Ya sea por el original dirigido por Gerd Oswald en 1956, ya por el remake de los noventa protagonizado por Matt Dillon, el momento cumbre de Un beso antes de morir / Bésame antes de morir (A kiss before dying), es bien conocido: el joven guaperas y romántico besa a su chica en la azotea de un alto edificio administrativo justo antes de darle un empujón para que descienda en picado y se haga tortilla contra el asfalto. Y es que Bud Corliss, un muchacho apuesto, encantador, educado, estudiante de español e hijo devoto de su madre, es una caja llena de sorpresas, casi todas malas. Bajo esa fachada de chico sensible y sensato, apto para ser adorado por las abuelas de sus novias, se esconde una mente ambiciosa y calculadora que no deja de maquinar procedimientos para alcanzar aquello que constituye su máxima aspiración: dinero, mucho dinero, montañas de dinero, y una vida de lujos, comodidades y excesos en ambientes exclusivos. Para ello no escatima en medios; ni siquiera le hace ascos al crimen, cuya naturaleza explora en múltiples vertientes…
Basada en una novela de Ira Levin (autor también de La semilla del diablo o Los niños del Brasil, ambas llevadas al cine en las décadas siguientes), los 91 minutos de la película de Oswald contienen dos partes bien diferenciadas, tanto por el pulso y la intensidad del relato como por la calidad final del conjunto. La película nos mete de lleno en la acción: en un dormitorio de estudiantes universitarios, Dorothy ‘Dorie’ Kingship (Joanne Woodward) se sincera con su novio, Bud (Robert Wagner) antes de llevar a cabo su proyecto de una boda clandestina. Dorie confiesa a Bud que, a pesar de las apariencias, ella no tiene dinero, y que la fortuna de su padre proviene de la herencia recibida de su primera esposa, a la que heredó a su muerte, y que el capital íntegro pasará a manos de su hermanastra, Ellen (Virginia Leith). Eso, por supuesto, no afecta para nada al amor que Bud siente por ella, y tras los consiguientes arrumacos y besuqueos, deciden seguir adelante con sus planes. Sobre el papel, claro, porque a Bud el noviazgo ya no le sale rentable, y decide por su cuenta cortarlo de raíz. Astuto y manipulador, ha conseguido mantener en secreto su noviazgo con Dorie, de modo que deshacerse de ella puede salirle gratis: no hay nadie que pueda relacionarlos, por lo que cualquier investigación criminal pasará de largo ante él. Después de conseguir, a través de una traducción del español, que Dorie le escriba de su propia mano una nota de suicidio, y de un primer intento con veneno que fracasa, opta sobre la marcha, casi sin tiempo antes de solicitar la licencia matrimonial, aprovechar la altura del edificio del ayuntamiento para arrojar a Dorie desde arriba. Su plan funciona, y ya tiene vía libre para buscarse otra chica. El desconcierto de la policía es total, y las pesquisas dirigidas por el joven Gordon Grant (Jeffrey Hunter, gracioso con sus gafas de pasta y su pipa de tabaco) se agotan en el anterior novio conocido de Dorie, Dwight (Robert Quarry), un locutor de radio. El punto muerto en las investigaciones no termina de convencer a Ellen del suicidio, y empieza a hacerse suposiciones, aunque anda muy ocupada porque le consume mucho tiempo la relación con su nuevo novio, un joven guaperas y romántico, un chico sensible y sensato, apto para ser adorado por las abuelas de sus novias…
Precisamente se sitúa en ese nudo, la presentación del nuevo novio de Ellen, el punto de inflexión de la película en cuanto a tratamiento del suspense y profundidad de la mirada. Hasta ese instante, Oswald ha llevado la narración con buen pulso, manejando a su antojo y con efectividad las claves del suspense. No sólo ha construido un personaje siniestro y psicopático con ese Bud magníficamente interpretado por Wagner, sino que ha elaborado secuencias de gran mérito. Por ejemplo, la aventura de Bud en la Facultad de Farmacia, sus maniobras para colarse en el cuarto donde se guardan los productos químicos, los medicamentos y los venenos, y todo el episodio que le lleva a conseguir las píldoras que deben matar a Dorie. Fenomenalmente rodada, consigue, en la mejor línea de Hitchcock, invertir la carga del interés del espectador de modo que éste no puede evitar colocarse en la piel del futuro criminal, angustiarse por el incierto éxito de la misión de Bud, el cual está a punto de ser descubierto en varias ocasiones. Este tono se mantiene a lo largo de toda esa primera parte de metraje, y abarca desde la famosa secuencia de la azotea, en particular cómo Bud consigue llevar hasta ella a Dorie y cómo busca un lugar adecuado para su crimen, hasta las iniciales investigaciones de Ellen, que le llevan a Dwight y el fenomenal -en términos cinematográficos- desenlace de la historia en lo que a este personaje afecta. El colofón de esta vertiente tiene lugar en la escena de la biblioteca de la casa de los Kingship, cuando es presentado al público el nuevo novio de Ellen.
A partir de este momento, no obstante, la historia no deja de decaer. Se introduce un apunte de rivalidad amorosa en el interés que Grant siente por Ellen, pero no se llega a desarrollar en sus posibilidades, lo que en parte constituye un acierto al huir del tópico del triángulo amoroso entre la joven inocente, el delincuente y el policía que lo busca, pero que le resta interés dramático al conjunto al no ser sustituido por ningún otro elemento narrativo, ni con el enfrentamiento de Ellen con su padre (George Macready, cuyo desprecio por Dorie no llega a explicarse adecuadamente) ni las evoluciones de su nueva relación amorosa, ni con las relaciones del propio Bud con su madre (Mary Astor, pelirrojísima). La caza del asesino simulador de suicidios se basa demasiado en el talento recién descubierto de Ellen para la investigación criminal; sus reflexiones, que por su profesión deberían partir del detective Grant, no son extremadamente complicadas a la vista de los hechos conocidos por los personajes, y llama la atención, para mal, que la policía no haya podido llegar a esas conclusiones y abrir otras líneas de investigación por sí misma. Sin embargo, es el interés de Grant por Ellen, más que los detalles del caso, lo que le lleva a su casa familiar y a involucrarse de nuevo en la investigación, pero su participación descansa en un elemento excesivamente débil: un encuentro casual con Dorie y la vista a lo lejos de Bud, al que reconoce sin ninguna duda después de muchos meses de su primer, único y lejano encuentro, al tropezarse de nuevo con él.
Desde aquí, la trama se convierte en algo lineal. Pierde su virtud inicial, la construcción a partir de puntos de vista distintos, de interpretaciones divergentes de los mismos hechos, y se centra básicamente en dar forma a los mecanismos por los que Ellen y Grant deben adivinar la identidad del asesino y lograr su captura. Una vez más, es el personaje de Ellen, y de manera más que precipitada -un paseo romántico por el negocio minero familiar se convierte, después de apenas dos ideas y tres cortas frases de guión, sin que las previas sospechas, si las había, tengan adecuado reflejo en la película, en un interrogatorio acusador y en una lucha por la supervivencia-, quien lleva la voz cantante en la resolución, sin que los otros eslabones de la cadena, la llegada final de Grant y del padre de Ellen, queden suficientemente justificados. Por último, el desenlace material del personaje de Bud, coherente sobre el papel, imbuido de esa rectitud moral procedente de la deliberada confusión entre justicia y venganza que propugnaba el Código Hays, es llevado a la pantalla de manera torpe y poco imaginativa, de modo que resulta una auténtica chapuza técnica incluso para la época.
Sin embargo, en conjunto resulta un filme de intriga más que estimable, en el que Wagner diseñó el personaje en el que quedaría encasillado prácticamente el resto de su carrera, y que descubrió al gran público el talento de Joanne Woodward, la mejor interpretación, con diferencia, de la película. Igualmente, conviene destacar la fotografía en color de Lucien Ballard, que consigue que los ambientes diáfanos y soleados puedan resultar tan lúgubres e inquietantes como las sombras del cine negro, y la música de Lionel Newman, que acompaña perfectamente los momentos de tensión criminal que rodean al personaje de Bud.
La mejor obra, sin duda , de Gerd Oswald, en cuya carrera pesa más la televisión que la dirección cinematográfica, y que resulta muy superior a su nueva versión de principios de los noventa.