Hay muchas y muy buenas versiones cinematográficas de “Anna Karenina”, en parte porque el original literario de León Tolstói hace ya un rico retrato del alma femenina. Entre todas, quizá la adaptación de Clarence Brown de 1935 sea la más clásica y esencial, la que ha perdurado en la memoria colectiva gracias a las interpretaciones de Fredric March y Greta Garbo. De todos es conocida la historia de amor entre esa mujer casada y ese joven militar que terminó poniendo el corazón en su carrera. También es sabida la fuerza de la pasión que fue capaz de romper un matrimonio, y el peso de la culpa que terminó por sepultar bajo las vías del tren a una mujer joven y hermosa… que “estaba condenada a una desesperación inimaginable o a una dicha inimaginable”
La primera escena en la estación resulta premonitoria del desenlace trágico con que cerrará esta historia de estructura circular. El destino está escrito y la soledad parece exigir alojo en el alma de Anna: aunque feliz por su hijo, ya al inicio atisbamos un vacío en su alma de mujer casada que la lleva a abandonarse en los brazos del conde Vronsky, para más tarde seguir padeciendo esa misma soledad cuando es privada de su hijo o de su querida sociedad aristocrática, y terminar sintiendo el abandono de quien se ha cansado de ella y prefiere incorporarse al regimiento para ir a la guerra serbio-turca. En ese sentido, se puede decir que Anna había tenido ya un suicidio emocional al ser separada de su hijo -lo único que le importaba en la vida-, un suicidio social al ser repudiada por un entorno que atendía sobre todo a las apariencias, para finalmente entregar su vida a un tren que avanzaba inexorablemente.
El tren como metáfora de la vida y del destino, y esa figura de mujer que surge el inicio como un enigmático fantasma entre el humo del ferrocarril, y que en cambio es dejada fuera de campo en la última escena… impidiendo al espectador asistir al final de un mito que permanecerá en su mente como la mujer fatalmente enamorada y de conciencia atormentada. Esa misma mujer ha tenido, por otra parte, su momento de gloria en el que se convirtió en centro de miradas y atenciones. Fue en el baile en honor de Kitty, cuando su belleza atrajo las miradas del conde Vronsky y su vestido negro -único en esa elegante mazurca- la convirtió en el cisne negro de una sociedad narcisista y ociosa. Curiosamente, en la carrera de caballos, el conde será el único que vista de uniforme blanco… sin duda para resaltar al protagonista entre la multitud, pero también para apuntar esa dicotomía que alienta toda la historia.
Dos caras para una Anna que no puede prescindir de su amado ni tampoco de su hijo, y dos caras para una sociedad dada al chismorreo y a los códigos hipócritas. Una encrucijada y una tensión imposibles de resolver si no era con la catarsis total, como si la muerte fuera la única salida a un sentimiento que no casaba bien con la conciencia. En su novela, Tolstói retrata el alma femenina y también el alma rusa, dada al honor y a una religiosidad formal, a una vida social que se repartía entre bailes, óperas y carreras de caballos… y donde la mujer era postergada al ámbito familiar mientras el hombre hacía su carrera de día o de noche. En su película, Clarence Brown hace gala de una precisión milimétrica con diálogos que no tienen desperdicio, mientras que el rostro de Greta Garbo transmite todo el misterio que se esconde en el alma de una mujer condenada por el corazón y la conciencia, en las entrañas de un cisne blanco que quiso convertirse en negro
En las imágenes: Fotogramas de “Anna Karenina” – © 1935. Metro-Goldwyn-Mayer (MGM). Todos los derechos reservados.
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Publicado el 15 junio, 2014 | Categoría: 8/10, Años 50, Drama, Filmoteca, Hollywood, Romance
Etiquetas: amor, Anna Karenina, Clarence Brown, conciencia, Fredric March, Greta Garbo, León Tolstói