En la última etapa artística de su vida el gran Miguel Ángel combinaría manierismo volumétrico con fuertes rasgos de desesperación. Las dudas fueron con los años acrecentándose en un espíritu inquieto estética e intelectualmente. Solo el color satisfizo al gran artista renacentista su frustración vital cargada de años de decepción y contratiempos. Cómo tratar de compaginar la libertad creativa con la represión espiritual que su intelecto padecería, fue algo que se llevaría a su tumba. Pero dejaría en sus obras parte de esa terrible circunstancia vital que no supo vencer sino con su Arte. La creación fue su salvación, una salvación maravillosa que no es comparable a ninguna otra posible en este mundo. La búsqueda de la belleza en Miguel Ángel fue explosiva y cambiante con los años. De un clasicismo griego extraordinario sucumbiría en un manierismo arrollador para acabar, finalmente, en un trascendentalismo que no fue más que una terrible y desesperada búsqueda de una belleza marchita. Si hay un pintor existencialista antes de existir el Existencialismo, ese lo fue Miguel Ángel. La mirada individual y perdida está en todos sus rasgos humanos retratados. Para él la humanidad es el centro de su creación y de su motivación estética. La fuerza del impulso renacentista está en este gran creador como en ningún otro. El choque entre la verdad de la Belleza y la verdad revelada fue para él un suplicio espiritual insalvable. Lo que trató fue de conciliar ambas verdades... Y lo consiguió únicamente con su Arte. Qué grandeza la del Arte, que puede hacer algo que la vida no puede conseguir... Para cuando pinta El Juicio Final los años le permiten transgredir muchas cosas. A esa edad su mente creadora no tiene reparos en nada, ni siquiera en compartir la falta de belleza aparente de algunas figuras humanas con la extraordinaria composición artística del conjunto general que llevará, siglos después, a un filósofo alemán a afirmar que el todo es más importante que sus partes. La genialidad de Miguel Ángel, entre otras cosas, fue el empezar a transmitir que la belleza es la del conjunto y no la de sus elementos individuales.
Del mismo modo esa particularidad la llevaría a su espíritu desesperado: había que socorrer la idea magnífica de la divinidad absoluta frente a las diversas apariencias de esa representación evangélica. Para la salvación la genuina virtud era lo importante y ésta no se encontraba, para Miguel Ángel, en las poderosas oligarquías, eclesiásticas o no. En su mapa celestial-infernal del fresco de la pared frontal de la capilla sixtina, Miguel Ángel compone su dilema existencial. En uno de sus elementos figurativos compone un ser humano aislado abatido por la desesperación. Hay tres abominables seres que le inquieren, le arrastran, le sujetan o le dañan. Pero él no parece sufrir tanto ese tormento real como otro que expresa con el desgarrado abatimiento de su rostro. Con su mano acogedora tratará de sostener el perverso momento del autoengaño. Porque eso es lo que el gran artista florentino parece tratar de transmitirnos. Es la desolada experimentación de lo que el ser padece cuando comprende que es él mismo el que ha conseguido errar de un modo imperdonable. Sin embargo, el pintor renacentista nos lo compone con los gestos y el impulso estético más enternecedor. Por eso el castigo que compone no es tal, sino más bien el atropello maldito de un destino ajeno que ahora se satisface, voluptuosamente, de un error, sin embargo, del todo perdonable. Por eso la expresión del sujeto abatido que ahora lamenta sus decisiones y que el pintor parece componer con el más triste de los gestos compungidos. Hay teología, estética y filosofía en esa expresión. Y, por tanto, un reflejo del espíritu atormentado de un Miguel Ángel decepcionado del mundo.
Seducido por la Reforma protestante, no dejaría, sin embargo, su fe original que pensaba debía reformarse. El Arte le salvó. De ser arrestado, pero también de su propia desesperación. Como el personaje retratado que sufre tormentos, los mismos seres humanos deciden así también que la causa real de su sufrimiento no es otra que ellos mismos. Pero, sin embargo, el pintor atravesaría el gesto desgarrador con la expresión más autoconsoladora que un ser pudiera tener en un caso como ese. No somos culpables si acaso más que de la mitad de lo que el mundo nos achaca indiscriminadamente. Y, a veces, ni eso siquiera. Nacer y vivir van unidos, y el hecho de nacer tuvo que ser además culpabilizado para tratar de justificar incluso una salvación trascendente entonces necesaria. Pero, no somos culpables de nacer ni de haberlo hecho de alguna determinada forma concreta. Por eso la salvación es una contradicción filosófica. No hay necesidad de salvarse sino tan sólo de vivir. La salvación real está en la capacidad de quererse tanto como en la de no hacer daño a los demás. Toda acción que justifique otras cosas no será más que otro autoengaño inevitable. Por eso la mano decidida que alivia y oculta en la figura desesperada que retrata el artista florentino en su personaje abatido, aunque ahora más alivia y sostiene que engaña o disfraza su delirio. No hay dolor mayor que dejarse llevar por el abatimiento existencial de un hecho del que somos ajenos, como parte además parcial de un universo totalmente incognoscible. Miguel Ángel lo sabía y por eso padecería la terrible contradicción de una fe verdaderamente salvadora y de otra detestable... Como en la propia vida de cada uno de nosotros, que compartiremos nuestra creencia y nuestra descreencia sin llegar a comprender muy bien que ambas cosas son relativas.
(Detalle del fresco El Juicio Final, 1541, del pintor manierista Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma.)