Revista Cultura y Ocio
La muerte de Antoni Tàpies representa la desaparición de quien era acaso el último referente vivo de la poderosa corriente mediterránea que impregnó las artes plásticas universales en la segunda mitad del siglo XX, y que por evidentes razones biológicas se ha ido extinguiendo en los últimos años.
Tàpies era con todo, un creador inclasificable. Practicaba una abstracción pictórica que buscaba según sus palabras convertir el cuadro de "ventana" a "objeto". Para ello reciclaba materiales de desecho, al modo de los collages de Braque y otros artistas de la década de los años veinte pero actualizado en la línea del "arte povero" italiano, país por cuya cultura el pintor catalán sentía gran admiración. Del trabajo de Tàpies se ha llegado a decir que mezcla escultura y pintura sin saber dónde comienza una y acaba la otra. También, que su pintura recuerda poderosamente a las fotografías que pueden tomarse durante una autopsia.
Personalmente la pintura de Antoni Tàpies me interesa muy poco y siempre he valorado mucho más su compromiso cívico a la antigua usanza, de intelectual que sabe que la sociedad entera le mira y espera sus gestos, y es capaz de llevar esa cruz con responsabilidad y dignidad.
Y es que más allá de su labor como creador artístico, Antoni Tàpies fue durante los años sesenta y setenta un referente de compromiso político antifranquista para la parte de la burguesía catalana que no colaboró con el régimen. Al contrario que la mayoría de nacionalistas catalanes contemporáneos de cierta edad, Tàpies no solo no se lucró con el régimen fascista español sino que lo combatió frontalmente. Militó en el mítico PSUC de la época al igual que una generación de artistas e intelectuales que tenían de comunistas lo que Franco de demócrata, pero que aportaron a la política de resistencia su compromiso y cobertura: a menudo, ellos eran la voz de quienes de haberla usado, habrían sido inmediatamente aplastados por los aparatos represivos del régimen. Porque naturalmente, Tàpies y sus colegas eran intocables, y tenían acceso a los medios internacionales y a foros impensables para los militantes obreros o pequeño burgueses.
Ya en democracia y tras la quiebra del PSUC y en general del espacio y el proyecto de una izquierda burguesa y nacionalista catalana, Tàpies se distanció de la política y siguió trabajando en silencio. Las instituciones se volcaron con él, permitiéndole cosas que a otros se les hubiera negado: por ejemplo, que instalara una auténtica afrenta al paisaje urbano de la ciudad en forma de gigantesca alambrada de espino coronando la azotea de la Fundació Tàpies, en pleno e hiperprotegido Eixample barcelonés.
Nunca tuve ocasión de tratarle personalmente, pero si tengo una anécdota curiosa relacionada de modo indirecto con él. Sucedió hace ya bastantes años, cuando asistí en Barcelona a una fiesta cuyo objetivo era la presentación de una plataforma de izquierdas. Con el número del ticket que comprabas para entrar en el acto se participaba en el sorteo de un cuadro original que Antoni Tàpies había regalado como colaboración con la iniciativa. Una vez finalizadas las intervenciones de varios oradores politicos se dio paso al sorteo, que se realizó mediante un bombo pequeño como los que se usan en el bingo y juegos similares. El encargado de leer las bolas que iban saliendo del bombo era cierto payaso (en el sentido profesional del término) bastante conocido en Catalunya, que aquella noche estaba borracho perdido; el tipo iba cantando las bolas con voz progresivamente insegura y grandes dificultades para mantener la verticalidad. El caso es que a medida que iba diciendo los números yo veía que estos coincidían uno tras otro con los de mi papeleta, y la cabeza empezaba a darme vueltas: tenía al alcance de la mano un Tàpies. Finalmente el payaso se dispuso a leer la bola de las unidades, y ahí el tipo se hizo un lío monumental: giraba la bola de arriba a abajo, la miraba de lado, cerraba un ojo... finalmente dijo un número: el nueve. Yo tenía el seis. Una vez hecho público el número premiado y aparecido el presunto ganador, la "mano inocente" pasó la bola a la persona de la organización que supervisaba el sorteo, y recibió de inmediato una bronca entre dientes de éste. Y es que, estoy convencido, el pedazo de imbécil había confundido el nueve con el seis. No reclamé, no hubiera servido de nada una vez que se había hecho público el ganador. Pero siempre que aparece por televisión el payaso de marras, lo que en Catalunya sucede con cierta frecuencia, me viene a la memoria aquella noche y el modo en que perdí un Tàpies auténtico.
En la fotografía que ilustra el post, Antoni Tàpies junto a una de sus obras.