David Foenkinos (n. 1974), escritor francés con una trayectoria literaria en fase de consolidación, se ha lanzado --junto con su hermano Stéphane-- a la adaptación de una de sus novelas: La delicadeza (2011). Es su primera incursión en el largometraje y hay que decir, para los que se cansan pronto de leer, que no lo ha hecho nada mal. El libro fue la sensación de la temporada en Francia hace dos años, llevándose todo tipo de premios y recibiendo toda clase de parabienes especializados y populares. Como no la he leído no sé si se debe a su calidad literaria o al acierto de haber tocado un punto débil de nuestra educación sentimental: la necesidad de comportarse con naturalidad, sacudirse la pulsión de la lujuria a primera vista y ser uno mismo, ser sensible, ser, en fin, delicado. O puede que el secreto de su éxito sea una combinación de ambas cosas; o de ninguna, y que la película haya explotado lagunas que el texto omitía. No sé. La película, eso es seguro, conmueve sin necesidad de cargar las tintas o de recurrir a la babosería propia del género.
Tras un cuarto de hora inicial bastante convencional y errático, quizá porque es la parte que ya conocemos por la sinopsis y nos resulta fácil adelantarnos a los acontecimientos y a la forma de presentarlos, tras desviar la atención del espectador con un interesante personaje-señuelo, entra en escena Marcus, la versión sueca del Smith Jerrod de Sexo en Nueva York (1998-2004), con la diferencia de que no es el típico tío bueno, sino una persona del montón (y no precisamente de los de la parte de arriba).
Cuando la trama principal finalmente arranca (con el episodio quizá más absurdo y difícil de encajar en el tono realista del resto de la historia) nos adentramos en un recorrido que la mayoría conocemos perfectamente (aunque sea parcialmente) y en el que detectamos sin esfuerzo las actitudes que sobran y las que suelen faltar. Con un énfasis en el montaje musical que recuerda bastante a Ally McBeal (1997-2002), la música se encarga de llegar donde no alcanza el despliegue narrativo, supliendo el análisis con estados de ánimo que apelan a lo instintivo. Así es difícil que nadie se quede atrás.
El último tercio de película --especialmente la última escena-- se beneficia de todos los aciertos previos: Nathalie (Audrey Tautou) siente que debe regresar a la parte de su pasado en la que fue feliz y enfrentar a Marcus con ella (recuerdos de infancia, su abuela, juegos, lugares, sensaciones). Para ella es una forma no sólo de cerrar definitivamente la parte de su vida que tiene que ver con François (su anterior marido fallecido), sino de poner a prueba a Marcus (y a ella misma). A esas alturas de película hemos aceptado que la delicadeza es una forma natural de comportarse (cuando en realidad es un valor en total regresión) que reporta evidentes beneficios.
Es más, como condición necesaria para entregarse, los hombres como Marcus están encantados de formar parte de semejante proceso, no sólo porque están convencidos de que saldrán airosos, sino porque les encanta comprobar que todavía hay mujeres que necesitan reconstruirse gracias a ellos. La delicadeza que propone el filme es precisamente la parte que queda al margen de la presión sexual habitual en el inicio de toda relación, un mundo en el que se ha eliminado sin esfuerzo la necesidad de un encuentro sexual como paso previo a la entrega sentimental, que es lo que propone la comedia romántica anglosajona. La delicadeza pone en primer plano lo que para el cine estadounidense queda reservado para después del primer revolcón: conocimiento mutuo a base de encanto, sensibilidad y unos cuantos toques de rareza, ridiculez e inconveniencia arrolladores. Esta inversión de términos es probablemente la clave del éxito de la película entre un público de mediana edad con mochila sentimental bastante cargadita, y también explica que emocione y funcione como la hace ese final tan literario (voz en off incluida).
Quizá el éxito de la novela y de la película, quitando todos los comodines del azar y de la ficción, consista en devolver la esperanza a millares de personas en plena travesía del desierto sentimental. Es como si La delicadeza les confirmara varias intuiciones no verbalizadas por temor a admitir que su realidad es una pesadilla: la banalidad y la superficialidad --aun así necesarias-- no deberían llenar todo el mercado de las relaciones. O, en todo caso, cuando se superen ambas barreras, admitir que habrá que tirar de valores completamente en recesión, aun a riesgo de parecer carcas, cutres o anticuados.
Nota final sobre la Tautou: puede que no sea la mejor actriz del mundo, puede que en su evidente look de inspiración hepburnesca (con la que comparte precisamente nombre) haya evidentes errores de vestuario y de técnica interpretativa; pero es innegable en poder hipnótico de su mirada. Quizá ahí resida su encasillamiento en determinados papeles y la dependencia de directores que sepan comprender todo esto. Lo que es seguro es que La delicadeza, sin Audrey Tautou no habría provocado las mismas reacciones.