La madre del guionista Rafael Azcona decía, cada vez que escuchaba risas en casa en los terribles años de la posguerra española, que algún día pagaríamos esa fiesta. Hace treinta años empezó en España un jolgorio que estamos pagando ahora. La fiesta de la burbuja inmobiliaria, junto a otras fiestas acumuladas por la riqueza engañosa que se empezó a vivir al calor de la política, está en el principio del presente malestar español.
Antonio Muñoz Molina, escritor, académico, nacido en Ubeda en 1956, publicó sus primeros libros cuando la transición hizo boom y parecía que en España todo iba a ser sólido y para siempre, y el optimismo rompió los diques de cualquier sosiego político o administrativo. La inundación ha sido equivalente a las puertas construidas para guardar tesoros que luego resultarían de barro, igual que muchos de los monumentos que nacieron al amparo de la riqueza de papel que ahora ya está tachado o diluido.
Ahora, más de treinta años después de aquel resplandor, Muñoz Molina ha visitado la historia de estos escombros y ha descrito, con sosiego pero también con estupor, los argumentos de ese desastre. El libro en el que refleja sus conclusiones personales sobre esta crisis colectiva que padece su país es Todo lo que era sólido.
La lectura del libro es sobrecogedora; para el que vive aquí y para quien nos visita. Refleja un ruido interior que ahora es clamor; suspende el aliento a veces, refresca la memoria con la más inclemente de las aguas, las de la culpa compartida: estábamos viéndolo pero no lo decíamos, o lo decíamos mientras lo aceptábamos e incluso lo aplaudíamos. Ahora el libro nos sume “en un estado de atónita incredulidad”. ¿Eso pasó, eso estaba pasando?
Como en la mayor parte de sus libros, los más narrativos, los más poéticos o los más periodísticos, para hacer este Todo lo que era sólido, Muñoz Molina ha mantenido la esencia de su estilo, que combina memoria, y por tanto melancolía, y vigor, obligación personal de decir lo que piensa a riesgo de ser llamado “aguafiestas”. Pero su estilo es él, inconfundible. “Escribo dejándome llevar”, dice. “El propio acto de escribir desata a la vez los argumentos y los recuerdos. La urgencia de comprender y de intentar explicarme a mí mismo el presente me devuelve fragmentos del pasado”.
Esa es la esencia de su modo de decir, y en Todo lo que era sólido reaparece Muñoz Molina como el pensador, el narrador, el poeta que ha dedicado toda su vida a fijarse con una mirada que es tan personal que ya no se puede decir que haya frontera entre lo que siente y lo que escribe. El es sus libros, y en grado sumo Antonio Muñoz Molina es el ciudadano que ha escrito este libro perturbador e imprescindible.
A partir de este libro he conversado por mail (él está en Nueva York, donde pasa temporadas) con el lúcido autor de Sefarad, días después de que recibiera en Israel el prestigioso Premio Jerusalén.
-En los 80 del siglo XX parece que España anuncia una explosión de entusiasmo. Pronto regresa la aspereza civil, la violencia verbal. ¿Es una condena que padece este país?
-No hay condenas a nada, igual que no hay garantías de nada. El entusiasmo de los ochenta, mezclado con la inexperiencia de los que construían la democracia, ocultó errores que se estaban cometiendo, y que desde el principio lastraron el sistema, incluso cuando se estaban haciendo reformas de importancia histórica. Visto a distancia, tres errores fundamentales fueron: descuido de la educación, politización de las administraciones públicas y entrega de un poder excesivo a los aparatos de los partidos políticos.
-Dices que la lectura de lo que pasó en 1936 es como un calco virtual de lo que estaba pasando en 2006. “El presente era una niebla de palabras arcaicas”. ¿Esa sensación produce hastío, miedo? ¿En qué sensaciones te has movido escribiendo esta desolada carta a tus compatriotas (y a los que no lo son)?
-Una puntualización: no hay ninguna semejanza entre 1936 y 2006, ninguna, salvo la violencia del lenguaje político, que en cualquier caso en 2006 era mucho menor, a pesar de todo. Lo que había, en 2006, era una obsesión por 1936 que impedía ver en muchos casos lo que estaba pasando precisamente en 2006. Que se usaran entonces términos del pasado lejano –rojo, fascista– era una prueba del estado de alucinación política en que se vivía.
-La evidencia de la que parte este libro podría ser: “Todo lo que era sólido se desvanece en el aire”. En algún momento recuperas la fe, cierta ilusión contemporánea. ¿Qué queda en pie? ¿Instituciones, proyectos, personas? ¿Las artes?
-Quedan en pie, por ahora, muchas más cosas de las que parece, justo aquellas que se hicieron bien, sobre todo el sistema público de salud. Un país que logra eso, que logra un sistema nacional de transplantes líder en el mundo, no es un país condenado a la corrupción o la ineficiencia. Queda la educación universal, que además de universal tiene que ser mejor. Queda el trabajo decente de millones de personas, en el campo público y privado, que hacen bastante bien lo que tienen que hacer. Es importante no dejarse llevar ni por el esencialismo ni por el pesimismo incondicional, que son hábitos mentales muy frecuentes en nuestro país. Estoy convencido de que hay posibilidades formidables que ahora mismo no salen a la luz ni se desarrollan porque el ambiente las malogra: por el recelo hacia el mérito, por ejemplo.
-España desembocó “en la edad del delirio”, conducida por gente que no era experta en economía “sino en brujería”. Se empobreció el país, y nos quedamos “en un estado de atónita incredulidad”. La pesadilla continúa. ¿Es un fracaso irreversible?
-Los expertos en brujería han actuado y actúan en todo el mundo, y en los sitios más prestigiosos. Alan Greenspan, el que fue presidente de la Reserva Federal, era tratado, más que como un economista, como un brujo omnisciente, una especie de papá infalible y enigmático. Y vuelvo a insistir: no hay fracaso irreversible, no hay fracaso total. Nos hace falta ponernos de acuerdo, cambiar cosas fundamentales en el sistema político, dotarnos de una administración profesional, austera y eficiente, por ejemplo en campos tan decisivos y tan abandonados como el de la justicia. Pero hacer las cosas bien a veces es incluso menos trabajoso que hacerlas mal.
-Narras una visita a La Moncloa, al núcleo del poder. Tu sensación allí es que el poder se desmigaja. Y es hablando del exilio con el presidente de entonces, Zapatero, donde percibes que el poder no entiende el poder intelectual, político, sociológico, del exilio. ¿España desaprovechó esa energía?
-La España democrática no ha sido generosa con los exiliados ni con muchos de los damnificados por el franquismo. La afición por la memoria llegó un poco tarde: cuando la mayor parte de las personas que podrían haberse beneficiado del reconocimiento ya estaban muertas. Y la gran cultura republicana, con su insistencia en la instrucción pública, fue arrinconada casi completamente, ignorada, por la superstición de modernidad a toda costa que imperó en los ochenta.
-En ese marco de la política que se desarrolla en España se inscribe esta consideración: “En una sociedad sólida los méritos están muy repartidos y el protagonismo de lo que sale bien casi nunca corresponde a quien ostenta un cargo público”.
-Es que hay que tener mucho cuidado con el populismo, esa enfermedad a la que parecen tan proclives las sociedades hispánicas. Te descuidas y tienes a un salvador de la patria arengando a la multitud desde un balcón, y presentándose como el enviado de la Providencia, sea ésta de derechas o de izquierdas.
-Deploras la falta de receptividad que la crítica, o el desacuerdo, recibe en España. Al que discrepa se le llama “aguafiestas”, y se le despacha. Es evidente que has sentido en ti mismo esa reacción. ¿Qué efecto tiene esta actitud en el ánimo general del país?
-Crea conformidad y doble lenguaje. Uno se calla para no meterse en líos, para no ser señalado. Y si habla no le hacen caso. ¿Alguien hizo caso a las pocas personas que se atrevían a disentir de las obras faraónicas? Y por otra parte, mucha gente dice en privado en España lo contrario de lo que dice en público. Eso es cinismo, claro. Una sociedad cínica está enferma.
-Tu mirada sobre el nacionalismo, los nacionalismos, es especialmente crítica. ¿Pudo haberse hecho de otro modo el Estado que nació de 1978?
-Se hizo bastante bien una parte: el reconocimiento explícito de la singularidad nacional del País Vasco, Cataluña y Galicia, aunque a mí el régimen de recaudación propia del País Vasco no me parece solidario. Se hizo mal en generalizar y en no marcar límites. Y sobre todo en resaltar a cualquier precio las diferencias y las pertenencias esencialistas, sin compensarlas con la defensa de un proyecto común, que no es nada místico, ni patriótico, sino solidario: España como un ámbito de libertades y solidaridad entre unos y otros, entre los que tienen más y los que tienen menos.
-Dices, citando a Borges, y hablando del nacionalismo, que los irlandeses vivían “dominados por la extraña pasión de ser incesantemente irlandeses”. El nacionalismo español (y los nacionalismos españoles) es especialmente irritante. ¿Y retardatario?
-Es muy cansino, sobre todo. Estar siempre buscando esencias invariables que se remontan al paleolítico o al neolítico, buscando enemigos exteriores, celebrando lo propio a toda costa, echando las culpas de todo lo que va mal al enemigo... Es como una negativa permanente a aceptar la responsabilidad adulta.
-“2007 es un país salvaje”. 2013 parece que no le va a la zaga. ¿Somos una sociedad condenada?
-En 2007, España era un país salvaje en un sentido muy concreto: la proliferación de la burbuja en la construcción era tan exagerada que lo arrasaba todo a su paso. Campos de golf, urbanizaciones, destrucción de paisajes, corrupción descarada. Leer el periódico de esa época es una lección tremenda. Pero insisto en que me niego a los esencialismos, a las condenas, a los destinos irremediables. Las cosas pueden hacerse mejor o peor. En España, incluso en lo peor del delirio, había gente extraordinaria haciendo muy bien lo que le tocaba. Aprendamos de ellos y busquemos con atención qué es lo que está mal y cómo puede arreglarse.
-“El principal trabajo de la memoria es olvidar”, dices citando a William James. ¿Olvidar, se puede olvidar?
-Claro que se puede olvidar. Se está olvidando siempre. Mucho más de lo que parece. Se olvida lo que ocurrió hace treinta años y lo que ocurrió el año pasado. ¿Se acuerda alguien ahora de cuando el terrorismo era el problema más importante para los españoles? ¿Se acuerda alguien del último asesinado por la ETA? Como el olvido es tan fácil, hay que elegir qué recordamos, y hay que asegurarse que se recuerda la verdad y uno una mentira consoladora.
-“Ha terminado el simulacro”. ¿Cabe esperar algo? ¿La literatura nos puede salvar, como alguna vez nos recuerdas que dice Saul Bellow?
-Cabe esperar que un número suficiente de personas, en ámbitos públicos y privados, opten por la racionalidad y no por la locura. La literatura no salva. Tan sólo sirve para aprender algo sobre el lugar de las personas en el mundo, sobre las vidas individuales, sobre el valor de las palabras. Ya es bastante. En tiempos de corrupción del lenguaje, la literatura es un servicio público. Fuente: El País