Revista Cultura y Ocio
Foto: lanavidad.es
Llevo casi un mes con microinfartos. Se suceden, uno tras otro, cada mañana, cuando reproduzco el gesto masoquista y en cierto modo obsceno de subirme a la báscula. Hay días en que hasta ella misma me pide que desista, marcando un “Error” cuando poso mis lorzas sobre ella. Es como si me dijera que no lo intente, que me baje, que peso más que ayer pero menos que mañana y yo, obstinada, me bajo y me vuelvo a subir, para llevarme el disgusto de cada día.
La otra mañana dije “Basta”. Se acabó. Ni una lorza de más ni un hueso de menos. Harta de endocrinos que me conminan a pasar hambre con dietas microcalóricas, di con mis cinco kilitos extra en una clínica médica estética, de ésas en las que entras como una Gracia de Rubens para salir cual huesuda y a la vez neumática Demi Moore –sin Aston Kutcher bajo el brazo, claro-.
“Lo tuyo lo arreglamos con una dieta hiperproteica”. Ya me veía yo comiendo jamón ibérico sin parar, chuletones de buey y unas cuantas docenas de langostinos para desengrasar cuando un papelito me saca de mi proceso salival: “Tendrás que comer estos sobres durante dos meses. Y no saltarte la dieta. Nunca”. Y me miraba con ojos inquisitivos. “Nunca”. Me fulminaba con las pupilas. “Nunca”. Como si intentase abducirme con la letanía. “Nunca”.
Yo, sumisa y angustiada por el michelín que se me salía sobre la cinturilla de un vaquero cuyo elástico no daba más de sí para albergar mis redondeces, le dije “Sí”. Y ella me respondió: “Desnúdate”. Y tras convencerme de que con 500 euritos de ná iba a quitarme 4 kilos en 3 meses –menudo récord-, se lanzó al segundo reto: venderme una liposucción. “Si la verdad es que de cintura no estás gorda” –es la suerte que tengo, pensé, que con o sin lorzas mantengo mis formas-, “pero estas piernas, este culo, estas rodillas, estos muslos… esto con la dieta no lo pierdes. Hay que operar”.
Como mi presupuesto no anda para dispendios, le dije que me lo pensaría. Y pensando pensando llegué a la conclusión de que no. Que ni lipo, ni meso, ni preso ni ná. Y mucho menos sin hidratos. Así que viva el choque de piña… y, si no funciona, larga vida al michelín.
Publicado en Antonia Magazine.