Puesto porJCP on Oct 31, 2011 in Política
No es ningún secreto que el responsable de este blog no siente ninguna simpatía por el Tribunal Constitucional, órgano que debería ser suprimido con carácter inmediato porque los perjuicios que ocasiona (innumerables) no compensan ni de lejos los teóricos beneficios (más bien escasos, por no decir nulos) que presenta. No obstante, estos días pude comprobar que a la hora de instaurar el Tribunal de Garantías Constitucionales, antecedente inmediato del actual máximo intérprete de la Constitución, hubo autorizadísimas voces que clamaron contra dicho órgano.
En efecto, el autor de estas líneas se encontraba sumergido en la lectura del libro Juristas en la Segunda República: los iuspublicistas (Marcial Pons, Madrid, 2009) , magnífico ensayo debido al catedrático de derecho administrativo y eurodiputado Francisco Sosa Wagner cuya lectura recomendamos encarecidamente a todo jurista patrio. En dicha obra, tras ofrecer un amplio fresco del período republicano centrándose no sólo en los aspectos políticos, sino en las principales áreas de acción gubernamental (un resumen, por cierto, muy objetivo y bastante alejado de los tintes rosáceos que suelen actualmente acompañan a todo acercamiento al periodo), se centra en apuntes biográficos y bibliográficos de los principales juristas de la época. Pues bien, en este sentido, ha si do un profundo consuelo para quien esto suscribe comprobar las opiniones de don Antonio Royo Villanova en relación al Tribunal de Garantías Constitucionales. Nada mejor que transcribir íntegro el párrafo que el profesor Sosa Wagner (con citas literales de la obra de Royo Villanova) dedica al tema y que ocupan las páginas 128-130 de su libro, donde expone lo motivos por los que Royo se opone a dicha institución, amparándose fundamentalmente en razones de técnica jurídica y en ser dicho organismo contrario a la tradición jurídica española:
A Royo le gustó muy poco la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales. A su juicio, “esto de la inconstitucionalidad de la ley no ha existido nunca en España y aquí lo verdaderamente liberal, lo democrático, es que un juez cualquiera es dueño y soberano para establecer la relación entre una constitución y la ley” porque se trata simplemente de una cuestión de técnica jurídica y los jueces están acostumbrados a resolver estos problemas: “en un caso determinado, en que se litigue entre aragoneses y catalanes si ha de aplicarse el Estatuto catalán o la ley aragonesa o el Código Civil, es más difícil que establecer la relación entre una ley y la Constitución; y como este es un problema de técnica jurídica, lo resolverán mejor los jueces que ningún tribunal constitucional”. Y para concluir: “el sistema democrático exige que el Gobierno esté enteramente emparedado entre un Parlamento soberano y una justicia independiente, sin tinglados intermedios: de un lado el juez, de otro la ley, y el Gobierno en medio, como garantía del ciudadano para que, cuando el Gobierno se salga de la ley, residenciarle. Esto es lo democrático, lo justo y lo español. La tradición jurídica española es contraria a todas estas cosas que nos ha traído la Comisión, traducidas de Kelsen y de Austria y de otros países”.
El Tribunal de Garantías es, pues, un “tinglado austríaco” inventado por Kelsen y su teoría de la jerarquía normativa, que él explica en clase “porque es mi obligación enterarme de lo que pasa por el mundo, pero siempre reconociendo que todo eso es contrario a la tradición española”. Para él “la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley es un problema jurisdiccional de técnica jurídica que en la Constitución no puede corresponder más que al poder judicial”. Así ocurre en los Éstados Unidos con su Tribunal Supremo.
[…] Por tanto, “qué necesidad tenemos de buscar en Austria ni en ninguna parte, ni de copiar cosas exóticas si, en relación con nuestro derecho, esas instituciones son fundamentalmente contrarias a nuestra tradición jurídica y a las autoridades de nuestros jurisconsultos más eminentes? ¿Es que los jueces no son garantía muy superior –más que este Tribunal de Garantías- para decidir si una ley se aplica o no?” Y continúa: “un Tribunal que inventáis o que traducís, y que sólo por estar traducido me molesta en mi espíritu español, pues ya comprenderéis que mi patriotismo no es un tópico para molestar a los catalanes”. En cuanto a su configuración, es claro que deja ver su carácter de organismo político, lo cual es un “vicio de origen”
Palabras que, aún pronunciadas en plenas Cortes Constituyentes de 1931, podrían trasladarse perfectamente a 2011 sin alterar una coma. Es curioso que Niceto Alcalá Zamora, otro eminente jurista que además ostentó la presidencia del Gobierno provisional de la República y ulteriormente la Presidencia de la misma, se mostrase igual de crítico con dicho Tribunal de Garantías Constitucionales. Si damos un salto de ciento veinte páginas en el libro del profesor Sosa Wagner, nos encontraremos con este ilustrativo párrafo obrante en las páginas 227-228:
Más en caliente había opinado quien ostentó la condición de Presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora, en su libro que conocemos Los defectos de la Constitución de 1931. Fue el presidente muy crítico con el Tribunal: su tesis era que un país rico podía tener Senado, Tribunal Supremo y Tribunal de Garantías. Sin embargo, “en una organización más meditada, eficaz y sobria, el Senado, por una parte, el Tribunal Supremo, por otra, y quizás, la combinación entre estas dos altas instituciones, evitarían con ventaja y facilidad la subsistencia del nuevo y complicado organismo”
Acerca de la jurisprudencia de amparo producida, Alcalá Zamora es contundente: “susceptible la materia de ir con ventaja a la jurisdicción ordinaria, no valdría la pena de conservar una institución que, prácticamente, apenas ha servido para otra cosa que para alzar o condonar multas con evidente protección de la libertad ciudadana, muchas veces con debilitación indudable de los resortes de autoridad para el mantenimiento del orden público”. Y añade: “el recurso por inconstitucionalidad de las leyes nacionales probablemente no tendría razón de ser establecido el Senado y subsistiendo el veto. En todo caso, cabría confiarlo al organismo que hubiera de fallar sobre la responsabilidad penal del Jefe de Estado y del Gobierno”. Y en cuanto a la ilegalidad de las leyes regionales: “parece garantía suficiente el Senado o el Tribunal Supremo en pleno”.
Un tribunal para olvidar
Pues ese tribunal para olvidar es el que se restablece en 1978, con los nefastos resultados que los treinta años de funcionamiento de la institución ha puesto de manifiesto. Un órgano teóricamente excluido del poder judicial se ha convertido de facto en una última instancia jurisdiccional a través del recurso de amparo, cuya última regulación deja, además, al ciudadano desarmado frente a eventuales vulneraciones de sus derechos fundamentales, que únicamente podrán ser remendadas en amparo si el asunto presenta “relevancia constitucional”, viaje para el que no se necesitaban tantas alforjas.
En resumen, un organismo el Tribunal Constitucional que como su antecesor, el Tribunal de Garantías Constitucionales, son perfectamente prescindibles. Sus funciones puede asumirlas perfectamente el Tribunal Supremo.