Los seres humanos, por mucho que creamos haber evolucionado, no dejamos de ser animales que nos movemos, básicamente, por instinto. Hay veces en que ese instinto nos motiva a ayudar a los demás, a ser creativos y a tratar de generar nuestra mejor versión. Pero en otros casos, ese instinto se vale de las técnicas de maquinación aprendidas durante siglos de aquellos que nos precedieron para convertirnos en los seres más maquiavélicos de nuestra especie.
Seres que no admiten otras reglas que las que rigen su propio interés. Seres mezquinos que siempre van muchos pasos por delante de sus homólogos y que se valen de la propaganda del desprestigio infundado de sus adversarios para justificar su ataque desmedido hacia ellos. Entre esas joyitas de la corona humana podemos toparnos con indeseables como el Calígula de la Antigua Roma, como el Atila de los Hunos, como el Napoleón Bonaparte que soñó con conquistar toda Europa y Rusia, como el Franco que convirtió su propio golpe de estado en una especie de reconquista de un país que él creía invadido por revolucionarios y maleantes o como el Hitler que quiso emular a Napoleón, pero atreviéndose a creerse Dios y a decidir quiénes eran dignos de vivir por considerarse “pura raza” y quienes tenían que morir por pertenecer a “razas inferiores” o ser productos del mestizaje.
Sin duda, en la historia encontraríamos muchas más personas que se han valido de su popularidad para liderar pueblos que acabaron pagando su fe en esos líderes con demasiada sangre inocente.
En nuestros días, si buscamos entre los que lideran o han liderado en las últimas décadas la política internacional no nos será demasiado complicado encontrar idéntico perfil en demasiados energúmenos en cuyas manos ha estado y está nuestro destino y el del planeta que nos alberga.
Imagen encontrada en Pixabay
Es curioso que, mientras para ocupar cualquier cargo de responsabilidad en cualquier sector de actividad una persona tenga que cumplir un montón de requisitos imprescindibles, para llegar a presidir el gobierno de determinados países sólo se requiera estar en posesión de un carácter maquiavélico y demostrar un elevado índice de testosterona. ¿Tal vez se deba a esto que haya tan pocas mujeres líderes en política?
En alguna parte se ha escrito que los políticos, como los pañales, deberían cambiarse a menudo, porque cuando llevan mucho tiempo en el poder empiezan a oler demasiado.
La política está pensada para que la ejerzan personas con vocación de servicio a sus pueblos, no para servirse de esos pueblos para vivir como un rey o como un dios. Porque entonces deja de ser política para convertirse en una tiranía.
En la buena política la principal herramienta de trabajo es el diálogo, seguida de otras no menos importantes como la diplomacia, el cumplimiento de los acuerdos internacionales, la negociación o los pactos de no agresión. Todo esto, mientras se respeta, nos garantiza poder dormir tranquilos. Pero cuando alguien se empieza a saltar arbitrariamente las reglas pactadas y opta por utilizar sus propias herramientas de trabajo la seguridad se resquebraja y empiezan a sonar los tambores de guerra.
Cuando alguien está al frente del gobierno de un país debería tener el autocontrol suficiente como para no dejarse llevar por arrebatos de rabia o subidones de testosterona a la hora de tratar con sus oponentes. Cuando sobre una mesa de diálogo se ponen las bombas y los tanques, deja de ser una mesa de diálogo para convertirse en un campo de batalla en el que, curiosamente, no se van a enfrentar cuerpo a cuerpo los que fracasan a la hora de dialogar sino dos pueblos que no tienen nada que reprocharse el uno al otro, pero a los que ya se encargarán de adoctrinar a base de propaganda envenenada para que se maten unos a otros, como si no hubiera un mañana.
La guerra es la peor excusa para no intentar entendernos, para enrocarnos en nuestra manía de no dar nuestro brazo a torcer y en nuestras ambiciones más perversas.Invadir un país, destrozar sus casas, sus escuelas, sus aeropuertos. Atropellar coches que circulan por la calle con un tanque o provocar que las familias huyan despavoridas sin saber muy bien hacia dónde o que se escondan en los sótanos o en las zonas de sus casas más alejadas de las ventanas. Son escenas que hemos visto demasiadas veces en demasiadas guerras recientes. Pero no deberían volver a repetirse una y otra vez. En un mundo globalizado, en el que todos dependemos de todos, empezar a tirarnos bombas unos a otros es lo menos civilizado que podríamos hacer. Aquí la gente que sobra no es precisamente la que huye del conflicto o se resigna a sufrir sus consecuencias, sino aquellos que lo han provocado desde sus lujosos despachos.
Putin se permite la desfachatez de desacreditar a los gobernantes de Ucrania tildándolos de “pandilla de drogadictos y neonazis”.¿Puede retratarse peor el gobernante de un país que se tenía por una primera potencia mundial? Cuando alguien de su nivel se vale de golpes tan bajos para atacar a su oponente se desacredita totalmente él mismo. ¿A quién cree que está engañando a estas alturas este pobre macho alfa venido arriba?
Aunque la culpa tal vez no se la debiéramos atribuir toda a él, sino a su séquito. Tal como ocurrió con Hitler, la ambición y la testosterona de un solo hombre no tienen la capacidad de provocar todo el daño que acaban provocando sin la colaboración necesaria de quienes le sostienen en el poder: sus ministros, su partido y los oligarcas que le apoyan. Ellos son los que le permiten pavonearse ante el resto del mundo con esa chulería y ese despotismo que le confieren esa aureola de fanático que se cree por encima del bien y del mal.
Como en sus días hicieran Napoleón y Hitler, Putin quiere el mundo y lo quiere ahora. Tal vez sueña con convertirse en el último emperador y no se corta un pelo a la hora de amenazar no solo a los países que hasta antes de la década de los noventa integraron la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. También se atreve con Suecia y con Finlandia. Y esto no ha hecho más que empezar.
O alguien le para los pies a este fanático pendenciero o vamos a tener que lamentar mucha más destrucción, muchas más muertes de inocentes y muchas más crisis de refugiados, mientras la economía mundial se desploma debido a la incertidumbre que siempre generan las guerras en los inversores.
El mundo actual no puede moverse a merced de los caprichos de ningún psicópata, que nunca ha tenido ningún problema para deshacerse de los disidentes de su propio país. Los criminales deben estar en las cárceles, no presidiendo gobiernos.Para quienes hacen oídos sordos y los secundan en sus planes diabólicos no valen las excusas de que obedecen órdenes de su superior. Siempre serán sus cómplices necesarios y, por tanto, tan criminales y culpables como ellos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749