Revista En Femenino

Ancas de rana, patas de gallina e insectos crujientes

Por Expatxcojones

Ancas de rana, patas de gallina e insectos crujientes

Yo en la Muralla China, Pekín, 2010.


Metáfora de un tránsito XIcalle nosécómoseescribe, nosécómosepronuncia, Shanghái, China
Acabo de aterrizar en el aeropuerto internacional de Pudong. Nadie viene a recogerme. Llevo un trozo de papel con la dirección a la que debo dirigirme. También un número de teléfono. De un tal Joaquín, El conseguidor, que dice mi jefe. Doy con un taxista, que por suerte chapurrea el inglés, le muestro las señas de mi destino y nos adentramos en la ciudad.
Shanghái. ¿Cómo describirla? Se han escrito miles de páginas sobre ella. Me ceñiré a lo esencial. Es una metrópoli descomunal. La ciudad más poblada de China, con 20 millones de habitantes. Desde la ventanilla del coche veo edificios, casas, y rascacielos. Muchos rascacielos. También un río, con el agua de color marrón y por el que circulan algunos buques de mercancías. Más de cuarenta minutos después de haber salido, el conductor detiene el automóvil. Hemos llegado.
Joaquín —En la cuarentena. Barba rala. Catalán que habla español— es un tipo simpático pero peculiar. Tiene labia y don de gentes, capacidad de organización y dedicación al trabajo, descubriré, en seguida, que muy poca. Lo primero que me dice es que no ha podido comprar el equipo.
—Pero bueno… como eres tú quien lo va a utilizar, mejor te encargas tú de hacerlo ¿no?
Esta será la tónica de nuestra colaboración. Joaquín le pide a su asistente, una china a la que me presenta como Yolanda, que me acompañe hasta mi nueva casa. Él se despide, tiene otros compromisos, dice.
De camino al apartamento, Yolanda, que habla un español bastante fluido, me explica que es periodista deportiva. Que acaba de empezar a trabajar con Joaquín. La ha contratado para que sea su ayudante en este proyecto—chica para todo—.
Igual que yo, Joaquín ha sido contratado por el ayuntamiento de Barcelona para trabajar en el pabellón que la ciudad ha instalado en la Exposición Universal de Shanghái.  Se inaugurará, por todo lo alto, en dos semanas.
Mi nuevo hogar se encuentra en un complejo de viviendas, en el barrio de Puxi. Me han asignado un apartamento en la planta número catorce. Para abrir la puerta hay que poner una tarjeta y una clave, como en los hoteles. A priori, lo que veo me agrada. Dos habitaciones, ambas con grandes cristaleras y vistas a los pabellones. Un salón comedor de diseño. Televisión de plasma de proporciones gigantescas. Un cuarto vacío, donde montaré mi pequeña redacción. La cocina. Un baño de lo más moderno. Un aseo. Y un par de terrazas.
Con el tiempo, los listones de madera del suelo empezarán a levantarse. Los armarios con guía pasarán a abrirse con dificultad. Se atascará el desagüe de la ducha y tendremos que llamar al fontanero para que nos arregle el calentador.
Las dos semanas de aclimatación se esfuman sin que me de cuenta. Después de hacer un breve reconocimiento del barrio —alejado del centro, pero situado estratégicamente frente a la entrada de la Expo— salgo con la cámara por la ciudad. Grabo algunas imágenes para probar el quipo, el ordenador, los envíos vía ftp y evitar futuros problemas que puedan surgir. Mientras último los detalles pienso en cómo serán mis nuevos compañeros de trabajo.
Llaman a la puerta. Me acerco a abrir. Ha llegado puntual y sin incidencias. Como la crisis en España sigue su curso descendente, el Kalvo no ha conseguido encontrar un trabajo acorde a sus expectativas. No es sólo por eso que ha venido. Hay otro motivo. Más importante. Fue irme y enterarnos de que íbamos a ser padres.
Mientras el Kalvo ve qué puede hacer con su tiempo, yo me encargo de cubrir todos los eventos que se organizan en el pabellón de Barcelona. Hay que producir noticias cada día. De los visitantes. De las actividades. De un montón de actos y personalidades invitadas. Creativamente hablando no es que me motive lo más mínimo, la verdad. Pero me pagan una pasta, soy mi propia jefa, y no quería desaprovechar la oportunidad de currar en el extranjero.
En el equipo que ha venido desde Barcelona hay gente de lo más variopinta. Un joven arquitecto. Guaperas y chulito. Una mujer de mediana edad, sosa e incompetente. Unos azafatos a cuál más friki… En ellos no voy a detenerme. Toda mi atención será, es y fue para Lei Lei. Originaria de este país, hace tanto tiempo que vive en Barcelona que su parte española está muy desarrollada (en su nevera siempre hay reservas de jamón ibérico). De baja estatura, complexión delgada, rasgos orientales… Su apariencia frágil de muñeca de porcelana, no se corresponde con su fuerte personalidad. Es delicada en apariencia, dura en la negociación. Tiene mi edad. Una cabeza bien amueblada y una mente despierta. Hija de inmigrantes que montaron un restaurante, hoy lidera con éxito una consultora en la capital catalana. Lo sabe todo. Los conoce a todos. No hay duda que no te sepa resolver ni problema que no pueda solucionar. Sin ella el pabellón se hubiera venido abajo el mismo día de la apertura.
Fue lo más parecido a una amiga durante los meses que viví allí. Me descubrió restaurantes, centros comerciales, barrios y tiendas especializadas. Me llevó a cantar a un karaoke y a beber (no pude tomar alcohol debido a mi estado) a un bar que parecía un puticlub. Cuando podíamos nos escapábamos de fin de semana. Era mi guía particular.
Cada semana, Lei Lei va a darse un masaje, se hace una limpieza facial, se coloca bien las pestañas postizas y se peina el pelo en la peluquería donde, al mismo tiempo, se encargan de hacerle la manicura y pedicura. De tanto ir con ella, acabaré asumiendo como propia la afición por las uñas. La adicción por los masajes ya la padecía. La vida en el pabellón de Barcelona es relativamente tranquila. Por las mañanas, hacemos una reunión para repasar el planing y, a partir de aquí, cada cual se dedica a lo suyo. De vez en cuando, recibimos la visita de los jefes de Barcelona. —Hay muchos jefes. De distintos departamentos y distintas empresas—. Esos días nuestra rutina se ve alterada. No porque trabajemos más, ellos vienen, básicamente, a hacer turismo. Lo que significa que les hemos de llevar a los restaurantes y que hay que hacer parada obligada en el Copy Market. Nunca he entendido la obsesión de la gente por comprar cosas de imitación pero una cosa está clara: para los amantes de la copia, China es el paraíso. Gafas Ray Ban, botas UGS, tejanos Levi’s, deportivas All Stars. Lo tienes todo. Dos productos triunfan entre el resto. Los relojes y los bolsos. Dependiendo de la calidad de la copia tienen un precio u otro. Siempre hay que negociar. Tuve que ir tantas veces a este tipo de sitios que los acabé odiando.
Una de las cosas de las que sí disfruté en China es su gastronomía. El país es tan grande que cada región tiene un tipo de comida distinta. Los lunes, pescado de Sichuan, región donde todos los platos son picantes. Los martes, sushi pero sólo de atún toro, el foie de los atunes. El miércoles, degustación de Dim Sum, en un restaurante donde toda la carta está compuesta por un sinfín de modalidades del mismo plato. El jueves, pato laqueado, el auténtico. No he vuelto a probar uno igual desde que regresé del país asiático. El jueves, barbacoa coreana. El viernes, comida cantonesa. El sábado, tasca japonesa. El domingo, fondue china, con carne, verduras y setas. Para picar están las ancas de rana, las patas de gallina y los insectos crujientes pero yo no los probé.
China es el país comunista donde el capitalismo es más feroz. A pesar de sus rascacielos, sus descomunales centros comerciales y sus coches de lujo, no nos engañemos, el país controla con mano férrea a sus ciudadanos. Un ejemplo: Con el tiempo me agencié un becario, básicamente para que me llevara la cámara y me tradujera del chino al inglés. Al preguntarle qué estudiaba me contestó que a él lo que hacía no le gustaba. Se limitaba a hacer lo que le habían dicho.
—¿Quiénes, tus padres? —le pregunté.—No, el gobierno.
Me explico que las autoridades elaboran una lista de futuros alumnos y que en función de las notas y de las necesidades del país, les asignan los estudios universitarios. Así es China, aunque no lo veamos.
Shanghái es una ciudad frenética. No sabes en qué día vives, todos son iguales. La gente come donde trabaja y lo hace donde duerme. Los barrios antiguos se destruyen para dar cabida a las construcciones del nuevo siglo. A esta cultura milenaria le queda poco de autenticidad. Todo, o casi todo, es fake. Vivir en esta metrópoli fue una gran experiencia, que sucedió al mismo tiempo que otra, todavía más fascinante. Y es que mientras yo entraba y salía del recinto de la Expo, alguien que no tenía acreditación, se venía conmigo. Apuré hasta el final. Cuando ya no me podía quedar más, recogí mis cosas, me despedí y me vine a España para dar a luz.

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