A mi entender, estos son los fundamentos principales de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 2 de diciembre de 2015, por la que se anula por inconstitucional la resolución 1/XI del Parlamento de Cataluña, motivando así la ilegalidad de la desconexión en el procés.
En otras palabras, “los ciudadanos de Cataluña no pueden confundirse con el pueblo soberano concebido como «la unidad ideal de imputación del poder constituyente y como tal fuente de la Constitución y del Ordenamiento».
Que tal aspiración política puede ser defendida respetando la Constitución y, singularmente, los procedimientos para su revisión formal cabe reiterarlo ahora.
El artículo 1.2 CE es, así, base de todo nuestro ordenamiento jurídico, de modo tal que, como se dijo en esta resolución del Tribunal, si “en el actual ordenamiento constitucional sólo el pueblo español es soberano, y lo es de manera exclusiva e indivisible, a ningún otro sujeto u órgano del Estado o a ninguna fracción de ese pueblo puede un poder público atribuirle la cualidad de soberano. Un acto de este poder que afirme la condición de ‘sujeto jurídico’ de soberanía como atributo del pueblo de una Comunidad Autónoma no puede dejar de suponer la simultánea negación de la soberanía nacional que, conforme a la Constitución, reside únicamente en el conjunto del pueblo español. Por ello, no cabe atribuir su titularidad a ninguna fracción o parte del mismo”.
En tanto que realidad socio-histórica, Cataluña (y España toda) es anterior a la Constitución de 1978. Desde el punto de vista jurídico, el artículo 1 EAC define su posición en el actual marco constitucional, disponiendo al respecto que “Cataluña, como nacionalidad, ejerce su autogobiemo constituida en Comunidad Autónoma de acuerdo con la Constitución y el presente Estatuto, que es su norma institucional básica”. Este Tribunal ha considerado que la declaración recogida en el precepto estatutario transcrito predica de Cataluña, en términos constitucionalmente impecables cuantos atributos la constituyen en parte integrante del Estado fundado en la Constitución. Una nacionalidad constituida en Comunidad Autónoma y cuya norma institucional básica es su propio Estatuto de Autonomía. No se presenta la Constitución, por lo tanto, como “resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores” a ella, sino como norma incondicionada y condicionante de cualesquiera otras en nuestro ordenamiento. Se trata de una norma superior, a la que todos -ciudadanos y poderes públicos- quedan sujetos (art.9.1 CE).
Como consecuencia recae sobre los titulares de cargos públicos un cualificado deber de acatamiento a dicha norma fundamental, que no se cifra en una necesaria adhesión ideológica a su total contenido, pero sí en el compromiso de realizar sus funciones de acuerdo con ella y en el respeto al resto del ordenamiento jurídico. Que esto sea así para todo poder público deriva, inexcusablemente, de la condición de nuestro Estado como constitucional y de Derecho.
En el Estado social y democrático de Derecho configurado por la Constitución de 1978 no cabe contraponer legitimidad democrática y legalidad constitucional en detrimento de la segunda: la legitimidad de una actuación o política del poder público consiste básicamente en su conformidad a la Constitución y al ordenamiento jurídico. Sin conformidad con la Constitución no puede predicarse legitimidad alguna. En una concepción democrática del poder no hay más legitimidad que la fundada en la Constitución.
En cuanto a su fuente de legitimación, la Constitución Española formalizó la voluntad del poder constituyente. El pueblo soberano, concebido como la unidad ideal de imputación del poder constituyente, ratificó en referéndum el texto acordado previamente por sus representantes políticos. La primacía incondicional de la Constitución también protege el principio democrático, “pues la garantía de la integridad de la Constitución ha de ser vista, a su vez, como preservación del respeto debido a la voluntad popular, en su veste de poder constituyente, fuente de toda legitimidad jurídico-política”. Por ello, es misión de este Tribunal velar por que se mantenga la primacía incondicional de la Constitución, que no es más que otra forma de sumisión a la voluntad popular, expresada esta vez como poder constituyente.
Precisamente por fundarse el Estado de Derecho en el principio democrático y por garantizarse la democracia misma a través de ese Estado de Derecho, la Constitución no constituye un texto jurídico intangible e inmutable. Por ello, el ordenamiento jurídico, con la Constitución en su cúspide, en ningún caso puede ser considerado como límite de la democracia, sino como su garantía misma.
Aceptar a “Cataluña como sujeto de derecho en los términos señalados en el art. 1 de su propio Estatuto de Autonomía implica naturalmente la asunción del entero universo jurídico creado por la Constitución.
La Resolución impugnada desconoce y vulnera las normas constitucionales que residencian en el pueblo español la soberanía nacional y que, en correspondencia con ello, afirman la unidad de la nación española, titular de esa soberanía (arts. 1.2 y 2 CE). Se trata de una infracción constitucional que no es fruto, como suele ocurrir en las contravenciones de la norma fundamental, de un entendimiento equivocado de lo que la misma impone o permite en cada caso. Es resultado, más bien, de un expreso rechazo a la fuerza de obligar de la Constitución misma, frente a la que se contrapone, de modo expreso, un poder que se reclama depositario de una soberanía y expresión de una dimensión constituyente desde los que se ha llevado a cabo una manifiesta negación del vigente ordenamiento constitucional. Se trata de la afirmación de un poder que se pretende fundante de un nuevo orden político y liberado, por ello mismo, de toda atadura jurídica.
La Constitución como ley superior no pretende para sí la condición de lex perpetua. La nuestra admite y regula, en efecto, su “revisión total” (art. 168 Ce). Asegura así que “sólo los ciudadanos, actuando necesariamente al final del proceso de reforma, puedan disponer del poder supremo, esto es, del poder de modificar sin límites la propia Constitución”. Todas y cada una de las determinaciones constitucionales son susceptibles de modificación, pero “siempre y cuando ello no se prepare o defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos, los derechos fundamentales o el resto de los mandatos constitucionales”, pero para ello es preciso que “el intento de su consecución efectiva se realice en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución, pues el respeto a estos procedimientos es, siempre y en todo caso, inexcusable”.
Es plena la apertura de la norma fundamental para su revisión formal, que pueden solicitar o proponer, entre otros órganos del Estado, las asambleas de las Comunidades Autónomas (arts. 87.2 y 166 CE); como ya tuvo oportunidad de recordar este Tribunal hace poco más de año y medio. Ello depara la más amplia libertad para la exposición y defensa públicas de cualesquiera concepciones ideológicas, incluyendo las que “pretendan para una determinada colectividad la condición de comunidad nacional, incluso como principio desde el que procurar la conformación de una voluntad constitucionalmente legitimada para, mediante la oportuna e inexcusable reforma de la Constitución, traducir ese entendimiento en una realidad jurídica”. El debate público, dentro o fuera de las instituciones, sobre tales proyectos políticos o sobre cualesquiera otros que propugnaran la reforma constitucional goza, precisamente al amparo de la misma Constitución, de una irrestricta libertad. Por el contrario, la conversión de esos proyectos en normas o en otras determinaciones del poder público no es posible sino mediante el procedimiento de reforma constitucional. Otra cosa supondría liberar al poder público de toda sujeción a Derecho, con daño irreparable para la libertad de los ciudadanos.
La Cámara autonómica no puede erigirse en fuente de legitimidad jurídica y política, hasta arrogarse la potestad de vulnerar el orden constitucional que sustenta su propia autoridad. Obrando de ese modo, el Parlamento de Cataluña socavaría su propio fundamento constitucional y estatutario (arts. 1 y 2.4 EAC, antes citados), al sustraerse de toda vinculación a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, e infringiría las bases del Estado de Derecho y la norma que declara la sujeción de todos a la Constitución (arts. 1.1 y 9.1 CE).