de 1965 (hay quien prefiere avanzar la fecha un año, hasta 1966, otros retrasarla otro, colocándola en 1964) el género, se debatía entre la estricta codificación a la cual Mario Bava lo había ya sometido en la fundamental Seis mujeres para el asesino, los rescoldos góticos -producto, entre otras cosa del que sería en puridad el doble natalicio de ambos géneros: la seminal y ya magistral I Vampiri; comenzada por Riccardo Freda y rematada por Bava tan pronto como en 1956- o incluso los prestamos éticos/estéticos/narrativos del fumetto. De todos ellos, en distintas proporciones, participa este delicioso pero un tanto amodorrado Il mostro di Venezia, un film construido a golpe de intuición cuando todavía no estaba claro que era (o que iba a ser) el giallo. Tosco, átono durante la mayor parte de su metraje pero lanzado en un memorable cuarto de hora final por la vertiente más demencial del horror all’italiana.
La historia, expoliada en su idea central por al simpática producción holandesa “mid-ochentas” Amsterdamned: Misterio en los Canales (Dick Maas, 1987), se centra en los asaltos sobre jovencitas de buen ver por parte de un siniestro hombre rana que en las catacumbas de Venecia erige un museo personal a la belleza tras embalsamar a las desprevenidas. Un intrépido periodista lo pondrá finalmente en jaque con ayuda de una guapa profesora de vacaciones con las alumnas de su escuela. Casi al borde de lo insoportable durante gran parte de su metraje, entretenido en mostrar los encantos de la ciudad (una idea brillante, así y todo la de Venecia como escenario del crimen, luego recurrente en el giallo) y el cortejo empalagoso del guaperas de turno. Horriblemente interpretada, espantosamente rodad, verborreica y aftosa, solo puntual y sabiamente animado por los progresivamente audaces asaltos nocturnos del killer y las fugaces visitas a su sórdida guarida donde luce su uniforme alternativo: un costroso hábito de monje. Cuando al final se gire, ya que siempre permanece de espaldas al espectador, veremos su rostro cubierto por una máscara de calavera que le servirá para ocultarse en un cenáculo entre los esqueletos de otros monjes y desde allí atacar a la heroína. Un clímax inconfundiblemente gótico, lleno de, ahora si, atmósfera y gusto, resuelto en enérgico contrapicados, vigorosas persecuciones, aciertos escenográficos y de iluminación y en especial un banda sonora ya desbordante de Marcello Gigante (de tal calidad que consigue que toda la cinta parezca mejor de lo que es, suntuosa combinación de sonidos jazzisticos y arrebatos sinfónicos). La batalla se traslada desde el interior de los subterráneos hasta las calles de la ciudad desierta al amanecer cuando la pelea se focaliza entre el periodista y el asesino, finalmente abatido in extremis por la policía y guarda una sorpresa en forma de pesimista conclusión, inopinadamente amarga.Por lo demás el film no da mucho más que gotitas, detalles que el género explotará a conciencia casi de modo inminente: desde los falsos culpables obviamente señalados hasta la perversidad erótica -el recepcionista del hotel que cambia la habitación asignada a la más atractiva de las estudiantes no es el asesino sino un inofensivo voyeur, el verdadero villano acariciando lujuriosamente el cuerpo de una de sus víctimas en la camilla donde se cambia su sangre por líquido de embalsamar- pasando por una truculencia aquí un tanto naif todavía.
Crimen en la residencia, Antonio Margheriti, 1967, Italia-USA
En ese estado flotante de las cosas en el cual permaneció el género entre la aparición, fulgurante, de las La muchacha que sabía demasiado (1962) de Mario Bava, su posterior ampliación y codificación a colores en Seis mujeres para el asesino (1964) y la llama que precipitó la explosión encendida por Dario Argento en El pájaro de las plumas de cristal, el giallo se movió en diversos terrenos, tanteando alternativas que variaban entre la italianización del krimi aleman, la aclimatación de lo gótico, las vías erótico-morbosas abiertas por Romolo Guerrieri con El dulce cuerpo de Deborah (1967/68), contando ya con la capital participación de Ernesto Gastaldi y Lucianao Martino al guión o continuadas por Umberto Lenzi en sus títulos para/con Carroll Baker (parcialmente solapados con la venida de Argento), ya protagonista del film de Guerrieri, o las intentonas miméticas con respecto a los nuevos estándares bavianos. Participando casi por igual de esto último pero con bastante incidencia en la variante alemana (versión coloreada) Antonio Margheriti levanta este Crimen en la residencia.
Mansa y sobre-dialogada la película se pierde en todo tipo de meandros sentimentales y/o humorísticos solo animados por puntuales incursiones plásticas en el terreno que el director manejaba con mayor soltura, el del horror (o al menos la inquietud) “gotizante”. Son las escapadas nocturnas, los largos pasillos, las visitas al fabuloso decorado de esa especie de pagoda-pajarera de recargada decoración o el espléndido clímax en semioscuridad (este si genuinamente giallo: asesino sorpresa, motivaciones crematísticas absolutamente abyectas, travestismo,…) donde el verdadero talento del cineasta brilla y consigue despertar el interés de una concurrencia plácidamente amodorrada entre las cuitas amorosas del guaperas Mark Damon y la encantadora Eleonora Brown y las gracias pizpiretas (y referenciales ) de Sally Smith, alumna fascinada por los seriales de espías, las novelas amarillas y los fummeti que incluso intentará seducir al más que maduro inspector de policía encarnado por un ya venerable Michael Rennie.Así el conjunto se mueve entre plagios “bavianos” (la apertura con el consuetudinario asesinato en la bañera), erotismo de baja intensidad (el título original es Nude…si muore), detalles de rara sordidez que avisan de lo que vendrá (el voyeur que perecerá con una hoz en el estómago, el cadáver en cal viva, el plano subjetivo de un estrangulamiento desde el punto de vista del asesino…), y que llaman la atención en la entre la amabilidad luminosa del conjunto, o destellos del gusto gótico ya referido en su vertiente más light (en otro orden de cosa podría verse su previa y deliciosa El justiciero rojo de 1964 como una operación inversa: la “giallificación” de un film puramente gótico). Es decir, muchachas en desabillé acosadas por malignas presencias en espacios hermosos convertidos en amenazadores por la acción (simultanea) de la planificación y la sugestión.Rivelazioni di un maniaco sessuale al capo della squadra mobile, Roberto Bianchi Montero, 1972, Italia
Ejemplar ultramontano, de encanallado moralismo y ejemplar hipocresía/cinismo este título facturado a brochazos, cuchilladas y golpe de desnudo por el estajanovista Roberto Bianchi Montero (o solo Bianchi o solo Montero) podría adscribirse dentro de una especie de corriente pesimista del giallo que alcanzó sus mejores ejemplos, precisamente durante el arco 1971/72 gracias a trabajos de otoñal belleza plástica, sordidez doliente y derrota vital donde se adscribirían trabajos como El día negro de Luigi Bazzoni, ¿Quién la ha visto morir? de Aldo Lado, Sumario sangriento de la pequeña Stefania de Tonino Valerii o incluso la comentada en anteriores entregas ¿Qué habéis hecho con Solange? de Massimo Dallamano. Con ellas comparte una cierta impronta y de ellas resulta declinación cejijunta por la vía de extremar las peores pulsiones del género, su vertiente más pulposa y demagógica, tanto a través de su indisimulado tratamiento explotation con respecto al sexo y la violencia, como por envolver un discurso ideológico aberrante, que culmina en uno de esos finales solo posibles en el más demencial cine de los 70: tras perseguir incansablemente a un asesino de adúlteras el inspector Capuana, un patético Farley Granger, descubre su identidad, pero antes de detenerle permite que este ejecute a la última perdularia, que no es otra que la propia esposa del policía.
Curtidísimo realizador, tratante de películas de género de todo gusto y condición y ya enfocando su última etapa centrado en erotismo, Bianchi Montero filma sin gusto pero con desfachatez una historia provinciana en todos sus aspectos, que por un lado recupera casi de manera enternecedora la más venerable ortodoxia “baviana” -el asesino está caracterizado tal y como el de Seis mujeres para el asesino: gabardina, sombrero y guantes negros, además de rostro borrado por una malla en jugosa simbología múltiple-, apura ciertos aspectos entorno al sempiterno voyeurismo que vehicula gran parte de la fascinación del género -los amantes son contemplados y fotografiados por el asesino antes de actuar- y por otro anuncia ya la inminente brutalización en todos los órdenes que pronto experimentara el giallo: progresiva grosería sexual (el indescriptible Luciano Rossi personificando a un forense descaradamente necrófilo) desnudos a mansalva y escenas de folleteo sin cuento, total descuido formal, negligencia plástica, ausencia de atmósfera…Así y todo el film se deja ver, aunque solo sea por comprobar los alegres niveles de delirio y/o bajeza capaces de ser alcanzados en pos de exprimir un filón comercial. De tal modo, y a la amoral manera del film mismo, podemos disfrutar con un desfile de bellezas dispuestas al macelo conformado nada menos que por Susan Scott, Annabella Incontreta, Krista Nell, la siempre voluptuosa Femi Benussi, víctima del mejor crimen del film, aquel que tiene absurdamente lugar en un playa (sic.) y claro está la esposa del héroe encarnada por la distinguida Sylva Koscina.
Siete orquídeas manchadas de rojo, Umberto Lenzi, 1972, Italia.
Aunque como ya se refirió en anteriores entregas la aportación más sugestiva y personal al género por parte de Umberto Lenzi tuvo lugar en los años de duda “pre-Argento” a través de una serie de complicadas intrigas psico-sexuales/familiares a mayor gloria de las turbadoras posibilidades de Carroll Baker, eso no fue impedimento, ni mucho menos para que el realizador canalizase en lo posible, y como tantos otros, el fulgor de El pájaro de las plumas de cristal. Su aportación al fenómeno fue Siete orquídeas manchadas de rojo, perfecto film-ejemplo, de enternecedora ortodoxia, para explicar los rasgos arquetípicos/recurrentes del giallo en su vertiente más reconocible y/o popular. En cierto modo, la composición de lugar cuando uno se imagina un giallo en su cabeza es algo muy similar a esta película de Lenzi que con empeño y constancia repasa cada lugar, pronto común, cada giro y cada impronta plástica.
Una joven, la hoy totalmente olvidada Uschi Glass, es acosada telefónicamente al tiempo que comienzan a aparecer mujeres asesinadas sobre las cuales se encuentra siempre depositada una media luna de plata. Con la ayuda de su novio (y tras tener que fingirse muerta en curiosa variación sobre el “giro Psicosis) llegan a la conclusión de que la clave del misterio se encuentra en un suceso de su pasado que tuvo lugar en un hotel costero perteneciente en tiempos a su familia. Sobre un guión tan ejemplarmente absurdo y gratuito como intrigante. Cerrado, por supuesto, con su pertinente explicación ininteligible y contando con el casi recurrente ramalazo anticlerical del género al apurar esa figura herética, del cura asesino.Un abc del género, muestra categórica de la mecánica interna y del estándar estético de la época: carrusel de crímenes imaginativos y progresivamente violentos/morbosos (agitados con un poco de fetichismo sexual: la imagen malsanamente bella de la pintura goteando sobre el cuerpo desnudo de Marina Malfatti. Marisa Mell, aquí en un papel doble siendo “penetrada” por un taladro), set pieces de suspense casi insoportable, investigadores aficionados (el guaperas Antonio Sabato y la mentada Glass, que es, por supuesto, una modelo), pistas falsas por doquier, sospechosos tramposamente señalados, crueldad rampante y final sorpresa, formidable música ad hoc cortesía del ubicuo Riz Ortolani (recical, al aprecer de un título previo también de Lenzi rodado en 1968: Así de dulce, así de maravillosa) y un estilo visual sofisticado y llamativo, siempre colorista y chillón. Cine popular por el carril, giallo orgullosamente industrial (e industrioso), pieza de género modesta y nada desdeñable. De esas que nos enseñan que los genios y cuatro o cinco títulos canonizan un género pero que son los obreros y docenas de ladrillos los que lo solidifican y hacen posible.El asesino ha reservado nueve butacas, Giuseppe Bennati, 1974, Italia
Director veterano ya en 1974, Bennati había ganado cierto prestigio durante la década de los 50 e incluso había llegado a dirigir una co-producción española don guión del ínclito Vicente Essciva, Esta chica es para mi que emparejaba a la delicada cierva Elsa Martinelli con el hoy olvidado galán napolitano Antonio Cifariello. Tras su éxito de 1962 Congo vivo el realizador desaparece del medio para, sorpresivamente resurgir fugazmente en 1974, con vuelta inmediata al ostracismo, y entregar uno de los más personales gialli de la historia: El asesino ha reservado nueve butacas. Huis clos pirandelliano/buñuelesco que en lo obvio remite a los Diez Negritos de Agatha Christie y en los sustancial aparece como la variante amarilla de El ángel exterminador, literalmente exterminador, además. Si a alguna otra muestra del género se asemeja esta perla esa es por fuerza el Bahía de sangre de Mario Bava, con la cual comparte similar ironía brutal, un macabro sentido del humor que abarca por igual la contemplación de los mecanismos del género y una oscura concepción del ser humano. Estilizado y gustosamente sibilino el film de Benatti se satisface igualmente en violentar la entraña mundana del giallo, la preocupación por alejar en lo posible la pulsión genuinamente fantastique en base a explicaciones todo lo rocambolescas que se quieran pero plausibles dentro de la desquiciada lógica del género. El giallo podía ser absurdo, pero raramente era fantástico.
Bennati acomoda una lógica implacable, fatalista e inexplicable. Un determinismo feroz y sarcástico genialmente explicitado en el hallazgo final por parte de una sorprendida, por resucitada, Rosanna Schiaffino de que en los subterráneos, en las góticas catacumbas del palazzo/teatro las lápidas y tumbas ya estaban preparadas de antemano. Así mismo, y despertada de la muerte/sueño solo ella logrará encontrar una salida para emerger de día desde donde penetró de noche, escapando, literal y metafóricamente de una pesadilla que no podrá olvidar. Lo ocurrido durante el metraje previo es una suerte de juego punitivo, de castigo universal, casi de orden superterrenal, sobre un grupo de parásitos de alta sociedad colocados en un espacio controlado para obligarles a enfrentarse unos contar otro y contra si mismos. Desde nobles desocupados hasta artistas de la nada, pasando por burgueses aburridos y chulos sin oficio ni beneficio que se repartan villanías y vicios: drogadicción, incestos, ambición homicida, chantaje, adulterio…e incluso lesbianismo. De acuerdo a la implacable lógica sancionadora del giallo la desviación sexual es castigada y la pareja femenina será, respectivamente, aplastada por una enorme panel y apuñalada en el sexo y posteriormente clavada por el brazo en una columna de madera, procediendo a continuación a colocar a las amantes en forma de elaborado escaparatismo mortuorio, grotesco arte moderno entre el moralismo retorcido y la necrofilia exhibicionista.Si la reunión burguesa dominada por fuerzas fuera de todo dominio retrotrae tanto a Buñuel como al pasado gótico del horror italiano (territorios de ultratumba en mitad del sueño, noches varadas de las que no se puede escapar,…), esta admirable escuela está convocada igualmente por el empleo espacial y por la misma localización ominosa y decadentista del viejo palazzo. Pasillos, cortinajes, compartimentos secretos,…son todos elegantemente empleados por el director en una puesta en escena que apura lo inquietante y restalla en lo gráfico contrapesando sugerencia y explicitud y enroscándose desde la misma planificación en un ingenioso juego metaficional. Una reflexión, modesta pero reflexión, sobre la puesta en escena (el mismo teatro que sirve de epicentro escénico/dramático) y el fingimiento, sobre el engaño que supone toda ficción y el deseo del espectador de ser engañado y sobre la propia naturaleza del giallo en su afán estético/conceptual de representación de la muerte y el horror.