Revista Cultura y Ocio
Mariano Azuela
Desde la acera de enfrente, acariciando su luenga y sedosa barba, dejó vagar sus dulces ojos de buey en los grandes letreros del Instituto:ELECTROTERAPIA FISIOTERAPIA MECANOTERAPIA TERAPIA GLANDULAR Luego los dejó bajar -tras los gruesos lentes de oro- hacia el pórtico huérfano del negrazo de uno ochenta, encargado de aplicar los primeros pases magnéticos a la clientela, siempre de rigurosa etiqueta; largo y ajustado levitón de paño azul oscuro con botones dorados, embetunadas las botas y brillantes como espejos.Para aliviar su pena compró al vendedor ambulante un cartucho de cacahuates garapiñados. Cabalmente cuando se le nublaron los ojos y le bambolearon las piernas. ¿Un vértigo? Pero si hace una semana no lo pruebo. Miró arriba, miró abajo, y las nubes seguían bogando, borreguitos blancos desperdigados, y sus pies se asentaban en un piso parejo y firme. No advirtió, por tanto, la causa de su pasajero desequilibrio: que en vez de tres viles «fierros» (precio vil, de la Dictadura) había dado una «sábana» de Villa por un alcatraz de cacahuates.Sí, se acordó de que a su negro habían tenido que seguirlo el escuadrón de bellas enfermeras-ganchos por clausura del Instituto. Precisamente el día que México amaneció poblado de negritos de huarache y calzón blanco con sendos 30-30 en las manos.Porque a la irrupción de los bárbaros sucedió la fuga de la pintoresca clientela: norteños de gruesos borceguíes americanos y pañuelo rojo anudado al cuello; charros patizambos del Bajío con inmensos sombreros galonados y zapatones bayos; costeños lanudos de voz cantarína y ligero panameño. Toda la provincia atraída por el anuncio, a línea desplegada, en los grandes diarios metropolitanos.Extinguido, pues, el infiernito de luces policromas, chispas, estallidos, estridentes vibradores, detonadores demoniacos, todo lo que deslumbra, ciega y ensordece (terapéutica infalible para futuros inquilinos del limbo o del manicomio), el doctor Olivares de los Montes, en vez de buscar trabajo, como muchos de sus colegas honestos y tontos, concentró su pensamiento con el mayor optimismo y le dio cuerda a la maquinita de hacer dinero que llevaba en la cabeza. No tardó mucho en estallar la salvadora idea: «Estos pazguatos de la Nueva Era traen en sus manos un tesoro y ni ellos mismos lo saben. Hay que comerles el mandado».Salió corriendo a vender sus lentes de oro, se tiró su preciosa barba y luego fue al periódico a pagar un anuncio a línea desplegada: «El eminente doctor Olivares de los Montes salió anoche rumbo a los Estados Unidos y Europa en viaje de estudio. Visitará las clínicas más famosas de Nueva York, Berlín, Roma y París…», etcétera.Y todavía le ajustó para comprarse un temo gris, sombrero tejano con pluma de pavo, zapatos bayos de ojillos, todo de medio uso y a los precios de Tepito.En una tarde se aprendió el andar despernancado de los del interior y la dulce tonadita de los de la frontera. Y esa misma noche dio principio a la realización de su proyecto. Al chofer que lo condujo al restorán le pagó con una andanada de injurias, mostrándole la cacha de una pistola que ni gatillo tenía. Convidó a comer a cuanto cuerudo encontró, y cuando le llevaron la cuenta no dejó porcelanas ni cristales sanos. Ante demostraciones tan radicales, los de la familia legítima ni pestañearon siquiera cuando les dijo: «Venustiano me ha dado la comisión de hacer el reparto de tierras». Y hasta se pusieron de pie, para hacerle los honores al que le hablaba de tú al Primer jefe.Allá por la polvosa y olvidada colonia Peralvillo, muy cerca de los llanos de «la Vaquita» se levantó un letrero con letras tan negras y tan gordas que se veían desde la Villa:GRAN REPARTO DE TIERRAS A LOS POBRES AQUÍ INFORMAN Por muchos días los transeúntes miraban el anuncio con el rabillo del ojo y pasaban de largo. Pero el día que el eminente doctor-socialista llegó seguido de ruidoso y pintoresco cortejo de latrofacciosos -sus amigos nuevos-, los mirones y los vagos acudieron en mosquero. Hubo banquete a la sombra de una fresca arboleda y, a la hora de los brindis, por primera vez salieron a relucir «los postulados ideológicos de la Revolución» y «las necesidades del obrero y del campesino».-Compañeros, mi compadre Emiliano y Pancho Villa me han comisionado para que les reparta la tierra.Ya don Venustiano había corrido a Veracruz.-¿Y cuánto se da? -preguntó el primer avorazado.-La tierra es tuya, hermano, nosotros te la devolvemos.-Pues entonces apúnteme con dos lotecitos.-Los tenemos desde cincuenta centavos hasta cinco pesos a la semana. Platita, naturalmente, hermano.-¡Hum!-La tierra es tuya, compañero; pero el ingeniero que te la reparte y el abogado que te la legaliza también comen.Carrancistas, villistas, convencionistas y zapatistas entran y salen de la capital, sin soltarse de la greña; el sufrido pueblo, ahíto de beneficios, hace interminables colas esperando un kilo de carbón o una medidita de maíz a cambio de un puñado de billetes, mientras el doctor Olivares firma recibos y bebe champaña en las mejores cantinas, con los próceres de la hora.Hasta que don Venustiano, obedeciendo el mandato del pueblo, se afianzó de la Presidencia y comenzaron a sacar la cabeza de sus tuceros los potentados de la Odiosa y aun a reclamar lo que creían que era suyo.Pero todo resultó bien. El pelantrín, que seguía cobrando las cuotas sin saber quién lo había puesto allí, fue de vacaciones a Belén; los agraciados proletarios a la calle con todo y chivas; mientras el doctor Olivares de los Montes se dejaba crecer la barba luenga y sedosa y reaparecían los grandes letreros del Instituto con su negro y sus guapas enfermeras.En anuncio a línea desplegada, los grandes diarios de la mañana llevaron la buena nueva hasta los rincones más apartados del país:«El eminente doctor don Fulgencio Olivares de los Montes acaba de regresar de Europa, después de haber visitado las clínicas más famosas del mundo. El doctor Olivares de los Montes ha traído los aparatos más modernos que la ciencia ha inventado en beneficio de la humanidad doliente. Cura sin drogas ni operación las enfermedades de la cintura…», etcétera.
FIN