Revista Cine
La historia de amor más divertida del cine
Personalmente con Woody Allen me pasa lo mismo que con Alfred Hitchcock o Martin Scorsese: cualquier obra “menor” de estos cineastas me parece un triunfo absoluto. Sólo unos pocos directores, como (casi unánimamente) se considera a Allen y Hitchcock (el caso de Scorsese, siendo quizás el mejor director norteamericano vivo, ya es menos objetivo) han adquirido ese prestigio que hace que no importa qué segmento (película) de su carrera escojas para ver: sabes que la disfrutarás de principio a fin. Lo que ocurre con Annie Hall es que no es una obra menor, sino uno de los trabajos más reconocidos del director neoyorquino, pero que quizás ha sido relegado por cierto sector de la crítica a un discreto segundo plano, por detrás de cintas que personalmente considero inferiores como las pasadas por el filtro del b/n Zelig (1983) y, por qué no admitirlo, (cáiganme los palos), Manhattan (1979), una cinta estupenda pero elevada a un quizás injusto mito (Annie Hall me parece un mejor icono de la ciudad de Nueva York, además de que Annie Hall es la primera en la que Allen hace uso de su “musa”, o sea, esa urbe).
Pero revisando la filmografía de Allen uno se da cuenta que cualquier film “menor” o “menos conocido” de su carrera es enormemente divertido y entretenido, al menos para quien no conozca su obra, como es el caso de cintas tan alejadas de lo más notable de su filmografía, como algunos de sus trabajos de finales de los 80- Días de radio(Radio days, 1987)-, algunas de los años 90- Sombras y niebla (Shadows and fog, 1991) - o algunas de las más o menos cercanas en el tiempo- Granujas de medio pelo (Small time crooks, 2000). Pero, en honor a la verdad y siempre a mi juicio, también ha hecho alguna que otra tontería- casos de Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan murder mistery, 1993) o Vicky Cristina Barcelona (2008). Huelga decir que me dejo en el camino un innumerable abanico de sus maravillosas obras sin mencionar. Aunque si hablamos de Annie Hall, hablamos de seguramente el inicio de la etapa digamos más madura de Allen y de una de las mejores cintas de toda la década de los 70, década por cierto en la que Allen sustentó gran parte del prestigio como cineasta y cómico que hoy en día posee.
Una de las más sinceras y divertidas muestras de amor vistas en la gran pantalla, con un Allen que se estableció ya definitivamente entre los cineastas más importantes de su época y que más o menos se interpreta a sí mismo (un comediante) que inicia una relación con una fotógrafa –cantante (Keaton, seguramente la actriz más importante de los años 70). No se puede detallar más la trama, pues ha de verse la peli para disfrutar con los métodos tan desternillantes que Allen emplea para contar la historia, como los subtítulos que aparecen en pantalla y que equivalen a los pensamientos de los protagonistas en ciertas escenas (“me pregunto cómo será desnuda) o los continuos flashbacks a la infancia del protagonista.
Deliciosa de principio a fin y que significó un perfeccionamiento de Woody Allen en su tratamiento de la comedia (hasta entonces era más a salto de mata y con una estructura menos cuidada- Toma el dinero y corre (Take the money and run, 1969), Bananas (1971) o El dormilón (Sleeper, 1973); en La última noche de Boris Grushenko (Love and death, 1975) ya se le vió algo más de interés al menos a nivel formal- aunque igualmente brillante. Estos trabajos, además y por otra parte, podían verse como sátiras o parodias de géneros como el gangster film (Toma el dinero y corre), los films bélicos (Bananas), la ciencia-ficción (El dormilón), o el “bigger tan life” drama de época al estilo de Guerra y Paz (La última noche de Boris Grushenko)
A día de hoy resulta de las que más prestigio ostentan, gracias sobre todo a la catarata de Oscars que recibió (peli, director, actriz y guión: casi nada), abordando la problemática de las relaciones de pareja desde un punto de vista cínico a la vez que divertido, pasando por todos los aspectos que atraviesa toda relación y huyendo de un planteamiento lineal, de modo que Allen dota a la cinta de una frescura y originalidad como pocas veces (si acaso, el propio Allen de nuevo) se ha visto. Todo esto se ayuda de un magnífico y nunca reconocido talento visual (algo que se suele obviar en el cine de Woody Allen, a favor de su facilidad para los guiones). En este triunfo de lo visual incluyo, por otra parte, los continuos saltos en el tiempo de la película, así como, por ejemplo, el primer plano de la cinta, con Allen dirigiéndose a los espectadores contando un chiste de Groucho Marx, mezclado con, cómo no, tanto una espléndida tarea de guión y montaje como unas constantes temáticas que serían el pan de cada día de la carrera del realizador- esto es, las relaciones de pareja y todo lo que estas conllevan- sin dejar de lado las reflexiones artísticas y/o filosóficas tan comunes también en las películas de Allen, tales como la muerte, el sexo, la religión o el psicoanálisis, y también referencias a películas como La strada (1954) o, más contemporáneas a ésta, El padrino (1972)-.
A la brillante y muy inteligente construcción del conjunto ayudan los continuos y desternillantes diálogos entre la pareja protagonista. Extremadamente disfrutable de principio a fin, con esa frescura y vitalidad que engancha al espectador desde la primera secuencia (la de Allen dirigiéndose a la audiencia contando un chiste de Groucho Marx) y que hace reír constantemente, considerada por mucha gente como su obra más redonda, dentro de una filmografía que no baja de una media de notable y alto, producto del inagotable- pese a que sus películas sean más o menos reconocibles desde los títulos iniciales, gracias a los mismos títulos de crédito, la música, etc.- talento de su autor. Diálogos y citas desternillantes como “No te metas con la masturbación. Es hacer el amor con alguien a quien yo quiero”, “yo intento hacer con las mujeres lo mismo que Eisenhower ha estado haciendo al país”, “ una relación es como un tiburón: tiene que estar continuamente avanzando o se muere. Y me parece que lo que aquí tenemos es un tiburón muerto” o la misma conclusión del relato, con Allen cerrándolo con otro chiste tal y como lo había iniciado y con el que resume lo que él piensa de las relaciones humanas y/o de pareja (“Un hombre va al médico y le dice: “Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina”. Y el médico le responde: “¿Por qué no lo lleva a un manicomio?”. Y el tío le dice: “Lo haría, pero necesito los huevos”. Así veo yo las relaciones: totalmente irracionales y absurdas, pero continuamos teniéndolas porque, la mayoría, necesitamos los huevos”
Una extremadamente encantadora comedia con la que Woody Allen elevó dicho género a una nueva dimensión: una comedia romántica inteligente, cultural o adulta, diría yo. Recomendable para todo el mundo.