En los años setenta del siglo veinte, Billy Joel legó al mundo la imagen de un hombre aferrado a su piano como símbolo de la desesperación, la derrota y el fracaso. La versión al español de Piano man en la voz de Ana Belén, el “toca otra vez, viejo perdedor”, llegó a convertirse para millares en eso que llamamos clásico cuando queremos hablar de lo perdurable, lo que podría fijarse en el recuerdo.
Durante los años noventa un joven narrador cubano, Ángel Santiesteban, logró el milagro de que un hombre aferrado a su violín fuera para toda una generación de cubanos la imagen de la guerra en Angola, del soldado que no tiene más bandera que la madera y las cuerdas de un instrumento que es parte (o todo) de su ser.
Con “Sur: Latitud 13”, el cuento en que el violinista Argüelles (un personaje absolutamente surrealista) recorre los kimberíos angolanos junto a sus compañeros de armas, Santiesteban se aseguraba para siempre un lugar en las letras cubanas.
Conocí tarde este cuento, casi en la misma época en que mi primo me hablaba con extraño apasionamiento de un libro de cuentos de título singular: Los hijos que nadie quiso. Para mi primo, poco dado a la lectura de cuentos, aquel libro que hablaba de gente de aquí y ahora, de cubanos que se le parecían en sus peripecias para sobrevivir, constituyó una revelación, porque al menos uno de los escritores cubanos de entonces era capaz de captar la angustia de sus coterráneos y llevarla con credibilidad a la ficción.
De más está decir que el autor de aquel libro que circuló de mano en mano hasta llegar a las mías también era Ángel Santiesteban, una de las voces de los novísimos que se iba convirtiendo en leyenda para los escritores más jóvenes.
Por suerte, pude conocer personalmente a Angelito, dialogar con él y, muy especialmente, tener la dicha de que accediera a responder un extenso cuestionario en el que este atrevido freelance quiso espolearlo a través de lo que algunos de sus colegas han dicho respecto al oficio de escribir y sus imbricaciones en la sociedad y, como especie de contrapartida, a las perlas que el propio Santiesteban dejara ya fuese en una entrevista anterior o en las dedicatorias y exergos escogidos para sus libros.
Así, fuimos conformando esta entrevista en la que Santiesteban reconoce una catarsis, esa especie de striptease emocional que, espero, incentive a los lectores que aún no conocen su obra a buscar esos libros del escritor feliz que, pese a todo, ha sido y esperemos siga siendo Ángel Santiesteban.
En uno de sus textos la poeta y narradora Aymara Aymerich afirma: “Desarticular cualquier tradición implica siempre un riesgo”. ¿Hasta qué punto crees que la generación de narradores que empiezan a darse a conocer a finales de los ochenta y principios de los noventa (obviamente, la tuya) asumió ese riesgo y qué consecuencias tuvo?
Desde mi punto de vista, creo que el cambio en nosotros estuvo en el desapego a la tradición de asimilar la llamada “revolución” que, como a las tres generaciones literarias que nos antecedieron, nos obligaban a adorar. Nosotros no sentimos compromiso con ese proceso, sólo nos interesaba la literatura. Los Maestros literarios nos advertían, cientos de veces, que la escritura estaba antes que todo, y el consejo era flotar, dejar pasar todo, hasta lo que nos parecía inadmisible, algo así como un torero que finge enfrentar las embestidas sin arriesgar, y se oculta tras el capote para tapar su miedo, y ve pasar de largo al toro, y una vez que el animal se da la vuelta, descubre que el torero no se encuentra en el ruedo, que ha ido a sentarse a las gradas para observar junto al público sin correr ningún tipo de riesgo. Así, nosotros debíamos suponer que ningún intento de cambio valía la pena si afectaba al arte.
Y ese consejo lo acataron por años quienes nos antecedieron. Ahí está la diferencia de estas generaciones con nosotros, ellos nunca cuestionaron la tradición y nosotros sí. Gran parte de nuestra generación, sabiendo el precio a pagar por quedarse en el ruedo cuando el toro regresara, prefirió marcharse de Cuba. Sospechaban que en algún momento fallaría el capote y el toro les daría una embestida, si no mortal ,al menos de heridas de las que hacen sufrir, esas que dejan cicatrices y traumas por el resto de tus días. Como dice uno de mis personajes “no somos de Patria o muerte, a lo sumo, de heridas leves”. Nosotros no estábamos dispuestos a sacrificarnos por un proceso político que no convencía, que había engañado a nuestros padres ofreciéndoles lo que luego no se cumplió.
De mi generación apenas quedan autores en Cuba. Creo que no llegan a tres. La consecuencia fue perder una generación de escritores. Sobre todo, porque una gran parte de esas promesas literarias se malograron, nunca más escribieron. Y ese hueco permanece en la cultura cubana por el resto de sus días. La otra cara de la moneda es un Amir Valle que es un sacerdote de la literatura, un adorador de la cultura cubana, y que tiene una voluntad a prueba de balas, y se ha ido por encima de la distancia y algunas zancadillas y humillaciones que han pretendido asestarle los que dirigen la cultura en Cuba, como a todos aquellos que se han salido del redil.
Luego han venido otras generaciones que clasifico como cínicas, no les importa de dónde viene el beneficio, sólo lo toman a cambio de su silencio. Por su actitud, parece que no sufren, ni padecen. A veces los veo en una actividad con opositores y en otras con la oficialidad. Envían sus obras inéditas a premios “disidentes” y luego a los concursos del régimen. Yo no critico, solo es otro modo de mirar la vida, donde no se comprometen ante nada ni con nadie.
En una entrevista que concediste a Alberto Garrido, publicada en 2006, en el número 02 de la revista El Cuentero, dices que tus personajes no hacen la Historia, tal vez la padecen. ¿De dónde viene ese interés por convertir en protagonistas de tus relatos a individuos situados en la periferia de los grandes sucesos nacionales?
Mis personajes son gente de barrio. Tipos que se han sentado toda la vida en la esquina de su casa y nunca le han interesado a nadie, salvo al Jefe de Sector. Personas indefensas e intrascendentes pero que, una vez llevados al arte, toman una dimensión insospechada. Mis temas, por lo general, son de problemática social, por ende, gente sufrida o sin escapes posibles. Intento darles voz a esos que no saben cómo comunicar sus dilemas. Procuro dejar constancia de sus contradicciones o de las injusticias que han padecido. No oculto que mi literatura me duele cuando la escribo porque mis herramientas son los sentimientos de las personas, de carne y hueso, que proceso para plasmar en el papel.
Mirta Yáñez, la más reciente ganadora del Premio Nacional de Literatura, ha aseverado que “(…) cada cual escribe desde su rango de honestidad consigo mismo”. ¿Cuánto te ha complicado la vida ser honesto a la hora de escribir?
Estaría de acuerdo con Yáñez, si en ese rango que menciona está contemplado el miedo y el oportunismo. Muchos escritores con talento, han malogrado su literatura porque han temido ser honestos. Los que alguna vez lo fueron y recibieron la cuota de castigo correspondiente luego no volvieron a repetir esa osadía. Como que aprendieron bien cuál era su lugar dentro del régimen y, sobre todo, lo que podría volver a sucederles. Precisamente las generaciones anteriores de escritores me hablaron de que la Seguridad del Estado podía “enseñarnos las herramientas”, como lo hicieron con ellos en su momento, cuando eran jóvenes que intentaban ser rebeldes, auténticos quizá, entonces les aplicaron las “herramientas” para que corrigieran sus posturas. Lo peor fue que las asumieron y, desde entonces, comenzaron a hablarles a las otras generaciones, como algunos padres lo hacen con sus hijos, asustándolos con “el Coco o el Hombre del Saco”, que vendrían por ellos y se los llevarían, si no se portaban bien.
En ese caso, esos escritores abusados, humillados, cedieron por honestidad a su miedo. Es un miedo que se aloja en los huesos y te persigue en sueños y te autocensuras en el acto mismo de la creación. Escritores de esas generaciones luego se prestaron a convencernos de que también debíamos ceder, fueron enviados por la policía política misma y cumplían con nosotros ese cínico rol. Dos de ellos me confesaron que lo hacían para protegernos, para que no sufriéramos las mismas penas que ellos vivieron. Nos advertían que podría sucedernos en el momento que menos esperáramos, que mejor continuáramos dentro del redil, era la única manera de encontrar protección. Gracias a ese miedo transmitido, muchos de mi generación decidieron evitar tener que vivir la experiencia y abandonaron el país.
En lo particular, esa honestidad me complicó desde el principio, desde mis primeros textos que, sin proponérmelo, resultaron cuestionadores, reflejaban una arista incómoda para el régimen, con personajes que tenían grande la boca y decían más de lo que debían porque nunca me autocensuré. Y decidí recibir mi cuota de castigos, pero ser libre en mi creatividad. Nunca me interesó el precio que tuviera que pagar después; pero me interesaba e interesa cómo quedaré ante mi tiempo. Y me enfrenté al muro, al más fuerte que puede inferirse cuando se piensa en una dictadura de las que trabajan hasta el detalle para no permitir que pasemos esa línea roja de lo para ellos permisible.
Al publicar Sur: latitud 13 en 2005 por Ediciones Emily de Barcelona, dedicas el libro (entre otras personas) a Eduardo Heras León, a quien llamas “culpable del escritor con que deambulo”. ¿Cuánto le debe tu narrativa a Heras y a otros autores cubanos y/o extranjeros?
Heras fue mi Maestro, de alguna manera el amigo o el padre, de hecho, mi hijo se llama Eduardo por él, además de ser su padrino. No exagero si digo que Heras fue el Maestro de casi toda mi generación y de otras después de los “novísimos”, que fue como se bautizó a la nuestra. Heras es la persona que posee la vocación del magisterio y que disfruta el acto de enseñar, transmitir, y para ello sacrifica su tiempo para entregárselo a otros, y el Centro Onelio Jorge Cardoso ha sido el gran ejemplo y su mayor esfuerzo. Allá por los años 70 del siglo pasado sufrió también su cuota de castigo por su libro Los pasos sobre la hierba. Su obra, que tanto prometía, desde ese momento se vio fracturada. Después nunca volvió a ser el mismo. El miedo caló profundo en él, como en la mayoría de su generación, con aquel “quinquenio gris” al que algunos añaden más años y otros insisten en que al gris habría que agregarle “pespuntes negros”. Yo digo que son sesenta años de censura, de tensión sobre la obra de los artistas, de leyes que podan y afectan las libertades individuales, tan imprescindibles a la hora de ser honestos con el arte, por lo tanto, es un manto gris que ha permanecido sobre el arte por seis largas décadas.
Heras siempre nos decía que los hijos literarios mataban a sus padres, que eso era un proceso lógico de desarrollo, y como que siempre estaba preparado, y nos preparaba por si llegaba ese momento, para que no sintiéramos pena y lo asumiéramos como un paso adelante, que ya podíamos andar con nuestros propios pies. Lo que no dijo fue que los padres también podrían matar a los hijos, en este caso, por problemas políticos. Cuando abrí mi blog, Heras me escribió un mensaje donde decía que lo había traicionado. No hubo otra explicación. Supongo que sea porque comprometí la literatura, que era lo sagrado, para decir libremente lo que creía. Luego nos alejamos y nunca más volvimos a cruzar una palabra. Es algo muy penoso.
Después que abrí el blog, por cuatro años y medio, comenzaron las acusaciones en mi contra, siempre con la intención de desgastarme, de que abandonara mi posición. Y me acusaron de haber atropellado un niño en la vía pública, sin haber víctimas, por supuesto; y por robo, violación sexual, intento de asesinato, atentado, entre otros muchos crímenes, por supuesto, sin prueba alguna en mi contra, y la policía política se aprovechó del despecho, los celos y el desequilibrio nervioso de mi exesposa, y le ofrecieron, según su propio testimonio, que si quería hacerme daño me hiciera acusaciones, todas las que se le ocurrieran, que luego ellos harían su parte. Hoy mi ex me pide perdón, dice que no podía soportar la idea de saber que otra mujer pudiera estarme acariciando. Lo cierto es que, sin pruebas de nada, sólo para que supiera que cruzar la línea se pagaba caro, me condenaron a cinco años de prisión, de los que tuve que cumplir dos años y medio.
De todas maneras, a pesar de esa traición de sentimientos de Heras, y de muchos que, como él, temen a los azotes del régimen, por lo que prefirieron ocultarse, y hasta en muchos casos, asegurar que las acusaciones eran ciertas, les agradezco igual por todas las enseñanzas literarias; pero sobre todo, porque nos dijeron siempre que debíamos ser honestos, entonces lo fui, o lo he intentado ser.
Todos los autores que he podido leer me han legado un porciento, mayor o menor, en el escritor que intento ser; también en el ser humano que soy y en el ciudadano que asumo. A todos los aprovecho, hasta los que desapruebo, pues enseñan lo que no debe hacerse en literatura y en la vida real; pero mis lecturas de cabecera han sido Ernest Hemingway, Juan Rulfo, Isak Babel, con sus libros debajo del brazo comencé a desandar este camino de la creación.
Amir Valle cuenta que Sueño de un día de verano, que en 1995 mereciera el Premio de Cuento Luis Felipe Rodríguez que concede la UNEAC, antes había sido injustamente relegado en dos ediciones del Premio Casa de las Américas ante textos claramente menores. En primer lugar, me gustaría que me contaras un poco de los avatares de este, tu primer libro, que sólo se publica tres años después de haber recibido el premio y no con el título original. Y, en segundo lugar, me gustaría saber por qué insistes en enviar al Premio Casa de las Américas tras las dos amargas experiencias anteriores y teniendo en cuenta que ya por entonces este premio no poseía el poder legitimante que tuvo en los sesenta. ¿Acaso confiabas en aquello de que a la tercera va la vencida? ¿Hasta dónde te sorprendió que el jurado escogiera como ganador al libro Dichosos los que lloran?
Esta pregunta lleva a una larga explicación. En 1992 me fue retirado el Premio Casa de las Américas luego de habérseme informado que era el ganador por mi libro Sur: latitud 13. Esa noche, cuando acudí a recibir el premio, Abilio Estévez me dio una larga explicación, era como un pésame. Luego Abilio ha explicado públicamente cómo la Seguridad del Estado lo acorraló en una habitación del hotel donde se encontraba el jurado y lo presionaron para que cambiaran el voto por otro libro. Amir Valle dice que ese año premiaron el peor libro de la historia de los premios Casa. Recuerdo que la escritora argentina Luisa Valenzuela, que formaba parte del jurado, me quiso llevar para Argentina, pero siempre he tenido ese apego enfermizo por esta isla, y le dije que no.
Tres años después, en 1995, realizo la estrategia de cambiarle el título al libro por Sueño de un día de verano, y lo envío al premio UNEAC. Mi problema es que ninguna editorial me iba a publicar nunca los temas que yo desarrollaba. Estaba obligado a ganarme un premio para tener la posibilidad de publicar. Y me gané el premio ese año. Y cuando se lo llevaron a Abel Prieto, que en ese momento era el Presidente de la UNEAC, puso el grito en el cielo. Sobre su buró estuvo por tres años. La temática era la participación de los cubanos en la guerra en África. Allí contaba sobre los seres humanos, que es lo que me interesa. Hablo de los sufrimientos del hombre inmerso en una guerra cualquiera. No creo que haya guerras buenas o malas, todas son iguales desde el punto de vista del sufrimiento del ser humano. Hasta entonces se había escrito sobre la épica, los héroes; pero yo estaba interesado en las personas. Abel Prieto me dijo que si él publicaba ese libro las FAR [Fuerzas Armadas Revolucionarias] nos iban a fusilar, supuse que no lo decía en serio. Me dijo que el cuento “Los olvidados”, por su temática, no podría publicarse ni en el 2025, por lo que me ofreció un apartamento en Cojímar para que yo accediera a extraer cinco relatos del libro. Al final necesitaba el apartamento, pues tenía a la madre de mi primer hijo embarazada, y acepté. Así salió el libro en 1998, y quisieron darle el Premio de la Crítica, pero dijeron que competiría el próximo año, y luego, en la edición siguiente, dijeron que era del año anterior. El diseñador me comentó que le pidieron que hiciera un trabajo sombrío, que no resaltara. Y yo digo que el libro editado parece más una caja de detergente que un libro.
Y continué enviando al Premio Casa porque era al que más posibilidades podía verle, pues por lo general podían presionar al jurado cubano, pero con los otros tendrían más cuidado. En uno de los certámenes, Laidi Fernández de Juan, que se decía mi amiga y me enviaba cartas de amor —nunca respondidas—, me llamó por teléfono para preguntarme quién me convenía más como jurado: Alberto Garrido o Jesús David Curbelo. Realmente a mí me dio mucha vergüenza. No hago trampas, pero con la literatura menos, es sagrada. Respondí que cualquiera de los dos, pero que era justo que fuera Garrido porque había ganado el Premio Casa de las Américas y nunca había sido jurado. Ella entendió, o hizo como que entendía. Luego pusieron a Curbelo como jurado. No sabré si al final vetaron a Garrido por ser religioso o porque yo dije que era el adecuado por justicia literaria. Más tarde supe que Laidi también estaba concursando, sin decírmelo en aquella llamada. Al final no fuimos premiados ninguno de los dos. Sé que a Curbelo, Roberto Fernández Retamar, el padre de Laidi y ella misma también le retiraron la palabra como castigo. Creo que Curbelo, en su honestidad o ingenuidad, porque es difícil imaginar que sucedan cosas así, cumplió con la pureza propia del que decide la mejor propuesta de los presentados, jugando con el consenso del gusto entre cinco personas. Y digo honestidad porque estoy seguro de que si Curbelo hubiese premiado a Laidi luego le hubieran ofrecido un puesto en la Casa de las Américas; pero prefirió enfrentar a la mafia de los “retamares”, como la llamó en sus memorias Confieso que he vivido, el chileno Pablo Neruda. Y jamás volvieron a invitar a Curbelo a una actividad de esa institución.
Los premios del Casa siempre han estado manipulados, desde los años de Haydee Santamaría y luego por su sucesor, Roberto Fernández Retamar, y así se lo hice saber en una reunión a Marcia Leyseca, la vicepresidenta de la Casa de las Américas, habían otras tres personas delante, y ella me dijo, fingiendo sorpresa, que desconocía esos procedimientos que yo le contaba, pues en otra ocasión que envié al premio, en lo que se suponía estaban leyendo mi libro los jurados, una novia que tenía allí y trabajaba en la biblioteca me dijo que sus pies descansaban sobre una caja donde se encontraban mis ejemplares inéditos y los de Guillermo Vidal.
Para cerciorarme, una vez que se terminó el evento, le pregunté al jurado dominicano si se acordaba de mi título, pero dijo que cuando preguntó por el libro le aseguraron que el autor lo había retirado. Tenemos la experiencia en ese concurso de Amir Valle con su libro Habana Babilonia, que luego tanto éxito ha tenido en el mundo, pero el jurado prefirió dejarlo desierto antes que ser honestos. Y el colmo es que parte de ese jurado era la sabandija de Miguel Barnet, el ejemplo de cinismo de un escritor ante su tiempo, quien fue perseguido, censurado, marginado y, sin embargo, luego les ha lamido las botas hasta la saciedad a sus humilladores. Es asqueante su postura ante la vida, el arte y sus contemporáneos. Se olvidan de la historia, sólo les interesa vivir el presente lo mejor posible. Y, para colmo, es el Presidente de la UNEAC. Está allí por cobarde. La policía política sabe que tiene tanto miedo que es incapaz de expresar una palabra que no esté aceptada por ellos.
Cuando envié en el 2006 al Premio Casa, sabía que podrían repetirse mis nefastas experiencias anteriores. Pero yo hacía mi parte: crear y participar, y luego otros harían la suya, como la Seguridad del Estado o los propios funcionarios que allí laboraban. Y ese año Laidi era parte del jurado cubano, la pusieron allí por ser la hija de Retamar, porque en cuanto a obra no lo merecía ni lo merece aún. Y luego los otros jurados me contaron los avatares para premiarme. Laidi habló con el resto de los jurados para que no votaran por mi libro, pudo convencer al uruguayo, pero no al mexicano ni al colombiano ni al argentino. Es decir, la votación estaba dos a tres. Al final, cuando estaba convencida de que iba a ser el premiado, ella votó a favor también, y el jurado uruguayo se quedó en la estacada y me decía “pero qué ironía, si tu libro era a mí a quien más le gustaba”.
Me contaron que cuando Retamar leyó los manuscritos expresó alarmado que cuando saliera publicado iba a remover los cimientos de Casa de las Américas. Es famoso que él es muy cobarde. Entre los escritores de su generación, los que fueron testigos de la época, dicen que cada vez que Fidel Castro lo citaba a su oficina le entraban malezas de estómago. Luego, tardaron dos años en imprimir y traer de España mi libro. Intentaron demorar el impacto del libro. Al final, por la connotación del premio, tuvieron que asimilarlo.
Volvemos a la entrevista de El cuentero. En ella dices que tus primeros cuentos con temática carcelaria son los que aparecen en Los hijos que nadie quiso. ¿Cómo llegas a interesarte por un tema que en la literatura cubana anterior sólo tiene el referente de Carlos Montenegro con su novela Hombres sin mujer? ¿Fue después de ver publicados estos dos cuentos que decides escribir un libro consagrado a esta temática o ya desde antes te rondaba la idea?
Fui preso a los diecisiete años por acompañar a mi familia a la costa para que emigraran en una lancha hacia los Estados Unidos. A ellos los sorprendieron en alta mar y los trajeron de vuelta. Los sancionaron a todos. Mi madre andaba de un lado a otro, de prisión en prisión, éramos cinco presos a la vez, cargando jabas para sus hijos, esposas y esposos de sus hijas, y a mí, que me acusaban por el delito de “encubrimiento”, pues se suponía que yo tenía que haberlos delatado. Cuando me llevaron a La Cabaña, no sabía que existía un libro llamado Hombres sin mujer. Entonces fui testigo de todo lo que reflejé después en mi libro. Fueron saliendo muy lentamente. Los primeros, los junté al libro con que me premiaron en el Alejo Carpentier. Luego salieron otros, y los reuní en un compendio monotemático, con el que participé en el Premio Casa de 2006. En la prisión, en aquellos catorce meses descubrí que yo quería ser escritor, que era lo que me gustaba. Allí comencé a escribir una novela en una libreta. Y desde que salí fui a buscar mi lugar en la literatura cubana. Si lo logré o no, no ha sido por falta de voluntad y trabajo. Me he esforzado para ello, por mí parte no ha quedado.
Por supuesto, una vez que asumí la literatura en serio, leí a Montenegro y me impactó mucho. De todas maneras, lo digo con respeto y con distancia, yo ya estaba influenciado por mi propia experiencia.
Por cierto, ya que te mencioné el Premio Alejo Carpentier de 2001, con el libro Los hijos que nadie quiso, allí puse algunos cuentos con tema de guerra que me hicieron sacar del libro que había ganado el “Luis Felipe Rodríguez”, entre ellos “Los olvidados”, que, como te dije antes, Abel Prieto me dijera que no podría publicármelo ni en el 2025, por eso, cuando tuve la oportunidad de regalarle el libro a Abel Prieto, le escribí en la dedicatoria: veinticuatro años antes. No obstante, la Asociación de Combatientes de Cuba, le envió al talibán Iroel Sánchez, en ese entonces Presidente del Instituto del Libro, una carta criticando el libro por ser contrarrevolucionario.
(Fin de la 1ra parte)
Alejandro LangapeIngeniero. Narrador y ensayista. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Reside en Villa Clara.
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