Jesus Mosterín es catedrático de lógica y filosofía de la ciencia en la Universidad de Barcelona y autor de “¡Vivan los animales!” (Ed. Debate). El siguiente artículo apareció publicado en el Suplemento dominical de El País, en diciembre de 2000.
Las piedras caen, las plantas crecen, pero sólo los animales actúan. Los animales se comportan de modo distinto según las circunstancias externas y los estados emocionales internos en que se encuentran. Cualquier conocedor de los perros o de los hombres, por ejemplo, se da cuenta de que a veces sienten celos, ternura o agresividad, curiosidad o aburrimiento, miedo o frustración, placer o dolor, tristeza o alegría. Todas estas afecciones son características de los seres que tienen alma o ánima, es decir de los animales. En efecto, la palabra castellana animal procede de la latina ánima, que significa alma. La noción cotidiana de ánima implica la vida –por eso a los seres sin vida los llamamos inanimados- y las sensaciones, sentimientos y emociones –por eso decimos de alguien con un nivel emocional bajo que está desanimado-. Finalmente, asociamos el alma con una cierta subjetividad, con la capacidad de reflejar el mundo desde dentro. Todas estas características se dan en los animales y (juntas) sólo en ellos. Sin embargo, el alma no es ningún fantasma caído del cielo, sino el resultado de la actividad del sistema nervioso. Así como la digestión es la función del aparato digestivo, las funciones anímicas son (algunas de) las funciones del sistema nervioso.
Aristóteles dedicó más páginas a los animales que a ningún otro tema. Al famoso filósofo, agudo observador y hombre de gran sentido común, nunca le pasó por la imaginación la idea de que los animales pudieran carecer de emociones o de cualquier otro estado psíquico. En la más extensa de sus obras, Investigación sobre los animales, Aristóteles subraya la continuidad y gradualidad de las diferencias psíquicas entre animales humanos y no humanos:
“Así, docilidad o ferocidad, dulzura o aspereza, coraje o cobardía, temor u osadía, apasionamiento o malicia, y en el plano intelectual una cierta sagacidad, son semejanzas que se dan entre muchos animales y la especie humana, y que recuerdan las analogías orgánicas entre las partes de sus cuerpos… Esto es particularmente evidente si se consideran los comportamientos de los niños en la infancia: en éstos, en efecto, es posible ver como huellas y gérmenes de sus disposiciones futuras, y su alma no difiere prácticamente en nada del alma de las bestias durante ese período”. Aristóteles
La tranquila aceptación de la evidencia por Aristóteles fue sustituida más tarde por el mito antropocéntrico del presunto abismo entre los hombres, hijos de Dios y portadores de almas inmortales, y los demás animales, meras cosas. En el siglo XVII, Descartes trató de defender la mitología cristiana mediante teorías tan peregrinas como la de que nosotros somos puro pensamiento, mientras que los demás animales serían meras máquinas sin sentimientos. Esta mezcla de superstición y filosofía cartesiana bastó para negar la evidencia durante dos siglos, hasta que la biología se constituyó como ciencia con Charles Darwin.
A Darwin, el más cuidadoso observador de la conducta animal de su tiempo, no le cabía la más mínima duda de que los animales tuviesen sentimientos y emociones, y los expresasen de modos inequívocos. En 1871 publicó The descent of man, and selection in relation to sex (El origen del hombre, y la selección en relación al sexo), donde expresó rotundamente que “no hay diferencia fundamental entre el hombre y los mamíferos superiores en cuanto a sus facultades mentales”, señalando que las diferencias son graduales y que, dentro de ese continuo, “hay un intervalo mucho mayor en potencia mental entre uno de los peces más primitivos, como la lamprea, y uno de los grandes simios que entre un simio y un hombre”. Para Darwin “es obvio que los animales inferiores, al igual que el hombre, sienten placer y dolor, felicidad y miseria. La felicidad nunca se exhibe tan claramente como cuando juegan juntos animales jóvenes, tales como los gatitos, los cachorros, los corderos, etcétera, al igual que nuestros propios hijos”, y “el hecho de que los animales no humanos se excitan con las mismas emociones que nosotros está tan bien establecido” que no son necesarios muchos argumentos.
Sin embargo, en 1806, sir Charles Bell había escrito un libro insistiendo en la tesis del abismo entre el hombre y los demás animales, en el que defendía que sólo los humanos habrían recibido del Creador la capacidad de sentir emociones y de expresarlas, como prueba de lo cual argüía repetidamente que había músculos en la cara humana sin parangón en el reino animal. En 1872, Darwin publicó The expression of the emotions in man and animals (La expresión de las emociones en hombres y animales), donde prueba todo lo contrario. La obra es de una extraordinaria riqueza. Darwin era un observador minucioso de las expresiones de los animales domésticos y recopilaba cuanta información podía sobre animales lejanos.
Las detalladas observaciones de Darwin sobre las diversas maneras como los animales humanos y no humanos expresamos nuestras emociones, teniendo en cuenta todo el repertorio de fruncimiento de entrecejos, movimientos de ojos, posición de orejas, apertura de boca, erizamiento de pelos, meneo del rabo, posturas corporales, sonidos (ronroneos, gemidos) y otros síntomas, son todavía frescas y en gran parte correctas. En efecto, las emociones de los demás son en parte transparentes y podemos detectarlas sin dificultad si sabemos distinguir sus expresiones faciales y corporales. El rabo del perro es elocuente. Cuando tiene miedo, recoge el rabo y lo introduce entre las patas traseras. Cuando está enfadado y agresivo, lo levanta rígidamente. Si está contento, lo agita suavemente de un lado a otro.
Durante la primera mitad del siglo XX, las realistas ideas darwinianas fueron eclipsadas por los prejuicios antropocéntricos, la negación ideológica de lo innato y la estrecha limitación metodológica a lo fenoménico impuesta por el conductismo. La psicología conductista pretendía aplicar un método chatamente positivista al estudio de la conducta, prohibiendo toda teorización que tuera más allá de la mera descripción y sistematización de la conducta externa observada. Esa metodología habría hecho imposible la física moderna, por ejemplo, aunque afortunadamente allí nadie trató de introducirla. Además, en la práctica se aplicaba inconsistentemente. Se aceptaba que nosotros, los humanos, tuviésemos emociones, aunque éstas fuesen por su propia naturaleza inobservables, pero no se aceptaba que las tuviesen los animales, en los que eran igualmente inobservables. De hecho, en los laboratorios conductistas se condicionaba a los estudiantes a reprimir cualquier comprensión o sensibilidad (es decir, a desenchufar sus recursos cognitivos genéticamente dados) y a convencerse a sí mismos contra toda evidencia de que los animales del laboratorio no eran animales, sino máquinas. Yo sólo puedo estar completamente seguro de mi propio dolor, claro. Quizá mi vecino y mi perro sean meras máquinas. Sin embargo, si mi vecino y mi perro manifiestan la misma conducta externa que yo cuando sufro una emoción o un dolor, y tienen mis mismas estructuras cerebrales y hormonales implicadas, parece poco científico atribuirme a mí y al vecino estados internos distintos que al perro. O todos somos meras máquinas, o ninguno. En cualquier caso, todo esto es una discusión bizantina. Hay que estar dormido para convivir con animales domésticos o salvajes sin darse cuenta de sus emociones.
El cambio de la marea científica ha venido del progreso paralelo de la etología (el estudio de la conducta de los animales en libertad) y de la neurología (el estudio del funcionamiento del cerebro), que han acabado por minar el prejuicio conductista y abrir a la investigación científica la vida afectiva de los animales.
Los etólogos que han pasado muchos años entre los elefantes, como Cynthia Moss o Joyce Poole, han aprendido a reconocer las múltiples y sutiles emociones de los paquidermos, incluido su sorprendente sentido de la muerte y sus muestras de aflicción por el fallecimiento de sus seres queridos. Cuando un elefante agoniza, sus parientes y amigos lo acompañan. Una vez muerto, tratan de reavivarlo, y cuando esto falla y se resignan, se quedan varios días junto a él, guardándole luto y tocando sus restos delicadamente con la trompa de vez en cuando. Tras observar repetidamente esta conducta, “no me cabe duda”, declara Poole, “de que experimentan emociones profundas y tienen cierta comprensión de la muerte”.
Jane Goodall ha pasado muchos años entre los chimpancés y ha observado todo tipo de emociones, desde la curiosidad más despierta hasta la agresividad destructiva, pasando también por la aflicción ante la muerte de los seres queridos. Flint era un chimpancé joven y sano, afectivamente dependiente de su madre, la matriarca Flo. Flo murió a los 50 años. Flint se negó a abandonar el cadáver de su madre, agarrándole la mano y gimiendo lastimeramente durante días. Tan triste estaba que incluso rechazaba la comida que le ofrecían sus hermanos. Al cabo de tres semanas se murió también, al parecer de pena.
Desde luego, no todas las emociones son tristes. Desde siempre, los observadores de las evoluciones juguetonas, los saltos y las carreras de los delfines han visto en ellos el paradigma de la alegría de vivir Sin embargo, incluso estos alegres animales pueden morir de estrés, como les ocurre a algunos durante los procesos de adiestramiento a que son sometidos, lo que ha llevado al más famoso adiestrador de delfines, Ric O’Barry a abandonar esa práctica.
El diencéfalo (que incluye el sistema límbico) es responsable de tareas tan diversas como el control endocrino, la regulación de la temperatura, los relojes biológicos, el comportamiento sexual y la reproducción. El diencéfalo es también la sede de la vida emotiva de los craniados. En esta área se producen emociones como el miedo, el estrés, la impaciencia, la agre¬sividad, el hambre, el dolor, el aburrimiento, el placer, la ternura o el cariño, mediadas por ciertos neurotransmisores, como la dopamina y la serotonina. El sistema límbico es un conjunto de pequeñas estructuras (como el hipotálamo, la glándula pituitaria y las amígdalas) estratégicamente situadas en medio del encéfalo, entre el tronco cerebral por abajo y el cuerpo calloso y el córtex por arriba. El sistema límbico está especial e intrincadamente desarrollado en todos los craniados amniotes (es decir, en reptiles, aves y mamíferos) y surgió entre los antepasados comunes a todos ellos, hace más de 300 millones de años. El sistema límbico está directamente implicado en las reacciones emocionales de esos animales, sobre todo las que tienen que ver con la supervivencia, como la atracción sexual, el miedo o la agresión. El hipotálamo, aunque tiene el tamaño de un guisante y pesa sólo cuatro gramos, regula un montón de actividades y estados somáticos, incluido el nivel hormonal, el sexo y las emociones. El hipotálamo está directamente conectado a la glándula pituitaria que a su vez dirige el sistema endocrino, secretando hormonas que transmiten las órdenes del cerebro a las otras glándulas del animal. Las amígdalas, así llamadas por su forma de almendras (como las de la garganta, con las que no hay que confundirlas), se activan cuando el animal (hombre o rata) siente miedo. Su estimulación eléctrica localizada, por otro lado, produce terror intenso. Ratas y seres humanos con las amígdalas dañadas son incapaces de sentir miedo en situaciones peligrosas.
En los seres humanos, nuestros estados emocionales están asociados a la presencia de ciertos neurotransmisores (moléculas que comunican unas neuronas con otras a través de las sinapsis). En concreto, nuestros estados de excitación y placer están caracterizados por la presencia de abundantes dosis de dopamina. El neurólogo Steven Siviy ha encontrado que, cuando las ratas juegan animadamente, sus cerebros segregan grandes cantidades de dopamina. Sin duda encuentran el juego excitante. Incluso anticipan el juego y se vuelven activas y excitadas al ser llevadas al campo de juego. Sin embargo, si se les administra una sustancia que bloquea la dopamina, cesa toda esa conducta. El neurólogo Panksepp ha descubierto también que las ratas que juegan producen endorfinas, como nosotros. La hormona oxitocina, que desempeña un papel en la actividad sexual y el afecto entre humanos, también interviene en el cortejo y formación de pareja entre los topillos de campo.
Las estructuras cerebrales y los neurotransmisores implicados en las emociones, así como el sistema endocrino, son básicamente comunes a todos los craniados, por lo que en todos ellos pueden darse las experiencias emocionales. Así, ante situaciones de peligro potencial, el sistema límbico ordena a las glándulas suprarrenales que llenen la sangre de adrenalina, para prepararnos al combate. Desde dentro experimentamos esa preparación como enfado o coraje. Si el combate no llega, el coraje se transforma en estrés. Esto nos pasa igual a los humanos, a los delfines y a las ratas. Por tanto, y según los cánones más elementales de la ciencia, si nosotros a veces nos enfadamos, lo mismo les pasa a los demás mamíferos.
En los últimos años, un número creciente de libros y artículos de etología y neurología ha marcado un punto de inflexión que anuncia el arrinconamiento de la metodología exclusivamente conductista y el reconocimiento de las emociones de los animales. En 1996, Susan McCarthy y Jeffrey Masson reunieron una amplia documentación etológica en When elephants weep: the emotional lives of animals (Cuando los elefantes lloran: las vidas emocionales de los animales) y el neurólogo Joseph LeDoux publicó The emocional brain (El cerebro emocional), una presentación rigurosa de los mecanismos neurales de las emociones. Desde entonces, las publicaciones se han multiplicado. Recordemos Affective neuroscience: the foundations of human and animal emotions (Neurociencia afectiva: los fundamentos de las emociones humanas y animales), del neurólogo Jaak Panksepp, publicada en 1998, que ha marcado un hito. En 2000 han aparecido los libros de N. Ladygina-Kots y F. de Waal, Infant chimpanzee and human child: instincts, emotlons, and play habits, una comparación de las emociones y juegos infantiles en chimpancés y humanos, y la importante antología del biólogo Marc Bekoff, The smile of a dolphin: remarkable accounts of animal emotions (La sonrisa de un delfín: informes notables sobre las emociones animales), que acaba de aparecer, y en la que más de cincuenta investigadores presentan los resultados de sus estudios de campo. Anteriormente, estas observaciones eran ignoradas por los conductistas, que las tildaban de meras anécdotas. Pero, como señala Bekoff “el plural de anécdota es datos”. Y los datos son tantos que resultan ya difíciles de ignorar. Desde luego, todo el progreso actual en la lectura de los genomas de diversas especies va en la misma dirección. Son los genes los que en último término deciden lo que es cada animal, Y resulta sorprendente cuantos genes compartimos todos los mamíferos. En el caso de los chimpancés, compartimos casi todos los genes con ellos, por lo que la tarea de buscar los pocos en que nos diferenciamos tiene toda la dificultad de buscar una aguja en un pajar.
Porque los animales sienten emociones, gozan y padecen, podemos ponernos imaginativamente en su lugar y comprenderlos empáticamente, podemos compadecernos de (padecer con) ellos, cosas que no podemos hacer con una seta, o con una piedra, o con una máquina, que, careciendo de sistema nervioso, son inasequibles a las emociones e incapaces de sufrir.
El creciente reconocimiento científico de las emociones animales y de su capacidad para gozar y sufrir es una de las fuerzas que impulsan la revolución moral de nuestros días, que incluye nuestras relaciones con la naturaleza y con nuestros compañeros de fatigas y sentimientos que son los animales. La prestigiosa Universidad de Princeton ha nombrado para ocupar su nueva cátedra de ética a Peter Singer, el conocido defensor de los derechos de los animales. En cualquier caso, en el mundo artificial, abstracto, exangüe y virtual en que se desarrolla una parte creciente de nuestra actividad, corremos el riesgo de perder el contacto con las raíces de la vida y el sentido de la realidad. Nosotros no somos máquinas, sino animales, y lo olvidamos a nuestro propio riesgo. Quizá como reacción aumenta el interés por la inteligencia emocional y por las emociones en general Como ha observado Annie Frelich, incluso nuestros animales domésticos “nos enseñan a amar abiertamente” y sin tapujos.
En el monasterio de New Skete, en Nueva York, se cultiva el contacto con los perros. Los perros, comenta el padre Christopher “sensibilizan a los humanos y les hacen sentir la magia de la vida, cuán maravillosa la vida realmente es”. Es que ya ni a los curas les cabe duda de que los animales tienen emociones.
Fuente: xtec.es - Animales con sentimientos
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NOTAS
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