La luna es azul (o mejor, La luna está triste) es una pequeña, osada y deliciosa película surgida en ese convulso tiempo en que la dictadura de los estudios de Hollywood comenzaba a declinar, tocados tanto por las nuevas formas de negociar los contratos con las estrellas como por las leyes antimonopolio que les obligaron a deshacerse de sus cadenas de cines por todo el país. De esta aparente debilidad de las majors y minors de toda la vida nació una nueva forma de hacer cine en la que otras caras y otras productoras, lanzadas por actores y directores consagrados, compitieron con las marcas hollywoodienses de siempre, a menudo reducidas al papel de simples distribuidoras. Otto Preminger, el cineasta de origen austríaco, concibió y desarrolló la película a partir de su productora privada y además se hizo cargo de la dirección, lo que supone una implicación personal en un proyecto que resulta atípico en su extensa carrera por adscribirse a ese subgénero algo empalagoso y cursi que es la comedia romántica.
Por supuesto, en los cien minutos de metraje hay espacio para el azucaramiento propio de estas historias, si bien concentrado en el preludio y el final, localizados ambos en el observatorio del Empire State neoyorquino. Todo el largo tramo central, sin embargo, es un atrevido, divertido y a veces incluso hilarante embrollo de esencia teatral en el que cuatro personajes se cruzan y desencuentran en el apartamento de Don Gresham (William Holden), apuesto treintañero, soltero y bien situado, que acaba de romper su relación con Cynthia (Dawn Addams), la atractiva hija de su vecino David (David Niven). Debido a la lluvia y a un pequeño percance doméstico, en vez de ir a un restaurante, Don termina por cenar en su casa con la muchacha que acaba de conocer en el Empire State, Patty O’Neill (Maggie McNamara), una joven dulce, ingeniosa, tradicional y temperamental que le ha deslumbrado con su elocuencia, su particular lógica y su espontaneidad. Pero los celos y el resentimiento de Cynthia, sus maniobras para lograr que Don vuelva con ella, y la ambigua y sarcástica relación que Don sigue manteniendo con su padre, complican sus planes. La instantánea inclinación que David siente por Patty termina de multiplicar el conflicto soterrado cuyo epicentro es tratado de manera bastante explícita para la época, y que no es otro que el sexo y las relaciones de pareja. Y es que los acerados y rápidos intercambios verbales entre los personajes, referidos a las relaciones entre hombres y mujeres o a la falta de ellas, son el tema central, y la clave en la que hay que interpretar el acercamiento entre Patty y Don, y también la intromisión de David.
Valiente y moderna para tratarse de una comedia sentimental de mediados de los años cincuenta, inusualmente capaz de bordear el filo de la censura para hablar abiertamente de sexo con palabras amables y blancas pero absolutamente elocuentes, certeras y demoledoras, la película manifiesta unas equívocas raíces teatrales. Limitada a unos escenarios muy concretos (la azotea del Empire State, rodeada de niebla y recreada en estudio; las diversas estancias de los apartamentos de Don y de David, y las zonas comunes de vestíbulos, escaleras y ascensor) por donde los personajes pululan en su agotador trasiego nocturno, la importancia del argumento, los diálogos y las interpretaciones sobre su traslación a lenguaje puramente cinematográfico invitan a pensar en la adaptación literaria a partir del teatro, cuando en realidad se trata de un guión original escrito directamente para la pantalla por F. Hugh Herbert. Las gran baza del film, además el argumento, está en el reparto encabezado por un William Holden que se encontraba en pleno despegue como estrella (Óscar por su papel protagonista en Traidor en el infierno -Stalag 17- de Billy Wilder; estrella protagonista del excelente western de John Sturges Fort Bravo y con un par más de películas, algo menores, estrenadas el mismo año), un David Niven que vuelve a demostrar su contrastada clase para interpretarse a sí mismo sin dejar de dar vida al personaje escrito en el guión, y, sobre todo, la gran sorpresa que constituye Maggie McNamara (nominación al Óscar incluida), una prometedora actriz cuyo recorrido fue mucho más corto del esperado: además de volver a trabajar con Preminger en El cardenal (The cardinal, 1963) poco más cine atesora en su carrera, limitada casi por entero a la televisión. El carisma de los intérpretes y su forma de encajar con unos diálogos brillantes y llenos de ironía y humor negro que se lanzan como dardos contra instituciones como el matrimonio, cultos como la virtud asociada a la virginidad, o los modelos de vida social y los rituales de apareamiento entre hombres y mujeres, hacen de esta película una obra fresca, dinámica y estimable que, si bien no destaca por sí misma como producto cinematográfico entendido en términos de lenguaje audiovisual (aunque estuvo nominada también al Óscar por el montaje), sí proporciona un entretenimiento digno e inteligente, en el que la diversión roza y supera en algunos momentos la carcajada.
Los momentos cursis (empezando por la canción central del film, a su vez nominada -aunque no se sabe por qué- al Óscar) quedan relegados al prólogo y al epílogo, ambos prácticamente prescindibles a no ser por la presencia de Maggie McNamara, que se come a Holden en todo momento. Y, para el espectador español, vale la pena reseñar la presencia del mallorquín Fortunio Bonanova, una de las joyas españolas en la aportación de actores de reparto a Hollywood durante el periodo clásico, en un pequeño pero carismático papel (como todos los suyos) de presentador televisivo. En suma, una interesante película en la que el cinéfilo avezado quizá descubra algún punto de conexión con la futura obra maestra de los amores (y desamores) domésticos, El apartamento (The apartment, Billy Wilder, 1960).