En ninguna ha tenido tanta importancia la imagen como en la nuestra. Nuestras vidas están literalmente inundadas de representaciones de la realidad, tanto fotográficas como en movimiento. Las vemos en televisión, en el cine, en las vallas publicitarias, en internet y en nuestros móviles. Nos impactan, claro, pero estos impactos cada vez duran menos tiempo, porque nuevas imágenes pugnan por llamar nuestra atención, por hacerse efímeramente populares a nivel mundial. En cualquier caso, algo no ha cambiado: muchas de éstas sirven para remover nuestras entrañas, para advertirnos de que el mal, las guerras y los desastres siguen presentes en nuestro mundo y cumplen la misma función de denuncia que en su día ejercitó, por ejemplo, la fotografía de la niña vietnamita desnuda, con la piel abrasada, huyendo de un ataque estadounidense con napalm sobre su pueblo.
Las denuncias de las injusticias que producen las guerras y conflictos han existido desde siempre, aunque, antes de la invención de la fotografía, pocas fueron tan elocuentes como la serie de grabados de Goya titulada Los desastres de la guerra. Al trabajar en ella, el genial pintor aragonés sabía que estaba siendo subversivo al apartarse del propósito patriótico que conllevaba el encargo del general Palafox. Goya prefirió no apartarse un ápice de la terrible realidad de lo que sus ojos veían y, para enfatizar más este hecho, escribía al pie de los grabados frases alusivas a la autenticidad de lo que se representaba: la suciedad de un conflicto que manchaba sin distinción a todos los contendientes.
Con la llegada de las cámaras fotográficas, los corresponsales de prensa tuvieron entre sus manos un instrumento muy poderoso para hacer llegar al público una representación verídica de lo que significa luchar en una guerra y sus horrorosas consecuencias. En cualquier caso, las primeras imágenes bélicas no eran más que representaciones del paisaje después de la batalla, en muchas ocasiones con sus elementos manipulados en pos de un resultado más simbólico. En otras ocasiones eran imágenes de contenido patriótico, de gallardos soldados que se prestan a cumplir con su deber. Entre las dificultades de manejo de esos primeros equipos tan pesados, que debían sostenerse sobre un trípode y la censura militar, era difícil conseguir fotografías que reflejaran las realidad del campo de batalla. Otra cosa era fotografiar a los mutilados, a los que habían quedado sin rostro después de ser heridos. En el periodo de entreguerras se llegó a difundir de forma masiva esta clase de fotografías, creyéndose ingenuamente que la gente, al contemplar tales horrores, renunciaría para siempre a la guerra. Como sabemos, no fue así, porque la capacidad de manipulación de los dirigentes políticos sobre su pueblo, unificándolos contra un enemigo real o ilusorio, es una constante en la historia.
La Guerra Civil Española es quizá el primer conflicto en el que la fotografía se utiliza como arma de denuncia, en la que los europeos, que estaban a punto de sentir en sus propias carnes lo que sucedía en la Península Ibérica, pueden identificarse con esos civiles que mueren en los bombardeos mientras sus ciudades son arrasadas. En la Segunda Guerra Mundial la censura siguió siendo bastante efectiva y buena parte de la producción fotográfica fue utilizada como propaganda del propio bando, con hitos como la famosa y manipulada imagen de los soldados alzando la bandera en Iwo Jima, historia de la que Clint Eastwood realizó una notable película. También son tristemente recordadas las fotos del Holocausto, aunque la mayoría de ellas fueran realizadas una vez liberados los campos.
Este último hecho, debe servirnos de reflexión acerca de una realidad que se produce más que nunca en nuestro tiempo: lo que no tiene representación visual masiva no existe. Si el Holocausto, la Guerra de Vietnam o la Segunda Guerra Mundial son recordados en buena parte es porque existe una ingente cantidad de fotografías, películas y libros que rememoran constantemente estos acontecimientos. Otros hechos históricos, igualmente aberrantes, como el genocidio armenio, son infinitamente menos conocidos, precisamente por existir escasos documentos visuales acerca de los mismos. La fotografía viene cumpliendo desde hace bastante más de un siglo con su objetivo de denunciar, pero también de transformar la realidad al antojo de determinados intereses, por lo que a veces también son un instrumento ideológico:
"Las fotografías objetivan: convierten un hecho o una persona en algo que puede ser poseído. Y las fotografías son un género de alquimia, por cuanto se las valora como relato transparente de la realidad.
A menudo algo se ve, o da la impresión de que se ve, «mejor» en una fotografía. En efecto, una de las funciones de la fotografía es el mejoramiento de la normal apariencia de las cosas. (Por eso siempre nos decepciona un retrato que no nos favorece). El embellecimiento es una clásica operación de la cámara y tiende a depurar la respuesta moral ante lo mostrado. El afeamiento, mostrar de algo su peor aspecto, es una función más moderna: didáctica, incita una respuesta activa. Para que las fotografías denuncien, y acaso alteren, una conducta, han de conmocionar."
La Guerra de Vietnam fue un punto de inflexión en la fotografía bélica, la antítesis para Estados Unidos de lo conseguido en Iwo Jima. Este conflicto es un ejemplo de cómo unas imágenes realistas y sin censura de lo que significa combatir pueden horrorizar a la opinión pública, hasta el punto de que una parte de la misma se rebele contra el gobierno para pedir el regreso de las tropas. Los estadounidenses aprendieron bien la lección y desde entonces la información de las guerras que ha emprendido ha estado férreamente controlada, transmitiendo una imagen de conflicto aséptico, como si la guerra se hubiera transformado en un video juego controlado por heroicos marines y pilotos de cazabombarderos:
"Si los gobiernos se salieran con la suya, la fotografía de guerra, como la mayor parte de la poesía bélica, fomentaría el sacrificio de los soldados."
Lo que no pudo impedirse - y el atentado fue planificado para ser retransmitido por televisión - es la inmensa conmoción causada por el atentado a las Torres Gemelas, unas imágenes que han quedado en la retina de millones de personas debido a tres factores: su carácter absolutamente inesperado, su crueldad y a la vez su semejanza con decenas de películas que Hollywood había ofrecido en los años precedentes. La administración de aquel país, sí que impidió que se difundieran imágenes de cadáveres, algo que no sucedió en absoluto con ocasión de los atentados de Madrid, cuando distintos periódicos y televisiones ofrecieron a sus espectadores todo tipo de imágenes de muertos y heridos, haciendo que la convulsión por el atentado fuera aún mayor.
Y en el momento actual, como ya se ha apuntado, es de una sobreexposición a imágenes de todo tipo que quieren captar nuestra atención. Algunas la consiguen, como la del niño sirio ahogado y devuelto cruelmente a la costa, pero sus logros, aunque espectaculares al principio, por la rapidez de difusión y su capacidad de generar emociones intensas, finalmente son limitados, precisamente porque pronto nuevas urgencias reclamarán el interés del espectador. Como bien nos recuerda Sontag, la nuestra es la sociedad del espectáculo, una sociedad capitalista donde la competencia también se extiende a las distintas desgracias que intentan arañar unos minutos de telediario.
En este sentido existe una lógica perversa en nuestra relación con el Estado Islámico: para captar nuestra atención deben superarse cada día en atrocidades. Ellos saben bien que una muerte ejecutada con crueldad abrirá los telediarios. También saben, para nuestra desgracia, que el asesinato de un occidental provocará mucha más conmoción que el de doscientos africanos o asíáticos. ¿Debemos sentirnos culpables por ello? Es muy difícil para nosotros, espectadores desorientados y manipulados acerca de lo que pasa en el mundo, que reaccionemos adecuadamente ante cada acontecimiento, porque al final tanto bombardeo de imágenes nos insensibiliza, a pesar de que jamás renunciemos a nuestra condición de voyeurs. Son pocas las que consiguen erigirse en icónicas, contar la historia completa de un acontecimiento y convertirse en ejemplos y advertencias para el futuro. Como bien nos recuerda Susan Sontag, no existe la memoria colectiva, pero sí es posible la instrucción colectiva, una especie de educación sentimental que compartimos:
"El conocimiento de determinadas fotografías erige nuestro sentido del presente y del pasado inmediato. Las fotografías trazan las rutas de referencia y sirven de tótem para las causas: es más probable que los sentimientos cristalicen ante una fotografía que ante un lema. Y las fotografías ayudan a erigir —y a revisar— nuestro sentido del pasado más lejano, con las conmociones póstumas tramadas gracias a la circulación de fotografías hasta entonces desconocidas. Las fotografías que todos reconocemos son en la actualidad parte constitutiva de lo que la sociedad ha elegido para reflexionar, o declara que ha elegido para reflexionar. Denomina a estas ideas «recuerdos», y esto es, a la larga, mera ficción. En sentido estricto no existe lo que se llama memoria colectiva: es parte de la misma familia de nociones espurias, como la culpa colectiva. Pero sí hay instrucción colectiva."