Spoorloos, coproducción franco-holandesa dirigida por George Sluizer en 1988 es a estas alturas una película de culto. Inquietante, perturbadora, demente, a pesar de su inocente y placentero comienzo, es una cinta elevada ya a la categoría de clásico, perteneciente al género del auténtico terror, aquel que se fundamenta no en mundos extraños ni en criaturas sobrenaturales más propias de la ciencia ficción terrorífica que del verdadero horror, el cotidiano, el que se produce imaginando lo que de siniestro, horrible y cruel sucede tras la puerta del vecino o en el sótano de la casa por delante de cuya fachada transitamos despreocupadamente cada día. De ese contraste, de un inicio aparentemente feliz y ligero a un final horrendo y salvaje, es de lo que nace el poder de fascinación de Desaparecida.
Una pareja de novios holandeses, Rex (Gene Bervoets) y Saskia (Johanna Ter Steege), están de vacaciones en Francia, ansiosos por descubrir bellos parajes naturales por los que hacer senderismo o dar largos paseos en bicicleta y deseosos de llegar a una playa en la que bañarse en aguas más templadas que en las de su país. En las largas horas al volante, el hastío y el cansancio se alterna con las charlas, las confidencias, y con las complicidades propias de una pareja, las caricias, los besos, las bromas, las paradas esporádicas para encontrarse libres de manos y concentrar su atención el uno en el otro, y también las discusiones a raíz de las dificultades para comprender los planos de carreteras franceses… Pero, aun con las rarezas y manías de cada uno, salta a la vista que son felices. En una de esas paradas, en una gasolinera muy concurrida, lugar de tránsito habitual de camiones y autocares de turistas, Saskia se interna en el local para comprar unas bebidas con las que remojar el descanso. Rex la aguarda tranquilo, deseoso de llegar a destino cuanto antes para ducharse, descansar y disfrutar con su chica. Da vueltas en torno al coche, mira a su alrededor, observa los vehículos que entran y salen, a la gente que va y viene, habla solo, mira de vez en cuando la ingente cola que se ve salir de la gasolinera… Poco a poco se impacienta, empieza a caminar más rápido, cruza y descruza los brazos, mira a la gasolinera, intenta vislumbrar desde allí qué lugar ocupa Saskia en la cola, pero no ve nada. Cuando empieza a tardar demasiado, Rex se acerca a la gasolinera, pero allí no está. No sabe dónde ha podido ir, porque solamente iba a comprar bebidas, bien en el mostrador o bien en la máquina expendedora, pero allí no hay rastro de ella. Lógicamente, puede haber ido al baño, tan concurrido como el resto de la gasolinera… Pero allí tampoco está. Rex vuelve al coche, coloca un letrero de aviso para indicarle a Saskia que lo espere allí, que ha ido a buscarla. Pero ella no vuelve, no leerá el letrero. Rex no la encuentra. En el mostrador de atención nadie la ha visto. Cerca de las máquinas, tampoco. Nadie la recuerda, solamente algunas personas que dicen haberla visto con un hombre en el exterior del edificio. Pero allí nadie sabe nada. Saskia no volverá. Nunca.
La búsqueda de Saskia se convertirá en una auténtica obsesión para Rex. Tres años después, en las ciudades, pueblos y carreteras cercanas a la zona de su desaparición siguen presentes los carteles con la fotografía de la joven y los teléfonos a los que llamar para comunicar las noticias de su paradero. Pero no hay noticias. No hay rastros. No hay nada. Hasta que un buen día una postal de alguien que parece saber mucho más de lo conveniente pone a Rex en la buena pista de lo que pudo haber pasado: el remitente afirma, de hecho, saber de muy buena tinta qué le ocurrió a Saskia. Rex no puede evitar seguir tirando del ovillo para desmadejar su incertidumbre, aun a costa de su propio trabajo, de su nueva relación sentimental, de su propia vida. Rex intentará reconstruir con ayuda del misterioso emisor de las postales los pasos de Saskia, pero no sabe hasta qué punto conseguirá emularlos…
George Sluizer conduce la tensión de este capítulo central de la película de una manera sencillamente magistral, con pequeños detalles, con un lento crescendo que poco a poco va a desembocar en desesperación. Sin embargo, el capítulo último de esa eclosión naciente de nerviosismo, preocupación y angustia nos es robado. Porque el director pasa a contarnos, nos ha estado contando ya desde mucho antes incluso, otra historia, la de quien dice llamarse Raymond Lemorne (Bernard-Pierre Donnadieu), un hombre casado y con hijos que está adecuando su casa de campo para recibir unos huéspedes muy especiales, y que, ansioso de nuevas experiencias provenientes de una manera patológica de entender el riesgo, disfruta ideando y planeando formas de conseguir que mujeres solitarias suban a su coche.
La película, por tanto, divide su hora y cuarenta minutos de duración en tres partes: el prólogo, que nos presenta la relación de Saskia y Rex y el objeto de su viaje; el desarrollo, que, de manera paralela, muestra la desaparición de Saskia y, de forma intercalada, desordenada, fragmentaria, la presencia de Lemorne, su vida conyugal, el nacimiento de su patología criminal y los primeros intentos por poner en marcha sus planes; y la conclusión, con ese especial vínculo que surge entre Rex y Raymond cuando se ponen en contacto a través de las postales, en primer lugar, y finalmente cara a cara. Este es el aspecto que termina resultando primordial en la narración, la particular y estrecha relación de dependencia que surge entre ambos hombres: Rex ansía más que nada en el mundo saber qué ocurrió con Saskia, hasta el punto de poner en juego su propia vida; Raymond, muy consciente de que ha cometido un acto criminal, no puede evitar hacer partícipe a Rex, hasta las últimas consecuencias, de sus acciones, e incluso encuentra un nuevo placer sádico, cruel, siniestro, en hacer pagar un precio a Rex por sus revelaciones, de manera que sus actos adquieren una nueva dimensión, como un broche de oro añadido tres años después a lo que considera de manera orgullosa una obra maestra, un logro de su voluntad y su capacidad.
Quizá puede achacarse a la película el defecto de que el espectador sabe muy pronto, quizá demasiado, cuál es la solución al enigma de lo sucedido con Saskia. Pero es que a Sluizer y a Tim Krabbé, autor del guión y de la novela en que se inspira, no les interesa el mantenimiento de una intriga y de su correspondiente investigación detectivesca en la línea del descubrimiento de los hechos y de sus responsables. Lo que les interesa es la esencia humana, psicológica del problema, los mecanismos por los que las obsesiones nacen y se alimentan. Se trata, fundamentalmente, de una película sobre la obsesión: la de Rex por localizar a su amada tres años después, contra toda lógica, contra toda esperanza, movido por un motor íntimo, por un piloto automático ajeno a la razón y al intelecto, que lo bloquea, que le impide continuar con su vida en tanto no averigüe qué fue de Saskia, incluso aunque tenga que pagar con su futuro el precio de su satisfacción; la de Raymond, mucho más enfermiza todavía, de una naturaleza más salvaje, más sofisticadamente cruel, recreándose en su delirio, perfeccionando su técnica en busca de repetir y mejorar su actuación, jugando a ser Dios.
Sluizer construye con elementos muy sutiles pero efectivos (atmósferas cotidianas, blancas, inocentes, que en los momentos necesarios consigue dotar de tintes siniestros, amenazantes, de oscuridades tenebrosas y de peligros inciertos) una historia de auténtico terror fundamentada en tres pilares: el fenómeno de la desaparición sin dejar rastro, uno de los terrores diarios, quizá el mayor, de la vida de hoy, tanto para quien se esfuma (aunque no siempre cuando se trata de un ejercicio de la propia voluntad) como para quien pierde todo vínculo de repente y sin saber por qué con una persona querida; la naturaleza de la obsesión entendida como una forma de irrefrenable autodestrucción, de camino de una sola dirección conducente a otro de los terrores presentes en nuestra sociedad, la locura; y, por último, la locura misma, el abismo oscuro, la disolución en la nada. Tres notas que no dejan de ser la misma.
George Sluizer filmó cinco años después en Hollywood una nueva versión protagonizada por Jeff Bridges, Kiefer Sutherland y Sandra Bullock. La película se conduce por los mismos lugares que su antecedente europeo, si bien el error de casting que supone incluir a Sandra Bullock puede llevar a pensar a más de un espectador que su desaparición pudiera ser más que conveniente, y que no ha lugar a la historia de su búsqueda, persecución y hallazgo.