Agosto.
Los parques huelen a veranos pasados. El sol barre las calles con su gran escoba de pereza. Muchos comercios cierran, y los pocos abiertos al público miran a la calle adormilados, con mueca de bostezo. Los barrios se vacían en estampida, como hormigueros abrasados por una lupa; las zonas turísticas se llenan de gente multicolor, multiquemada, perdida en sus propias vacaciones. Agosto, irreal, es la antesala del nuevo año no oficial. Agosto es amnesia y sudor; bíceps a estrenar y depilaciones de última hora. Son resacas encadenadas, condenadas rozaduras, fantasmas de besos salados que murieron en otoño.
Agosto. Si fuera por él, abandonaría el calendario para echarse la siesta.
Cansados de no se sabe qué, es mala época para rechazar los “¿tienes algo que hacer?”, en el momento que apetece decir “no, por eso precisamente me escondo”. El mes ocho del calendario, autocomplaciente, se tumba y hace una pausa eterna con sabor a crema solar.
Y en agosto, angosto, esta sed, esta sed de algo más que líquido, lleva a la gente de terraza a terraza, de mar a montaña, de boca en boca. Y nada la sacia. Ah… porque agosto no redime ni cura, únicamente es un paréntesis para olvidar cómo serán los días cuando dejen de regarse con mojitos. ¿Será septiembre el mes que esperas, será octubre parte de esa odiosa frase: “El primer día del resto de tu vida”?
¿Quién querrás ser, quién te querrá ser… qué mundo fabricarás, después de agosto?
¿Harás que el resto de los meses merezca la pena?