Un viaje al final de todas las cosas
Antonio Correa Iglesias junio 06, 2014
Angustia, Amargura y Soledad no son solo nombres de calles habaneras. También son sentimientos encontrados que embargan y condicionan eso que llamamos Cuba, isla infinita que al decir de Abilio Estévez y de Virgilio Piñera es una suerte de maldición, una porción de tierra que flota en el mar, un mar que es el inicio y el final de todas las cosas, donde la ingravidez y la deriva son las formas de mantenerse a “flote”. Pero también la isla es la añoranza y el desatino, el deseo y el desenfreno, el odio a quienes han hecho de Cuba una cárcel de 111, 111 Km2, como nos recordara Reinaldo Arenas en su Leprosorio. La isla y su agonía nos acompañan cada mañana cuando preparamos el café, un café que nos recuerda de dónde venimos y que por esas humeantes siluetas de mujer rememoramos a la abuela tejedora que consternada ayudaba a amanecer entre la morriña y las malcriadeces. Como duele Cuba y duele mucho más cuando uno encuentra en un ejercicio literario una realidad tan cotidiana como la que nos narra de una forma clara y visceral Angel Santiesteban Prats.
El verano en que Dios dormía (Neo Club Ediciones), de Santiesteban Prats, no es una novela más que sumar a la ya extensa y arquetípica denominación “literatura cubana”, de la cual muchos –incluso el propio autor– han sido excluidos. El verano en que Dios dormía coexiste en un lugar muy especial, una vez que enfrenta una realidad inexplotable no solo desde el orden sociológico y político, sino también estético y vivencial. Una realidad que por su “cotidianeidad”, pasa a ser historia socorrida —muchas veces cargada de “comicidad”— pero que el autor afronta con la rigurosidad que siempre trae aparejado el acto traumático. Está de más decir que la novela de Angel Santiesteban no solo es una radiografía descarnada del contexto cubano: es por sobre todas las cosas una bitácora donde se esconden los deseos y las frustraciones, las añoranzas y las decepciones, tratando de expurgar el sentido de culpa que gravita —consciente o inconscientemente— sobre nuestras cabezas.
El viaje es el hilo conductor de la narración, un viaje como ida y regreso, como regreso nietzcheano, como eterno retorno de lo mismo, una espiral sinfín como esas alucinaciones que nos despiertan en el sobresalto de las madrugadas y nos aprietan el pecho. El viaje que propone Angel Santiesteban resulta una travesía marcada por la maldición de la incertidumbre, un viaje como pasaje traumático asociado a la muerte, un viaje sin las garantías del destino. Un viaje en el que la muerte aguarda paciente y heteromórfica, trasvestida en las alucinaciones, la descomposición y el deterioro de lo humano.
La decisión de escapar —fundamento del viaje—, la convicción de partir, trascendental y definitoria acción de vida, es la trama argumental de la novela. Sin embargo, este viaje arrastra consigo calamidades y peligros narrados como vivencias extraordinarias, una vez que los personajes de la novela somatizan a los otros que en el viaje han encontrado la muerte. La desesperación del que viaja lo lleva a aferrarse “con los dedos, las uñas, (…) hasta morder la madera, el viento o hasta mi propia carne (…)” si es preciso. El autor logra construir la dramaturgia del texto y el ejercicio es de tal magnitud que el lector se siente teletransportado; no eres ya el que lee, apareces con ellos, eres uno de ellos y como argonauta (es decir, como héroe) buscas el vellocino de oro, en nuestro caso la libertad.
Porque la sensación de huir tiene que ser ganada, por eso el viaje es un proceso de desgarramiento donde se cobra conciencia de lo que se deja y hacia donde se va; aunque nunca sepamos nuestro destino final. La sensación de lo que se abandona pesa como un lastre, como una piedra infinitamente cargada sobre nuestros hombros pues todo lo que se deja nos constituye. Por ello, la sensación de abandono en los personajes de la novela se “confunde” con la frialdad de la noche, que siempre recuerda a la muerte. Porque la huida viene asociada a la angustia de decir adiós, un adiós que se constituye en voz que resuena en las profundidades del ser, suerte de eco delirante que atormenta. Porque el adiós se hace acompañar de una sensación de eternidad que pesa y nubla la conciencia de quien —mascullando sus letras— sabe que no tiene garantizado el retorno. Por eso, el sueño de huir de la isla —una isla laboratorio de la política, un laboratorio donde no se registran las consecuencias de la experimentación y donde el costo humano, el costo en términos de futuro no es considerado en las estadísticas— comienza siendo una vaga reminiscencia hasta convertirse —como afirma el autor— en un virus; un virus que ha sido inoculado a toda una sociedad y que corroe, de forma lenta pero al mismo tiempo delicada y enfática, cada porción de ti; amaneciendo un día, aturdido por las ininterrumpidas evaporaciones de los deseos y las ilusiones —ahora que han muerto todas las ilusiones, como nos dice ese son de los Matamoros— y alguna que otra finalidad desconocida.
Antonio Correa y Carlos Alberto Montaner durante la presentación del libro (foto de Ulises Regueiro)
Aunque en todas las formas posibles de huir, la desesperación, el abandono y la incertidumbre son constitutivas, Angel Santiesteban retoma las morfologías que este verbo ha tenido en la Cuba de los últimos 60 años (Pág. 29) y nos deja suspendidos con una pregunta sin respuesta: ¿Por qué abandonar la Isla tiene que ser una traición? Lo que ha impulsado esta pregunta en su propia atemporalidad, se hace acompañar de una fuerza en oportunidades sofocada y perpleja pero al mismo tiempo sanguínea: “Lo único cierto es que no debemos regresar”, volver —como ese tango de frente marchita, de pálidos reflejos y hondas horas de dolor— es un acto de desesperación, por eso muchos —incluso los personajes de la novela— prefieren morir en el intento. Y ello quizás no está solo asociado a un acto de valentía, sino a la experiencia de vida de cada uno de los personajes de la novela. Y este es uno de los pasajes valiosos del libro, una vez que el autor recrea sus vicisitudes a modo de sueño o fantasmagoría. Una de las razones de este arrojo pasa por el sentido de desprendimiento de los cubanos —sentido de desprendimiento que tiene que ser entendido como desesperación—, indisolublemente ligado a una niñez apegada al sacrificio desmedido e inútil, asociado a los oficios arqueológicos y a cenas simbólicas plagadas de vacío.
Sobre este fino hilar de conjunciones, la memoria reaparece con su clásica nobleza y aturde con un sordo grito a todos los personajes de la novela. El ritual de la memoria es la esencia que lame las laceraciones y el sentido de frustración. La expresividad de la memoria es una forma de decir añoranza, melancolía, deseo, nostalgia, nostalgia por un pasado que reaparece como reminiscencia “inexpresiva”. Por eso, entre los persas, la cárcel era conocida como ¨casa del olvido¨; el condenado debía desaparecer de la memoria de los libres porque era una criatura maldita. Esta es de cierta o incierta manera la suerte que corren los protagonistas de este viaje desgarrador.
En El verano en que Dios dormía la nostalgia por el pasado es recurso narrativo, ficcional, nunca político; sin embargo, la añoranza por el pasado no solo nos invalida del presente sino que nos imposibilita el futuro. Para los personajes de la novela, estar anclados en el pasado res-guarda la posibilidad de la existencia, una vida que ya no les pertenece porque carece de destino, una vez que éste está signado por las calamidades y sufrimientos de un pueblo.
La novela de Angel Santiesteban me recordó en muchos de sus pasajes al texto de Arthur Koestler El Cero y el Infinito, una novela que narra la historia de Rubashov, un miembro de la vieja guardia de la Revolución Rusa de 1917 que es alejado del poder, para luego acabar encarcelado y juzgado por traición al Gobierno de la Unión Soviética que él mismo había ayudado a crear.
Finalmente —y como solo he querido señalar algunos elementos de la novela, pues la experiencia del texto debe ser personal— quiero referirme al manejo nada retórico de las ensoñaciones que el autor logra urdir en estas casi 300 páginas. Angel Santiesteban logra hilvanar en un sentido inverso el martirologio de José Martí. Martí es la figura que inaugura y cierra este libro. Martí acompaña en silencio –la única forma sensata de representarlo– a los que huyen de la isla-cárcel-laboratorio, de la tierra maldecida. Como quien los asiste, los guía para que logren evadir las difíciles circunstancias que ha supuesto la traición a sus ideales; por eso Marti se hace acompañar del farol —de uno de los protagonistas—, que, como aquella estrella que ilumina y mata, también nos ciega y encamina.
Cuando los sentidos comienzan a ofrecer pausas tardías, cuando el desfallecimiento ha ganado el cuerpo de los protagonistas, es que Martí aparece y al carácter traumal de la dramaturgia incorpora lo fantasmagórico como recurso narrativo. Da la impresión que asistimos a un encuentro o a un diálogo espectral más que a un diálogo de hombres de carne y hueso. Por eso Martí aparece en su condición fundante, en su condición espectral, en su condición de conciencia crítica.
La novela de Angel Santiesteban es un homenaje a todos aquellos que han sembrado con sus carnes, con sus vísceras, con sus huesos, el estrecho mar que nos divide pero que también nos acerca. “(…) los muertos en el mar se mantienen vagando porque no se resignan a abandonar su viaje”, y las palabras de Angel Santisteban resuenan y nos despiertan. Los vivos tampoco quieren abandonar este viaje, sueñan con ello; aunque solo tengan la certeza de que Angustia, Amargura y Soledad no son ya nombres de calles habaneras sino sentimientos encontrados que embargan y condicionan, que mutilan y desgarran. Las madres cubanas lloran un vasto mar —como dijera Martí en su poema— que les recuerda la primera vez que despidieron a sus hijos, que heridos iban ya de deseos y muerte.
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