Con los años y unos cuantos kilómetros recorridos, llegué a la conclusión de que un buen viajero no es tanto aquel que conoce decenas de ciudades en tiempo récord sino quien guarda y atesora para sí aún aquellos recuerdos que para el resto pueden aparecer como insignificantes o carentes de sentido.
Hace poco, leyendo el blog de Aniko Villalba, descubrí su obsesión por recolectar naipes que encuentra tirados en diferentes ciudades por las que pasa, y no pude más que hacerme la pregunta acerca de cuál era la mía, si la tenía, y cuales eran las cosas que en los viajes realizaba de un modo repetitivo, incluso, muchas veces de modo inconciente.
Así es como llegué a la conclusión de que de cada lugar por donde paso, además de traerme los mejores fotogramas en la retina, suelo entablar una relación bastante particular con la fauna de cada sitio. Y cuando digo fauna no me refiero a animales de gran tamaño, ya que muchas veces los más pequeños suelen llamar mi atención y lograr que les dedique un tiempo especial, el cual generalmente acaba coronado con una fotografía que sella el encuentro:
Entre tantos de los que recuerdo elegí algunos para compartir con ustedes:
Gatos
Si bien nunca fueron mi debilidad (como sí lo son los perros) debo confesar que algunos de ellos me movilizaron gratamente y me sorprendieron ya sea por su belleza o por el aire que le otorgaban a la ciudad donde los vi. Una de ellas, por ejemplo, fue una gata de angora color naranja y blanco que en las mesas del café de la entrada de la Hagia Sofía en Estambul, caminaba sobre las mesas husmeando el olor a café a la vez que se refregaba contra los turistas para que le devolvieran una caricia.
La otra que se me viene a la mente fue otra que en el casco histórico de Colonia se escondió tras unos gomeros gigantescos y desde allí no se movió hasta que la camarera del famoso restaurante que tiene como mesa a un viejo auto abandonado, me trajo una ensalada de mariscos, lo cual la invitó a salir y convertirse en la más afable que haya visto en Uruguay.
La tercera fue Minucha (Minouja como la llamaba su amo, en polaco) y de ella es de quien menos me podré olvidar ya que fue mi fiel compañera de cuarto en la vieja casona de Varsovia donde renté una habitación. El dueño me contó que cuando no tenía huéspedes la hacía dormir allí, razón por la cual todo aquel que llegaba inevitablemente tendría que compartir el espacio con ella. Y yo no fui la excepción.
El cuarto fue un gato persa que una mañana vi en una jaula de una tienda del centro de Atenas. Eran las primeras horas y yo iba camino al Museo Arqueológico Nacional. Al verlo me detuve por que me llamó mucho la atención, ya que era muy bonito pero más me sorprendió su precio: 10 euros. Pero lo más increíble fue que al volver del museo (ya casi al atardecer) volví a verlo en la vidriera pero con una diferencia: ahora su valor había bajado a 5 euros y lo rifaban, descaradamente, por la mitad del precio. Perros
Los perros de Atenas son los que más me llamaron la atención. Allí son los verdaderos dueños de la calle y se los puede ver en todos los rincones e incluso viviendo las situaciones más bizarras que a nadie se le ocurriría (he visto una decena de perros junto a los transeúntes esperando el semáforo para cruzar la calle, durmiendo de a grupos en las plazas públicas o acampando en sitios como el Partenón, el Templo de Zeus o la Plaza Syntagma).
Otro que recuerdo con mucha simpatía fue un pequeño caniche toy antigüeño (propiedad de la tía de una amiga) que se encariñó tanto con mi visita que, al terminar ésta, comenzó a aullar desconsoladamente y me siguió hasta la puerta mordiéndome las zapatillas en señal de que no me fuera. Aún recuerdo sus alaridos desde la camioneta y mi amiga repitiéndose para sí que la próxima vez lo encerrarían en el altillo, por que era peor que un niño.
Pero la que más caló en mi memoria fue Wayra, una dálmata jujeña que era la mascota de una familia porteña que vivía en San Salvador de Jujuy y que rentaban habitaciones para turistas en tránsito a Bolivia. Al otro día de estar allí me contaron que de cachorra había tenido una enfermedad grave y que, pese a haberse salvado, le había quedado como consecuencia un retraso cognitivo y una gran temerosidad. Luego de seis días de convivir con ellos, la perra entró en mi habitación y nadie se podía explicar por qué se encontraba tan amigable. Yo tampoco lo sabía y de hecho, jamás lo supe. Al finalizar mi estadía, antes de abandonar la casa, le hice un retrato y me lo guardé para siempre. Hoy puedo decir que es una de las mejores fotos de animales que hice.
Tortugas: En el Monterrico (una exótica playa virgen del Caribe guatemalteco) un grupo de veterinarios y antropólogos crearon un espacio para preservar las tortugas marinas, las cuales se encuentran en extinción en la zona. En el tortugario que se encuentra frente a la playa habitan cientos de especies (las hay rarísimas) y allí mismo erigieron un cementerio, donde entierran los huesos de aquellos ejemplares que mueren en altamar y son arrastrados hasta la orilla.
Lobos marinos: ícono del puerto marplatense, los lobos que habitan en la bahía de los pescadores a orillas del faro son un espectáculo digno de ver al menos una vez en la vida. Con sus cuerpos excesivos y sus gracias naturales regalan su simpatía a chicos y grandes que los disfrutan por igual.
Guacamayo: nunca había visto colores tan vivos como los del guacamayo aquel que pusieron en mis manos en un lujoso hotel de la Antigua. Con una combinación de rojos, azules y amarillos dignos del cine en technicolor, ese espécimen fue uno de los espectáculos más increíbles que ví, junto al de los camellos de Egipto.
Llamas y camellos: ya sean en forma de llamas andinas o camellos del Sahara, los camélidos son junto a los perros, mis dos debilidades del mundo animal. La llama de la foto era paceña y apenas vió que saqué la cámara para fotografiarla me arrojó un escupitajo sobre el lente marcando su territorio de un modo genuino y con personalidad. Los camellos de Gizah, en cambio, gozan de la parsimonia de los orientales y se muestran simpáticos, afables y con una predisposición pacífica muy distinta a la de las llamas o las vicuñas americanas.
La gallina y la vaca son dos muestras de nuestra rica fauna patagónica. La primera habitaba en la casa de una familia mapuche de la zona de Catritre y andaba suelta por el terreno escoltada por una docena de polluelos que la seguían por toda la finca. La vaca, al contrario, era puesta frente al lago sólo por un par de horas, las suficientes para que pastara y se alimente. Una vez finalizado el día era arreada junto con la manada hasta donde se las encerraba hasta una nueva salida.
El burro egipcio: del mismo modo que en nuestro país aún hoy se ve la tracción a sangre, en Egipto los burros son un medio legítimo de transporte y se los usa tanto para atravesar el desierto como para cargar mercaderías en las grandes ciudades. De todos los tamaños y razas, esos pequeños equinos son una verdadera herramienta de trabajo y de locomoción.
Como puede verse, la figura y el rol de los animales varían según la sociedad donde se los ubique. En algunas funcionan como mascota y en otras son utilizadas como atracción o simples herramientas de trabajo. Lo cierto es que, pese cual sea la función que cumplan, seguirán embelesando a quienes se posan frente a ellos y les roban una foto como trofeo del viaje. Quizás algún día, dejen de ser vistos como un objeto y pasen a formar parte de la memoria colectiva de los pueblos.