Revista En Femenino

"Antoñito, el bebé que pudo ser mío".

Por Tenemostetas
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Estoy leyendo "Parir sin miedo. El legado de Consuelo Ruiz-Vélez Frías". Es un libro publicado por la editorial Obstare, en el cual el doctor Emilio Santos y M. Ángels Claramunt recopilaron los escritos y testimonios de esta mujer excepcional, lúcida y valiente, pionera en la defensa de la libertad de las mujeres para parir.
Todo el libro merece muchísimo la pena. La obra y el pensamiento de Consuelo merecen ser divulgados y conocidos por todo el mundo. Pero quiero reproducir aquí un fragmento que parece pura literatura, y es pura realidad. Parece escrita por Charles Dickens o por Edmundo de Amicis, pero es una anécdota veridíca de su vida.
Una historia femenina y real muy bien escrita, que retrata minuciosamente los dilemas de las mujeres a lo largo de la historia, y que además da una idea de la enorme calidad humana de esta mujer, una historia que conmueve y saca las lágrimas, que deja limpia el alma.
Disfrutadla:
Antoñito, el bebé que pudo ser mío.
(...) Pero una tarde vino a verme una mujer, aún joven y bien plantada, de aspecto limpio y agradable, con un  hermoso niño rubio en los brazos y me contó que acababa de salir de la maternidad, donde le habían practicado la extracción con fórceps de aquel niño.
-Mire que niño tan hermoso, me decía. -Es mucho más grande que sus hermanas y me han dicho que por eso me lo han tenido que sacar con fórceps.
-¡Claro! Dije yo.- ¡todo tiene un precio! Un  hermoso bebé cuesta más parirle que uno pequeño. Lo mismo me pasó a mí. Mi única hija era tan grande que me tuvieron que hacer una cesárea.
-Eso es todavía peor, afirmó ella.
La mujer charlaba y charlaba y no acababa de decirme qué era lo que deseaba de mí, hasta que le pregunté para qué había venido.
Entonces ella me contó su historia, que debía ser corriente en aquellos tiempos. Me dijo que era viuda, que su marido había muerto hacía poco en la cárcel. Que no había hecho nada malo, ni robar ni nada semejante, que estaba cumpliendo el servicio militar, en el año 1936, cuando estalló la guerra; que acababa de nacer por aquel entonces su segunda hija, que ella se quedó durante toda la guerra con sus hijas en el pueblo esperando a que volviera su marido; que cuando esté volvió se vinieron a Madrid porque mucha gente y muchas cosas faltaban en el pueblo, donde no había en qué trabajar y por eso se estaba quedando prácticamente vacío. Decidieron venirse a Madrid y se trajeron también a su madre para no dejarla allí sola, y, desde Madrid, el marido pensaba irse a Barcelona o a Bilbao, donde se habían ido muchos del pueblo porque allí había más posibilidades de encontrar un buen trabajo.
-Pero mi marido había enfermado en el frente, y tuvimos que quedarnos aquí hasta que se repusiera, me dijo.
El marido no se repuso, sino que cada vez se encontraba peor, además, en el pueblo le habían denunciado porque había pertenecido al Ejército Rojo. Una vez que regresó a Madrid desde el frente con un permiso vestido de militar a visitar a la familia, lo detuvieron por rojo y lo llevaron a la cárcel, no llegaron a juzgarlo y murió.
-Pero él era un buen hombre, ¡se lo juro! Él no quería ir a la guerra, es que estaba haciendo la "mili". La tenían que hacer todos los mozos, aunque fueran casados. No había forma de librarse.
-Bueno, la creo ,tiene toda la razón. Pero, ¿qué quiere usted de mí? ¿En qué puedo ayudarla?
-¡Mire que niño tan hermoso! ¡¡Se lo regalo porque yo no lo puedo tener!!
-¡Qué barbaridad!, exclamé. -Este niño es suyo. ¿Cómo se puede regalar un hijo como se regala un gato?
La pobre mujer se echó a llorar y me gritó:
-¡Usted dijo que se hubiera quedado con la niña que tiraron hace pocos días! Lo dijo delante de gente, ¡hay testigos! ¡Qué fácil es presumir de buen corazón! Pero no es lo mismo predicar que dar trigo. Le digo que no lo puedo tener. ¿Qué voy a hacer con él? ¿Qué voy a hacer con las otras dos hijas que tengo?
-No llore, no llore, mujer, que llorando no se arregla nada. Voy a tratar de ayudarla, haré todo lo que esté en mi mano. Solicitaremos plazas para las niñas en un colegio que hay para huérfanos de presos, pero explíqueme por qué no puede quedarse con el niño.
-Vivo con mi madre. Ella malvendió la casa que tenía en el pueblo y ha comprado una que tenía aquí cerca, en un pueblo. Cría gallinas y va a asistir y vive de eso. Cuando murió mi marido nos refugiamos en su casa, con ella. No teníamos sitio a dónde ir. Luego, yo conocí a un viudo, dijo que quería casarse conmigo, que yo estaba de muy buen ver. Yo no tenía ningunas ganas de hombre ni de casorio, pero teníamos que resolver nuestras vidas. A mi madre tampoco le pareció mal porque era lo único que se podía hacer. Nos arreglamos. Pero cuando me quedé embarazada, dijo que se iba a su pueblo a arreglar los papeles para casarnos. Se marchó y no ha vuelto. Yo ni siquiera sé de qué pueblo era ni si le ha pasado alguna desgracia. Mi madre está muy enfadada, y antes de que naciera el niño, ya me dijo que en su casa no lo quería.
Volvió a llorar desconsoladamente. Diciéndome que su madre había dicho que no quería en su casa "hijos de puta".
-No llore, mujer, le volví a repetir. -Puede dejar al niño aquí conmigo. Ya encontraremos una solución. Dios aprieta pero no ahoga.
No sabía cómo despedirse, la pobre, ni cómo darme las gracias. Y yo no sabía qué hacer con el chico. Yo tenía que trabajar, había conseguido una plaza de matrona en la Beneficiencia Municipal de Madrid, y detrás de ese trabajo me ofrecieron otros, como cerezas engachándose por los rabos. Además tenía que atender a mi hija, que afortunadamente, parecía curada, iba al colegio y esperaba empezar el Bachillerato en el Instituto "Beatriz Galindo" dentro de dos meses. No podía, de ninguna manera, contar con ella para que me ayudara a cuidar del niño, aunque sabía que ella lo hubiera hecho de buena gana.
Antoñito, a quien al amadrinar le puse el nombre del santo capuchino, era una preciosidad de bebé, pero ¡qué noche me dio el angelito! Berreaba con toda la fuerza de sus pulmones, y yo no sabía qué hacer para calmarle. Rechazaba, airado, el biberón, le tuve que dar la leche poco a poco con una cucharilla y nos pusimos perdidos, pero al final conseguí que se durmiera, aunque yo no pude hacerlo, pensando en el enorme problema que se me venía encima y que no encontraba forma de resolver.
Reconocía que el bebé protestaba con razón porque le habían quitado a su mamá y no era posible hacer razonar al chico de que no podíamos hacer otra cosa.
Llegó la mañana y volvimos a la gresca, yo, erre con erre, empeñada en alimentar al chico, y él decidido a rechazar tanto el biberón como la cucharilla. Mi hija se había marchado ya al colegio. Yo estaba sola, con el bebé en casa, desesperada y sin poder pedir ayuda a nadie, cuando me di cuenta de que había alguien, una sombra de alguien que miraba, atisbando entre las rendijas de la persiana. Abrí la puerta y me encontré con la mamá de Antoñito que me dijo que no había podido dormir en toda la noche y que había venido a ver cómo estaba el niño.
-Está muy enfadado, seguramente tiene hambre, pero no quiere el biberón. He probado a darle leche con una cucharilla y la rechaza.
Ella suspiró diciendo que no podía resistir el dolor que le producía la tensión de los pechos llenos de leche. Le pedí que se sentara y amamantara al niño, y no se hizo de rogar. Mientras el bebé mamaba glotonamente, yo vi clara la solución del problema. Pensé que podía ahorrarme el gasto de la leche artificial, si la madre de Antoñito accedía a criar a su niño, a condición de que yo le pagase por ello.
La única dificultad sería que la abuela del bebé lo admitiera o no en su casa, donde el bebé no había entrado aún. Me arriesgué a proponer a la mujer que se llevase el niño a su casa, que lo amamantase, y que yo correría con los gastos. Que la pagaría la cantidad que se solía a dar a las nodrizas que criaban a niños ajenos en sus casas, que iniciaría inmediatamente y de forma urgente las gestiones para conseguir un colegio para las niñas. Le ofrecí darle todos los domingos 70 pesetas, a razón de 10 diez pesetas diarias, cantidad suficiente entonces, para poder vivir, dedicándose al cuidado de su niño, sin más obligaciones que la de traerle a menudo para que yo pudiera disfrutar de él mientras fuera un bebé.
Acordamos, verbalmente, que cuando el niño fuera mayor, yo me encargaría de él, si quería estudiar le pagaría los estudios, o le ayudaría a tener una actividad que le permitiera ser una persona honesta y útil.
¿A título de qué? Como el bebé estaba sin bautizar, quedamos en que yo sería su madrina y como tal, tendría derecho a intervenir en su educación. Todo quedó arreglado así, las niñas consiguieron plazas en un colegio de religiosas especial para huérfanas de presos, donde permanecerían hasta que fueran capaces de ganarse la vida, para lo cual las mismas monjas se ocupaban de que aprendieran una profesión. La abuela estuvo conforme con que Antoñito estuviera en su casa al cuidado de su mujer y todo quedó arreglado así.
La mujer venía puntualmente todos los domingos a recoger su paga, y el bebé crecía sano y fuerte. Sus hermanas estaban encantadas con él, y lo mismo la abuela y yo, haciéndome la ilusión de que Antoñito era un poco mío. Yo tenía entonces mucho trabajo. Hacía 24 horas de guardia a la semana como matrona de Salidas del Equipo Municipal Tocoginecológico nº 1 y además asistía partos a domicilio.
Las matronas teníamos mucho trabajo porque la inmensa mayoría de los partos se asistían de uno en uno dedicándoles el tiempo y la atención necesarios, sin regateos. Había una gran preocupación por el posparto y el puerperio, así como por la primera semana de vida del recién nacido, y era competencia de la matrona vigilar ese período, para lo cual teníamos que visitar a la mujer hasta que el bebé daba el ombligo.
Algún que otro domingo yo no podía esperar la visita de Antoñito y dejaba el dinero que debía entregar a su madre debajo de una taza en la alacena. En una ocasión, las 70 pesetas permanecieron varios días allí, sin que la madre de Antoñito viniera a recogerlas. Me preocupé pensando que el niño estuviese enfermo. Pero al cabo de un par de días más, la mujer se presentó llorando y diciendo que no tenía dinero.
Levanté la taza, diciéndole: -Mire usted donde estaba su dinero. ¿Por qué no vino a recogerlo? Yo estaba preocupada por si el niño estaba enfermo. ¿Por qué no vino el domingo?
-Es usted tan buena que merece que le diga la verdad. No pienso darle al niño cuando le quite el pecho y pueda comer de todo, mi madre está dispuesta a cuidar de él para que yo pueda buscar trabajo. Van a abrir una granja muy grande cerca de donde vivimos y he solicitado trabajar en ella cuando la construyan, y si no me admiten en ella, en último caso siempre queda el recurso del tejar. No me asusta trabajar para mantener a mi hijo.
Había tal énfasis, tal orgullo maternal en esa frase sobre todo en las dos palabras clave de "mi hijo", que no pude contener la risa, tuteándola por primera vez:
-¡Claro que es "tu hijo" y que tienes el derecho y el deber de tenerlo contigo! Eso no es nada nuevo, lo pensé desde el primer momento en que te vi darle el pecho y creo que exageré las dificultades que presentaba su lactancia para que fueras tú quien le criara, sabiendo que, después de amamantarlo, no ibas a querer separarte de él. No me has dicho nada nuevo, confesándome que no me lo ibas a dar. Eso de dármelo fue un pronto en un momento de apuro, y lo natural era que lo pensases mejor más adelante. Nunca me hice ilusiones de quedarme con tu hijo, dejé que lo creyeras para que aceptaras mi ayuda sin escrúpulos. Esperaba y deseaba este final. Los hijos los manda  Dios para que los amemos y les enseñemos a vivir, pero no para que dispongamos de ellos a nuestro antojo porque, en resumidas cuentas, siguen siendo siempre de Él, más hijos suyos que nuestros.

Tomado de: Ruiz Vélez-Frías, Consuelo: Parir sin miedo, Editorial Obstare, S/C de Tenerife, 2009. Págs. 164-169.

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