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Anatomía del colonialismo: Marchar o morir (March or Die, Dick Richards, 1977)

Publicado el 09 noviembre 2020 por 39escalones

Anatomía del colonialismo: Marchar o morir (March or Die, Dick Richards, 1977)

Un reparto de campanillas (Gene Hackman, Catherine Deneuve, Max Von Sydow, Ian Holm y… bueno, también Terence Hill, además de la música de Maurice Jarre) y una buena premisa de guion no son en absoluto garantía de un buen resultado final y la intención, en este caso, no es lo que cuenta. Esta película británica de 1977, coproducida y distribuida por Columbia, serio e infructuoso intento de emular la espectacularidad y la profundidad de anteriores superproducciones ubicadas en coordenadas similares, fracasa justamente en lo más importante en una obra de estas características, las relaciones entre texto y subtexto: mientras el primero intenta abarcar demasiado sin llegar a desarrollar nada por completo -una historia situada en la Legión Extranjera francesa al modo del clásico Beau Geste (la relación entre oficiales y tropa, la convivencia entre soldados de procedencia multinacional, la disciplina férrea y los combates en las arenas del desierto contra los rebeldes capitaneados por Abd el-Krim), el romanticismo de un amor prohibido o, como poco, dificultoso, el gusto por la aventura…-, el segundo (el empleo de los diversos recursos dramáticos y narrativos para ejemplificar en este caso concreto el mundo colonial que va del Congreso de Berlín de 1884-1885, que supuso el reparto de África entre las potencias coloniales europeas, a los procesos de descolonización que arrancaron tras la Segunda Guerra Mundial y continuaban en la época del rodaje e incluso se prolongaron después) resulta demasiado vago, tópico y superficial, y así la película no logra erigirse en ningún momento en parábola de un periodo histórico tan fundamental en la conformación del mundo actual y del tejido de relaciones económicas, sociales y culturales de la vida moderna.

El argumento enlaza el final de la Primera Guerra Mundial, en pleno proceso de repatriación de soldados y de prisioneros, con las cajas de reclutamiento para dotar de hombres a las fuerzas coloniales francesas en Marruecos y el África Occidental Francesa. Excombatientes franceses y foráneos, entre ellos muchos de entre los recientes enemigos alemanes, y no pocos convictos y condenados a presidio copan los trenes que se dirigen al sur, a los puertos de Marsella y Toulon, para embarcar hacia Tánger, Orán o Argel. En ese contexto, el Gobierno francés escoge al mayor Foster (Gene Hackman), un americano que tras abandonar el ejército de su país debido a un turbio asunto del pasado ejerce de comandante en la Legión Extranjera, para que escolte con una compañía de sus tropas a una expedición arqueológica que busca reabrir un yacimiento excavado en el desierto, perteneciente a la necrópolis de una antigua personalidad cuyo recuerdo nutre a su vez el discurso nacionalista, de corte casi mesiánico, de Abd el Krim (Ian Holm), que ha levantado a las distintas tribus del Rif contra los franceses y aspira a que se unan a él las del resto de Marruecos. A los reclutas de Foster se ha unido un ratero que huía de la policía, Marco Segrain (Terence Hill), y en el mismo barco viaja una enigmática mujer (Catherine Deneuve), hija de uno de los arquelógos asesinados por los rebeldes, que se dirige sola hacia el corazón del desierto. La hermosa rubia llama la atención tanto de Foster como de Segrain, y también del director de la expedición (Max Von Sydow).

Establecida la línea argumental y planteado el triángulo masculino que converge en el vértice femenino de la trama, la película pasa al segundo tramo, la ciudad del desierto donde se levanta el fuerte en el que todos empiezan a convivir. La dura disciplina del régimen de vida militar, la instrucción, los adiestramientos, las largas marchas y las patrullas curten a los hombres para la batalla pero también se cobran sus víctimas. En este punto, tan importantes son los lazos que se establecen entre los nuevos reclutas como el rechazo a la inhumanidad del comandante Foster y de sus suboficiales, así como la incomprensión de la mujer hacia el rigor y la crueldad castrenses. Como contrapunto, las noches en el café o los escarceos amorosos, románticos o de pago, sirven, en teoría, para cimentar y desarrollar las relaciones entre los cuatro protagonistas, pero el antagonismo de los masculinos y el romance entre la dama y Segrain no terminan de cuajar, no explotan ni la sensibilidad ni el drama, no se abunda en la complejidad de la situación ni se lleva hasta las últimas consecuencias, más allá del tópico del oficial estricto y el soldado que sufre su vengativa disciplina. Este extremo conduce al desenlace, la partida hacia el lugar de la excavación y los distintos encuentros con las tropas de Abd el-Krim, que no es ningún bárbaro sediento de sangre ni un iluminado religioso, sino un hombre pragmático que utiliza los cebos del pasado (la tumba y lo que representa) para dotar de una causa y dominar la carne de cañón que usa para sus fines personales. Así, ninguna sensibilidad política recibe un trato amable, ya que ni colonizadores ni colonizados son descritos desde el punto de vista de la hipotética justicia o legitimidad de sus respectivas causas (el presunto ánimo civilizador de unos y la teórica persecución desinteresada de la libertad por los otros), sino a partir de los efectos que sus aspiraciones producen, y que vienen a ser la dominación y la esclavitud por parte de los primeros y el sacrificio de vidas en el altar de una ambición personal repleta de pretextos por parte de los otros. Es Foster, otro pragmático, esta vez americano, quien haciendo caso omiso de los intereses de Francia y con el ánimo conciliador del que comprende los argumentos de los rebeldes el que intenta tender puentes de entendimiento que eviten la guerra y la muerte y que conduzcan a la convivencia pero, naturalmente, los egoísmos de unos y otros hacen su intento insostenible. Paradójicamente, es aquí, en la pérdida de toda posibilidad de arreglo pacífico y en el heroísmo que implica luchar por él a pesar de ello, de cumplir con el deber de matar y morir a pesar de haber intentado evitarlo, y en la lejanía física de la mujer que ambos, se supone, aman, es donde las figuras de Foster y Segrain olvidan sus resentimientos y se encuentran, no desde la reconciliación y la amistad explícitas, sino desde el reconocimiento callado, el sobreentendido mudo, la rectificación sentida, identificación que cristaliza en un final fordiano próximo al de Fort Apache.

La batalla final, el asalto a vida o muerte, espectacular dentro de la modestia de una producción que pretende pasar por más ambiciosa de lo que llega a ser, viene a subrayar la inutilidad del enfrentamiento y la única salida posible, el encuentro y el entendimiento mutuos entre colonizadores y colonizados, eso sí, apartando antes a quienes desde ambas posiciones obstaculizan esta posibilidad. Sin embargo, son muchos los aspectos sobre esta cuestión que la película descuida o elude, y que van de la explotación y la imposición de un régimen de conquista y de saqueo de los recursos económicos y naturales de los colonizados a las distintas posturas entre estos frente a la colonización, desde quienes la combaten hasta quienes se benefician o incluso se aprovechan de ella frente a sus compatriotas, esclavizándolos y explotándolos tanto como los extranjeros ocupantes. En cualquier caso, la película apunta diversas líneas de reflexión y desarrollo argumental sin llegar a profundizar y completar ninguna excepto la relación entre Foster y Segrain, y supuso un retroceso para Dick Richards, que venía de hacer su mejor película, una adaptación de la novela de Raymond Chandler Adiós, muñeca (Farewell, My Lovely, 1975) con Robert Mitchum, Charlotte Rampling y John Ireland, y solo filmó tres títulos más. Tampoco significó la esperada apertura de una carrera seria en el cine americano para Terence Hill, que no fructificó, y además se quedó corta como paso en el afianzamiento de Catherine Deneuve en Hollywood, que en los ochenta se vería definitivamente truncado.


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