Andrzej Wajda es un veteranísimo director polaco cuyo cine estuvo asociado --en los setenta y ochenta del siglo XX-- a la crítica de los regímenes comunistas europeos y a la defensa de un reformismo democrático y humanista para esos países; estas circunstancias sin duda favorecieron que sus películas tuvieran amplia difusión en Occidente y su cine fuera objeto de debate, tanto por la crítica como por la audiencia más militante. Wajda había rodado hacía dos años El hombre de hierro (1981) --sobre la fundación del sindicato Solidarność, en la que aparecía el mismísimo dirigente sindical Lech Walesa-- provocando un considerable revuelo político y, como consecuencia, el cierre de su productora polaca por orden del gobierno; de manera que cuando se estrenó Danton (1983) el mundillo cinematográfico esperaba anhelante su siguiente filme. Esta vez Wadja se cubrió bien las espaldas y coprodujo la película con Francia, lo que le garantizaba no sólo libertad creativa y difusión internacional, sino que su contenido político iba a ser minuciosamente examinado y extrapolado a la situación política en Europa del Este, concretamente en Polonia, convertida en aquellos años en la vanguardia de la disidencia contra el rodillo soviético.
El guión de Danton está basado en una obra de teatro de Stanisława Przybyszewska (escrita en 1929) y adaptada con aplomo por Jean-Claude Carrière. Si bien el original teatral se centra más bien en la figura de Robespierre, el filme se decanta más claramente por la de Danton, su principal rival, prototipo de político independiente, crítico con el poder republicano y revolucionario que él mismo contribuyó a establecer y con un discurso moderno basado en la negociación, el sentido común y la coherencia ideológica (además del enorme fervor popular había obtenido en 1792 durante el derrocamiento de la monarquía, que acabó con el rey y su familia en la guillotina). Esta claro que Wajda escoge a Danton porque representa al héroe y al mártir del pueblo, en este caso de la Revolución Francesa, y es inevitable --en el momento de su estreno y al revisarla ahora-- establecer un paralelismo con Walesa, máximo exponente de la oposición al comunismo en Polonia --llegó a presidente del país entre 1990 y 1995-- y la principal esperanza de una reforma democrática en Europa del Este (faltaban siete años para la caída del Muro de Berlín).
El filme, aun así, otorga un gran peso a la figura de Robespierre, atrapado entre la necesidad de continuar la Revolución y, a la vez, ejercer un poder dictatorial que permita seguir desmantelando el Antiguo Régimen, aunque eso suponga desvirtuar los mismo ideales revolucionarios que dicen defender. En la primera parte el abogado y escritor aparece como alguien que quiere evitar precisamente lo que ya era una realidad en París y en toda Francia: El Terror (la étapa más negra de la Revolución Francesa, marcada por la represión de Estado y la violencia indiscriminada contra cualquier clase de oposición); mientras que en la segunda emerge el déspota que prefiere huir hacia adelante antes que dar la sensación de debilidad. Es inevitable comparar a Robespierre con Stalin, sobre todo en la escena en la que posa para el pintor, cuando pide que se elimine a uno de los líderes que aparece en el cuadro porque es un traidor (como hacía Stalin con las fotografías). Y también es inevitable comparar a Danton con Trotski, la principal víctima ideológica de la Revolución Rusa --además de su teórico más brillante-- y el paradigma de la disidencia política por excelencia. Por suerte, ambos papeles están interpretados por grandes actores: Dépardieu (Danton), entonces en el apogeo de su carrera, y Wojciech Pszoniak (Robespierre), un sólido actor de cine y teatro. Ambos disfrutan de sus respectivos momentos de lucimiento mediante la palabra, en sendos discursos rodados en toma larga y en primer plano sostenido, sin apenas intercalar contraplanos, enfatizando por encima de todo la expresividad de los rostros.
Una ambientación cuidadosa y no recargada, la renuncia a las escenas de masas (una tentación a la que nunca sucumbe el cine estadounidense) y la agilidad del guión hacen que Danton conserve --a pesar de su metraje de más de dos horas-- un cierto aspecto moderno en el tratamiento de la política, sin perderse en anécdotas de libro de historia o en obvias pedagogías para el espectador no iniciado (explicando el contexto en el que se ambienta la historia o presentando a los protagonistas a través de una especie de narrador). Danton revela un esfuerzo por mantener la crónica histórica pero en clave contemporánea, permitiendo una reflexión atemporal sobre el poder y la disidencia política (sin duda temas de moda durante los ochenta).
Quizá la única concesión al efectismo de toda la película --un guiño a la audiencia, que sin duda lo espera, y que hoy día se habría rodado de una manera más cruda y directa aprovechando el retoque digital-- es la escena final, en la que Danton y sus compañeros son guillotinados: por el tratamiento estilístico (sonido ambiente atenuado, punto de vista distanciado y, sobre todo, por la banda sonora) me recuerda mucho a los primeros minutos --entre surreales y fascinantes-- de El planeta de los simios (1968). En cualquier caso, el efecto final no resulta chocante ni excepcional respecto al resto del filme.
En definitiva, el Danton de Wajda mantiene su vigencia en cuanto a contenido histórico y su valor como contrarrelato político, aún hoy claramente reconocible (incluso se podrían encajar figuras de la política actual en sus dos protagonistas); pero también revela el buen oficio de su director como narrador al servicio de una buena adaptación y de una historia capaz de suscitar debates posteriores.