En demasiadas ocasiones, cuando nos enfrentamos a una situación que no habíamos podido prever con antelación, nos lamentamos de no estar preparados para asumir algo así y nos sentimos desprotegidos, abandonados a nuestra suerte y como si hubiésemos perdido el norte y no fuésemos capaces de encontrar la salida de ese laberinto.
¿Cuántas veces no habremos oído a los padres primerizos lamentarse de que su hijo no haya nacido con un libro de instrucciones?
Tan acostumbrados estamos a las guías de uso que acompañan a cualquier artilugio que adquirimos, que cometemos la incoherencia de pensar que las personas deberíamos ser guiadas también durante toda nuestra vida.
Por un lado, pregonamos nuestro derecho a ser libres, pero por otro, preferimos que nos guíen a guiar nosotros. Que se arriesguen otros a cargar con los errores si lo que deciden por nosotros no resulta ser lo más acertado.
A veces, basta un pequeño obstáculo en el camino por el que transitamos para que nos paremos en seco y nos demos la vuelta. Argumentamos, para justificar nuestros miedos, que el camino no es seguro, que no es bueno salirse de lo establecido, de lo conocido, de lo que supuestamente se espera de nosotros.
Otras veces, nos atrevemos a cruzar líneas rojas y a andar campo a través. Y es entonces cuando descubrimos, maravillados, que hay más vida que la vida que nos empeñamos en delimitar a unas pocas áreas; que hay más mundo que el que nos recomiendan explorar y conocer y que, cuando no hay caminos, afortunadamente tenemos pies para abrir paso a paso otras sendas entre la maleza o las piedras.
Tramo de la subida al Púlpito- Stavanger- Noruega.
Los que se excusan en el peligro para detenerse suelen llevar una vida aparentemente plácida, anclados en su zona de confort, pero exenta de emociones fuertes. Ellos son los que más se resisten a los cambios y los que más dificultades tienen para adaptarse a realidades nuevas, que a veces se acaban imponiendo a golpe de decretos, como nos ha ocurrido con la crisis del Covid-19.
Los que deciden arriesgarse y abrir sus propios caminos donde no los había, llevarán una vida mucho más enérgica y excitante. Sus días serán siempre imprevisibles y sus rutinas muy cambiantes. Su existencia será una continua carrera de obstáculos, pero no tendrán ningún problema a la hora de adaptarse a lo que venga, por duro que sea. Porque siempre serán capaces de ver alguna luz en medio de la oscuridad que les indique hacia dónde continuar.
Que las cosas se hayan hecho durante años o décadas o siglos de unas determinadas formas, no implica que se tengan que seguir haciendo de la misma manera. Lo que les funcionó a nuestros antepasados no tiene porqué seguir funcionándonos a nosotros indefinidamente. La única constante en la vida es el cambio. Si no nos adaptamos a esos cambios, no tenemos nada que hacer, porque el mundo no se detendrá para esperarnos. Seguirá hacia delante sin nosotros y pasaremos a depender de la buena voluntad de quienes quieran tendernos una mano para no quedar abandonados a nuestra suerte.
Hace apenas treinta años, nadie de a pie se hubiera podido imaginar que algo como internet nos acabaría revolucionando la vida a todos en todos los sentidos. Algo tan habitual como Facebook se creó hace sólo 16 años y la mayoría de las redes sociales que utilizamos diariamente son bastante más recientes. ¿Cómo nos relacionábamos antes de que existiera internet?
Aunque, dada la rapidez con la que evoluciona todo en nuestro tiempo, la pregunta que deberíamos hacernos sea ésta otra: ¿Cómo nos relacionaremos con los demás en un futuro inmediato?
Si algo ha demostrado esta crisis del coronavirus es nuestra enorme capacidad de adaptación. Hemos sido capaces de mantenernos encerrados en casa por el bien común y hemos conseguido no aburrirnos. Hemos teletrabajado; hemos hecho más deporte que nunca; hemos cocinado como llevábamos demasiado tiempo sin hacerlo o no lo habíamos hecho nunca antes; hemos compartido momentos increíbles con nuestras familias; hemos aprendido a hacer montones de cosas que nunca se nos habrían pasado por la cabeza, porque no nos habría alcanzado el tiempo; y nos hemos dado cuenta, a medida que pasaban las semanas de confinamiento, de que nuestra vida quizá no está tan mal como pensábamos. Porque, aunque parezca paradójico, estando encerrados, hemos tenido tiempo de ponernos en la piel del vecino y de entender que siempre hay quien lo está pasando mucho peor que nosotros.
Gracias al modo cómo internet llegó para revolucionarnos la vida, esta crisis está siendo mucho más llevadera de lo que lo habría sido si siguiésemos viviendo como en los 80 o los 90. Si todos los trámites con las administraciones públicas tuviesen que hacerse de forma presencial, si las consultas médicas no pudiesen hacerse por teléfono o por video conferencia, si determinadas compras no se pudiesen realizar online o si el envío de documentación o mensajes tuviese que seguir realizándose en papel y en sobres franqueados, hemos de reconocer que, en un escenario así, el caos habría sido muchísimo mayor.
Pero lo bueno de esta revolución tecnológica es que sigue evolucionando de forma imparable. Hoy se están diseñandoaplicaciones de móvil y dispositivos nuevos que quizá dentro de un año o incluso menos, nos obligarán a dejar de hacer algunas cosas como las hacemos para pasar a hacerlas de manera muy distinta y en mucho menos tiempo.
Y quienes están al frente de esos proyectos son personas que pertenecen al segundo grupo que comentábamos al principio. Personas que se arriesgan, que no tienen inconveniente en cruzar supuestas líneas rojas ni en autoerigirse en sus propios guías, asumiendo con coraje sus errores y aprendiendo de ellos a levantarse con más fuerza al día siguiente.
Hace cuatro años, asistí a una conferencia de Javier Hernández. Para quien no le conozca, se trata de un periodista deportivo de 40 años que nació sin extremidades superiores. El hecho de no tener brazos no le impidió aprender a hacerlo todo con sus pies, incluso conducir un coche. Utilizando sus propias palabras, siempre priorizó lo que tenía sobre lo que le faltaba y dedicó más tiempo a “fatigar la solución que a manosear el problema”.
En 2012 se clasificó para competir en los Juegos Paralímpicos de Londres como nadador, logrando quedar finalista en los 50 metros espalda.La conferencia que impartió en 2016 se titulaba “De los pies a la cabeza” y nos dio una lección de superación increíble a todos los que asistimos a ella.
Con el mismo título había publicado un libro dos años antes, en el que narraba su vida y sus experiencias como deportista, pero ante todo como ser humano que ha tenido y tiene que seguir superando muchas barreras.
La dedicatoria de este libro ya es, por sí misma, un buen resumen de lo que podemos encontrar entre sus páginas:
Ante ejemplos como el de Javier Hernández, ¿aún vamos a seguir excusándonos en que no podermos hacer determinadas cosas ni cruzar determinadas líneas rojas para conseguir sentirnos más a gusto bajo nuestra propia piel?
Para poder con algo, primero hay que querer poder. Da igual lo que nos cueste, da igual lo que nos duela. La solución más fácil es siempre la de no hacer nada. Pero, si la adoptamos todos, ¿cómo vamos a pretender que esa parte del mundo que no nos gusta ni nos convence, empiece a cambiar en la dirección deseada? Si no nos animamos entre todos a echarnos a andar para abrir caminos nuevos, ¿a qué otra realidad podremos aspirar que a la del más de lo mismo que ya tenemos?
Para cambiar el mundo, hemos de empezar cambiando nosotros.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749