Revista Espiritualidad

Anomia: La Desmemoria de los Nombres

Por Av3ntura

Cuando aprendimos la gramática de nuestras lenguas en el colegio, nos enseñaron que había dos clases de nombres o sustantivos: los nombres comunes, de los que nos valemos para designar las cosas o las personas en general, y los nombres propios, a los que acudimos para hablar de algún lugar o de alguna persona, animal o cosa muy concretos. Así, cuando hablamos de un barrio, de un perro o de un libro cualquiera estaremos utilizando nombres o sustantivos comunes (barrio, perro, libro). Pero si hablamos de Triana, de Boby, o del Quijote, lo primero que hacemos es ponerles la primera letra en mayúscula, puesto que son nombres propios.

Los nombres, al igual que los adjetivos, nos sirven para poder describir con ellos nuestras vidas y darle sentido a lo que se nos pasa por la cabeza o se nos escapa del corazón. Pero, ¿nos hemos imaginado alguna vez cómo sería nuestra forma de comunicarnos con los demás si no pudiésemos hacer uso de muchos de los nombres comunes ni de los propios?

¿No nos ha pasado que, de repente, en medio de una frase nos quedamos en blanco porque no acabamos de acertar la palabra que se nos ha quedado secuestrada justo en la punta de la lengua? Cuando nos vemos en esa tesitura, es muy común que empecemos a jugar con las palabras para despistar a nuestros interlocutores, tratando de evitar que piensen que tenemos un problema de memoria. Así, podemos valernos de descripciones del tipo:

“Es redondo, de color rojo, lo usamos en las ensaladas y para preparar salsas”, cuando la palabra que se nos resiste en ese momento es “tomate”.

Anomia: La Desmemoria de los Nombres

Escultura El nómada- de Jaume Plensa- en Antibes- Francia. La obsesión por las letras y los símbolos de este artista está muy presente en buena parte de su obra, expuesta en diferentes países de todo el mundo. ¿Qué seríamos los humanos sin poder juntar letras para hilvanar palabras con las que dar sentido a nuestras relaciones con los demás y a nuestros recuerdos?


A veces también nos sorprende la desmemoria cuando nos encontramos con alguien a quien sabemos que conocemos, pero somos incapaces de recordar su nombre.

¿Estaremos desarrollando un trastorno de Alzheimer?- nos hacemos broma a nosotros mismos, como si una enfermedad de consecuencias tan dramáticas se pudiese prestar a tales frivolidades.

Porque, aunque es cierto que uno de los primeros síntomas de tal enfermedad es la dificultad para recordar el nombre de las cosas, definida como ANOMIA, hay muchos otros trastornos bastante menos graves que acusan esos mismos síntomas.

En psicopatologia, podemos llegar a distingir 3 tipos de anomia: la léxica, la fonológica y la semántica.

ANOMIA LÉXICA- Es la forma más pura de anomia y sucede cuando la persona que la padece es incapaz de leer palabras escritas, aunque las haya escrito ella misma. Pese a que la persona conoce perfectamente el significado de una palabra, le resulta imposible acceder a ella.

ANOMIA FONOLÓGICA- Quienes la padecen conocen perfectamente la palabra que quieren expresar, pero les resulta imposible hacerlo porque a nivel fonético han olvidado cómo pronunciarla.

ANOMIA SEMÁNTICA- Las personas que padecen este último tipo de anomia, tienen problemas para conceptualitzar, que vienen determinados por déficits cognitivos y memorísticos.

Aunque estén más relacionadas con la existencia de tumores cerebrales, demencias degenerativas y trastornos del lenguaje consecuentes a accidentes cerebrovasculares, las anomias pueden presentarse en cualquier persona aunque esté perfectamente sana.

La falta de atención, el estrés, la rutina, el no ponerle emoción a lo que vivimos, el estar pero sin estar del todo o el recurrir a la eternizada excusa de la falta de tiempo para lo importante en pro de lo que creemos que no puede esperar, son condiciones que nos obligan a vivir en piloto automático, sin ser muy conscientes de lo que estamos viviendo en realidad, ni tampoco de lo mucho que nos estamos perdiendo.

La memoria es como un gran almacén en el que vamos acumulando vivencias. De niños no solemos tener problemas para recordar las cosas, porque el almacén es enorme y apenas hemos guardado en él unas cuantas cajas. Aunque no las hubiésemos etiquetado adecuadamente, seríamos capaces de encontrarlas sin mucho esfuerzo, pues las recordamos perfectamente. Pero, a medida que crecemos, seguimos llenando cajas de momentos, de situaciones, de personas que vamos conociendo, de libros que vamos leyendo, de películas que hemos visto en el cine, de canciones que hemos tarareado muchas veces, de lágrimas que hemos derramado o de medallas que le han ido otorgando a nuestros méritos.

Cuando esas cajas se vinculan a emociones, porque sus contenidos nos hemos dignado a experimentarlos con los cinco sentidos despiertos, automáticamente se etiquetan y, cada vez que algo nos devuelva a esas emociones que sentimos en el pasado, nuestra mente accederá a esos recuerdos. Pero, cuando se vive en piloto automático, porque todos los días nos resultan iguales y parece que nada nos hace reaccionar, nuestros recuerdos se guardan sin etiquetas en un enorme almacén que cada vez va estando más lleno y más desorganizado. El día que tratamos de buscarlos, nos será imposible dar con ellos, entre otras cosas, porque no habremos preocupado de grabarlos prestándoles la dosis de atención que nos requerían.

La memoria trabaja codo con codo con la emoción, pero también con la atención. Si la atención falla, los recuerdos se nos escapan de las manos.

Las situaciones de estrés pueden propiciar esa falta de atención y esos fallos de memoria.

Nuestra mente tiene mecanismos de defensa que no duda en poner en marcha cuando detecta que nos estamos poniendo en peligro. 

Esa ansiedad por llegar a todo, por no defraudar las expectativas que los demás se han creado en torno a nosotros, por tratar de no cometer errores o por esconder nuestros rasgos de vulnerabilidad, nos acaba pasando factura y nos juega malas pasadas en los momentos que menos lo esperamos. Habituados a nuestras rutinas, el día que hacemos algo diferente nos fastidia descubrir que nos hemos dejado las llaves en el abrigo que llevábamos el día anterior, o el teléfono cargándose en la oficina, o hemos tomado la calle equivocada porque no hemos recordado que teníamos que pasar por el supermercado al salir del trabajo. Y también se nos resisten ciertos nombres de cosas, de lugares y de personas, y no paramos de extendernos en circunloquios para disimular hasta que, cuando ya estamos a punto de tirar la toalla, aparece el nombre olvidado en la punta de la lengua y nos salvamos por la campana.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749


Volver a la Portada de Logo Paperblog