Revista Cultura y Ocio

Ángel Sobreviela

Por Acalvogalan

ÁNGEL SOBREVIELA

Bio-bibliografía:

Ángel Sobreviela (nacido en Zaragoza en 1974), es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Zaragoza. Cultiva la poesía, el ensayo, el artículo, y más recientemente, el relato.

Es autor de los libros de poesía ROMA, poema en prosa (editorial Olifante, Zaragoza, 2008) y de Epístola desde Cimeria (editorial Huerga y Fierro / Poesía, Madrid, 2007), libro este último que retoma el contacto con la concepción clásica de la epopeya y la épica, uniéndola al poema filosófico. Aparece también recopilado en la antología Poesía en la margen: antología de poetas de la margen izquierda, publicada por la editorial Certeza, de Zaragoza, a finales del 2009. Fuera de este campo, es autor también de un ensayo sobre el cineasta ruso Andrei Tarkovski: Andrei Tarkovski: de la narración a la poesía (Fancy Ediciones, Valladolid, 2003). Miembro de la Asociación Literaria Rey Fernando de Aragón y de la Asociación Aragonesa de Escritores. Ha publicado artículos, poemas y relatos en las revistas Barataria (revista de la Asociación de Amigos del Libro, de Aragón), Eclipse (revista literaria universitaria), Imán (revista de la Asociación Aragonesa de Escritores) y Turia.

Blog: http://angelsobreviela.blogspot.com/ 

Poética

Mi ideal es una poesía que no sea expresión meramente individualista, ni una colección de estados de ánimo, sino un instrumento de conocimiento y apropiación del mundo y de la cultura, una forma de vivir en la historia y de experimentar la cultura como savia viva circulante… Un arma eficaz para heredar la Tierra.

Poemas

(De ROMA, poema en prosa):

XXVI

Las campanas alzaron la tarde. Sostuvieron en alto la presencia imperturbable de los ecos heráldicos de mi adolescencia. Cuando allá en lo alto, en el paisaje de torres, el crepúsculo mediterráneo planta su viejo pabellón de oro.

El azul de la tarde se ha hecho perenne, y en él prendida, la joya de un perfil altivo sueña con atalayas asomadas a mares resonantes y con frutos, pieles, crines, vientres, que este taller recibiría en herencia. Esta tarde ha hecho de mantos, rizos, anillos bárbaros tintineantes sobre ocres mandíbulas, incluso de la luz que escapa de la nube, hacia abajo tendida como la cola de un ave, materia dúctil de arte. En el salón un fulgor azulado, quebrado como el sol visto bajo el agua.

La cabeza de Medusa acecha sobre el dintel, la boca asombrosamente trágica. Las velas medrosas custodian el dormitar de las fieras regias. Prosigue tu labor, alta estancia, abre paso a los blancos pies que aceleran la pulsación de estos corazones crueles, que aquietan la noche perlada en la que se dibuja el humo sacrificial ante la elevada apertura de este pozo de terciopelo negro. Ojos sedosos desprecian lo que tú, Europa, apenas alumbras. Ay de vosotros, si un día rasgamos estos muros como un borrador desechado.

(Del canto XII de Epístola desde Cimeria):

(…)

Que la señal sea dada, que la techumbre nubosa se incline con serena bondad sobre la tierra. Que crujan las ramas y muera el año. Oscurezca la piedra, ciérrese la esfera.

¿Cómo se ha tornado tan real esta soledad? ¿Cuándo tuvo lugar este despertar que no conocerá ya tregua? Cuán extraño este hogar; esos lomos de libros, tan familiares y de pronto desconocidos; ese televisor inerte, como un espejo cegado por el polvo y las telarañas.

No conozco mi ciudad, ni el día que ya terminó... ¿Qué nuevas trajo consigo? ¿Qué declaración de guerra, qué muerte, qué falso catecismo por fin resquebrajado como hoja seca de olivo?. Aguardamos aún el despertar en el alba que no traerá la continuidad... la repetición del parte cotidiano acerca de luchas que no nos incumben, del desmoronamiento que parece interminable.

Mañana esta calle se aprestará a sostener un día más la ruina enojosa, lamentable. Guiará a esos escolares que odian su infancia hacia sus clases, mientras gritan y patean las hojas muertas sin mirarlas. Llevará los pasos inseguros de la vida hacia el grito hostil y la pancarta, o hacia la herramienta y el bolígrafo casi ya sin tinta.

Pero en algún punto, bajo el asfalto, está el manantial.

¿Qué llanto será reanudado con los nuevos despertares? Una muerte más incrustará su ladrillo de ausencia en el vacío de esta calle, de esta noche, de todas las noches que vendrán. Puede ser una muerte oscura e innoble, muerte de esclavo ignorada, o de paloma en la acera.

Esta mano es de madera, esta sangre está seca y oscura como la tinta.

¿Qué es la muerte de un hombre (lejana, como en el confín de un imperio), qué la de muchos hombres (consagrando una tierra, redimiendo otra tierra, o haciendo de ambas un mismo suelo desde entonces)?

Nos inclinamos a recoger y alzar al hermano caído.

Nadie queda atrás. Con nosotros viajan.

Gira la Tierra, y con ella las piedras y esas cruces que ya no escuchan ecos de pasos, ni voces ni suspiros. Y avanzan en la alta ruta, trazada entre los enjambres estelares, todos los sepulcros, ordenados y raudos. Tan geométricamente dispuestos que al movernos entre ellos, acaso en la mañana de Todos los Santos, nos parecen inmóviles, como la punta de flecha de los ánades salvajes.

Los muertos emprenden el camino (y el camino pasa ante todas las puertas); cierran la puerta a sus espaldas y parten.

Y somos nosotros su viaje.

Y nuestro vivir, su peregrinaje; su inexplorada ruta descubierta a cada golpe de corazón, a cada grito.

Sus manos están sobre los sillares y los bronces. Raíz del más alto árbol. Puñado de arena, brizna de hierba en mis manos, oídme: un pueblo con historia no puede morir.

Hacen ellos sonar las campanas.

(…)

(Del canto XIX de Epístola desde Cimeria):

(…)

Pienso en los años que levantaban una esquina
del velo que cubría la fealdad de este mundo.
En el lienzo esbozado tan sólo, y engañoso,
y en el confiado y largo día que no pudieron arrebatarnos.
Nuestros humildes goces me llueven aún en la memoria.
Todas las risas que hicieron temblar tus paredes.
Pero un ruiseñor fue a morir sobre tu pecho,
y con él murió la estación y cayó el último velo:
el mundo estaba allí, carbonizado escenario.
Yo llegué a lo alto de una colina, con mi abrigo negro,
y de mí surgió un viento que arrastró las cenizas;
con el poder que otorga el espectro de lo humilde,
el de la muerta lágrima o el del último ruiseñor.
Líneas de un inarticulado drama,
y gestos fantasmales, y otros aún no encarnados,
cruzaban la desierta escena.
Había que aprender el dolor de las réplicas y contrarréplicas,
había que saltar a la escena más pronto o más tarde.
Y un soplo de ceniza que fue verso
se arremolinó en el vacío sobre las tablas.

(…)

(Del canto XXX de Epístola desde Cimeria):

(…)

Bajo mano inmaterial, tendida sobre la distancia, percibo el pálpito de un corazón extraño. Como si dos corazones se albergaran en mi interior.

¡Voy hacia vosotros! Permaneciendo inmóvil, salgo a vuestro encuentro.

Vide cor meum.

Encadenado a estas Islas con el alma y la carne mortal, por raíces que se afianzaron por mi propia voluntad, una parte de mi espíritu alcanzará con alas de pergamino vuestros prados, que no conservan huella alguna de mi paso. Para ser reconocido una vez más por miradas humanas, y hacer revivir voces amigas cercanas a mi oído. Los intercesores del buen consejo.

Para sentir la tibieza de las manos que sostengan el volumen. O lograr que las páginas se tiñan, como bajo un vitral, por el azul de ojos antaño casi amados.

Para llegar a vosotros me expongo a la intemperie. Un ala frágil que se aventura en la ventisca.

Llegará un día, a partir del cual, esto será posible: que el desconocido con el que os crucéis por la calle, quizás lleve en su interior el reino invisible.

¿Se afanará siempre el corazón solitario detrás de sus propios ecos?

¿Será la derrota el único rescate del honor?

¿Se prolongará este tiempo de prueba hasta que la pureza de intención sea el único viento para las velas?

¿Es de esta guisa, derrotado y casi de incógnito, como debo retornar a mis dominios?

Para llegar hasta la Blanca Flor de un rostro, sobre lejanas almenas, ¿habré de arriesgar todo un linaje en más campañas y contiendas?

Pregunto... y mis preguntas suenan como afirmaciones: se afanará siempre el corazón, prendado de sí mismo. Será la derrota el rescate. Para llegar hasta el vaho invernal de una boca, se aventurará frágil ala en la ventisca. Se prolongará la prueba, mientras sean cirios y no antorchas lo que aferren nuestros puños.

Pienso que moriré de tristeza a los treinta y nueve años.

Imperceptible, como crece el jardín en medio del claustro, crece quizás en torno mío una incomprensible esperanza. Así, perdido, el brote de una rama primera tantea y se extiende. Como, ya a la orilla misma del sepulcro, una mano resucitada. Amén.


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