Nunca sabremos cómo sería la película que el bueno de Edgar Wright llevaba pergeñando desde antes de que la Marvel fuera adquirida por la Disney. Lo que sí parece es que su guión era bastante fresco y sólido. Tanto como para que su nombre prevaleciera tras las diferentes versiones, una vez que el autor de Zombis Party, Arma Fatal o Scott Pilgrim se apeara del proyecto.
Cuando, tirando de preferencias absolutamente subjetivas y personales, englobo (no me riñan) a Ant-Man, con Iron Man 3 y Los Guardianes de la Galaxia como las tres mejores películas Marvel que se han hecho hasta la fecha, un servidor se da cuenta de los tres principales aspectos que los tres filmes tienen en común: una añoranza por el cine de género de los años ochenta, tanto en el aspecto formal como en la narrativa visual; guiños que, más allá de miradas interpelativas al fan, pretenden una mayor ligazón con “la vida real”; y una absoluta rendición sin pudibundeces ante la comedia, sin caer en la relectura paródica, pero también sin miedo a la subversión de los mitos, condenando al ostracismo cualquier tipo de solemnidad o de lo que hoy en día se viene llamando “lo pastel”.
Lo de lo “ochenter” no hace falta explicarlo demasiado. Los ochenta fueron esos años donde, cansados de perder dinero en la década pasada, los grandes estudios se dedicaron a la producción en masa de títulos absurdos, de corte infantiloide y trama fastuosa, que dieron lugar a obras que viajaban de lo lisérgico a lo espeluznante, ricos en horror vacui y filigranas fotográficas. Eran años donde, para un hit musical, bastaba con que “Don Diablo se hubiera escapado”, y poco más. Si ven Ant-Man y luego recuerdan las otras dos películas que les cito, no hará falta entrar en detalles. La de James Gunn es un homenaje en toda regla, tanto que (salvo por que existe CGI) parece estar hecha en los mismísmos 80, y la de Shane Black… bueno, es del puto Shane Black, tiren de Imdb para ver de dónde viene y luego vuelvan a ver su aironmán.
Los guiños al fan son hábiles, constantes y sin peso. Son exactamente eso: guiños. Comprenden desde discretos letreros de negocios que hay en las localizaciones donde se pueden leer apellidos como Milgrom (ay, Milgrom, Milgrom… lo que has currado), hasta referencias con el nombre cambiado por el retorno de derechos a Hasbro (al marvelita pro le tendrá que flipar el “Microverso” presentado en el tercer acto del film), pasando por jugarretas a la mente del veterano, reutilizando al personaje de la hija de Pym (villana en los tebeos) de una forma tan acertada que no la puedo escribir aquí por si el que lee aún no ha acudido a las salas. Por otro lado, los guiños a nuestra realidad, negación de atemporalidad incluída (la película comienza en 1989, trazando un exordio, que nos lleva hasta nuestros días), reman a favor de la necesaria puesta al día del personaje, que venía de otros lares, ricos en psicotronía, y en apariencia nada en boga en nuestros días. Esta reinvención del personaje, por supuesto, también incluye contrafuertes de pseudociencia y fantasciencia mucho más rigurosos, conforme al conocimiento actual. A este respecto, recomiendo muy-mucho el artículo sobre esta cinta y sus pesquisas de mi amigo Iñigo de Prada en la página de Panini comics pinchando AQUÍ.
Y voy a hacer un apartado, para desarrollar ese aspecto de El Hombre Hormiga que me preocupaba desde que se que existe el proyecto, y que es el tratamiento de, precisamente, todo ese carácter que antes definía como psicotrónico. Apelaba a una imprescindible puesta al día, porque ya han pasado los años de la lectura seria que narrara El Increíble Hombre Menguante (el clásico indispensable de Jack Arnold que, sin duda, ha sido visto y revisto antes de empezar a rodar Ant-Man), e incluso han pasado los días de tremendismo desopilante para niños llevado a cabo en experimentos como Cariño he encogido a los niños (aquí ya jugaban las hormigas, ¿recuerdan?) y demás producciones que el propio paso del tiempo dotará de un carácter forzosamente mágico e inverosimil. Ant-Man es un personaje mártir de lo Amazing, lo Astonishing, lo Creepy, lo Bizarring o la expresión que se quieran inventar para todo ese barroco material que se publicaba en papel de pasta gorda en pasadas épocas de drogas lisérgicas, nuevas filosofías, música psicodélica, arte pop y descerebre en general. En el momento de brotar de las tripas de Stan Lee y Larry Lieber, El Hombre Hormiga era, sin ánimo de agitar, una fumada como un piano. El fruto de un cúmulo de libertades creativas que permitió una década (la de los 60) de todo punto irrepetible. Personajes exagerados y demenciales como el bueno de Hank Pym, Kamandi, el Phantomas mexicano, Zarpa de Acero y toda una inconmensurable caterva que parecía no tener fin, brotaban de las mentes de sus autores sin necesidad de una base científica sólida, una explicación rigurosa o una presentación pormenorizada (vamos que, ante todo, se trataba de huir del coñazo). Todas estas disquisiciones con las que les aturdo y doy la chapa en este párrafo, quedan perfectamente soslayadas en la película, optando por el sucesor de Pym, Scott Lang (Eric O’Grady hubiese sido demasiado, a estas producciones tienen que poder acudir los niños), como protagonista de la historia y relegando al primero a un tiempo pretérito, en el universo ya fantástico del espionaje de ciencia-ficción ochenter de la Guerra Fría (por lo visto, en esa versión de Wright que nunca veremos, había más de este material).
Y luego está lo de la comedia, el “no tomarse en serio” el material. La única vía digna (y, en el caso que nos ocupa, magistral) para tal zipi-zape de planteamiento, por mucho que les irrite a generaciones mucho más serias y sesudas que la de éste que escribe. Un meta-humor, que ya no parodia (la parodia, hasta ayer, era el tercer paso natural, tras la épica y la desmitificación) que el mundo del comic, como siempre diré: diez años por delante del cine, lleva abrazando desde esa época de jipis a la que nos referíamos antes, y el cine abrazó, precisamente, en esos añorados ochenta del plastiquete y el brillantín. Son detallitos, como que El Hombre Hormiga tenga que meterse en la bañera para poder ver entera en el espejo su pose innecesaria.
Para estos menesteres, los señores estos con puro que ponen y deponen, agregaron al guión original de Wright a los mejores tipos para que reescribieran la cosa y, de paso, añadieran las reglamentarias secuencias, tan sorprendentes como sobrantes (Uuuuuuuh, sale un Vengador, aunque no haga absolutamente NADA), para favorecer el crossover entre películas. Tipos como el propio Paul Rudd, que hacía las veces de gag-man durante el rodaje (el gag-man es una figura de Hollywood que solo inventa gags para aderezar las comedias, al igual que ya hiciera, por cierto, Shane Black en Depredador), y que firma el guión estoy seguro que con toda justicia. Paul Rudd es uno de los cómicos más rápidos de su generación, de la pandilla de Will Ferrell y Steve Carell, habitual del Saturday Night Live y de la televisión en directo, un cómico de tablas. Junto a Rudd y Edgar Wright, firma también el libreto Adam McKay, quien participara en los textos y dirigiera las indispensables El Reportero y Los Amos de la Noticia (Anchorman 1 y 2, en original), donde Rudd disparata a gusto y un habitual del SNL y la tele así, de cachondeo en general; por último, está también por ahí Joe Cornish, guionista-mercenario a destajo (de esos que llaman “de oficio”) y autor total de la más que interesante Attack the Block (2011).
Dirigiendo, otro maestro de la comedia como es Peyton Reed, señor que tiene pelado el culo de rodar chistes, gags, sketches y cuchufletas tanto en cine (entre cuyas comedias, veo necesario destacar la olvidada Abajo el Amor) como en televisión, donde ha realizado hasta el show del gran Weird Al Yankovich (todo queda en los ochenta).
En cuanto a este último apartado, Ant-Mant (no voy a hacer otro inciso para hablar de la no-traducción del título para España, porque si no esto puede ser más largo que ver El Rey León a las siete de la mañana) también entronca con la 3 de Ironman y con la peli del mapache que habla: la narrativa es clásica, salvo concesiones para recreo del 3D (a ver si se acaba pronto la moda), y la acción es fluida, límpida… Se monta, se omite, se mantiene la direccionalidad, se sigue, como el cine de siempre. El reparto es excepcional (ojo con las bestias pardas de Bobby Cannavale y Michael Peña) y los efectos, que hoy día se dan siempre por excelentes y ya no llaman la atención como antes, son simplemente espectaculares, no tanto por la calidad del CGI (cuidadín con el espectacular rejuvenecimiento digital del rostro de Michael Douglas en el 89, es perfecto de todo punto), sino por la mixtura de esta técnica con perspectivas forzadas, maquetas (impresionante el trabajo de Rebecca Baehler, en una unidad de rodaje aparte, encargada de filmar con macro los sets en miniatura) y los efectos especiales de producción “de toda la vida”. Ojo, muchísimo ojo, abierto hasta donde se pueda, con esa secuencia que ya se adivinaba magnífica desde el tráiler, donde Ant-Man y Chaqueta Amarilla se dan de hostias sobre la vía de un tren de juguete; un tren muy en la línea del Toot-toot de Fisher Price de los 60, por cierto (aquí no hay puntada sin hilo). Y el ojo que quede, para ese fantástico tiroteo sobre una maqueta, que para Ant-Man supone un edificio a tamaño real siendo bombardeado por balas gigantes.
Sin duda, El Hombre Hormiga envejecerá bien. Muy bien, además, ya lo verán.