Revista Cultura y Ocio

JUNTO AL FUEGO Catherine Crowe

Publicado el 22 noviembre 2018 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica

-Mi historia será muy breve -dijo la señora M.- porque, aunque, como todos, he oído una gran cantidad de cuentos de fantasmas a lo largo de mi vida, y hasta he conocido en el pasado a personas que me aseguraron haber visto alguno, confieso que, personalmente, no acabo de creer en ellos. Sin embargo, hay algo que ocurrió estando yo en el extranjero que quizá ustedes puedan considerar de naturaleza fantasmagórica, aunque yo no lo haga.»Me hallaba viajando por Alemania con mi doncella como única acompañante -esto sucedió antes de la era del ferrocarril- cuando, en la carretera que lleva a Dresde desde Leipzig, hicimos un alto en una posada que parecía haber formado parte mucho tiempo atrás de una residencia aristocrática, es decir, de un castillo. Una muralla de piedra con sus almenas y una torre flanqueaban un edificio cuadrado de prosaico aspecto que evidentemente había sido añadido en tiempos modernos. La posada estaba situada a las afueras de una aldea, algunas de cuyas casas parecían tan antiguas que bien podían ser, pensé yo, coetáneas del propio castillo. Aunque cuando yo llegué ya se alojaban allí bastantes viajeros, el anfitrión me aseguró que podía acomodarme sin problema y, cuando pedí ver mi habitación, me condujo a lo alto de la torre y me enseñó una estancia razonablemente confortable. Como solo había dos alcobas por planta, pregunté si podía disponer de la otra para mi doncella, y él me contestó que no había inconveniente, siempre y cuando no llegase otro viajero. Y como no llegó ninguno, ella durmió allí.»Cené a la table d'hôte, pero me retiré temprano, pues tenía una excursión prevista para el día siguiente. Estaba tan cansada del viaje que me quedé dormida al instante.»No sé cuánto tiempo llevaría durmiendo -supongo que unas horas- cuando me desperté de repente, casi con un sobresalto, para descubrir, cerca de los pies de mi cama, a la más horrenda y espantosa de las ancianas que la imaginación pueda concebir, ataviada además con un vestido de época. Pareciome que se aproximaba a la cabecera, no andando, sino más bien como si se deslizara, con el brazo y la mano izquierdos extendidos hacia mí.»-¡Líbrame, Dios misericordioso! -exclamé impulsivamente llevada por el asombro. En cuanto pronuncié estas palabras, desapareció.-Entonces, aunque no crea usted en ellos, al ver a esa anciana pensó que se trataba de un verdadero fantasma -dije yo.-No sé lo que pensé, pero reconozco que me asusté muchísimo y que tardé un buen rato en volver a conciliar el sueño.»Por la mañana -continuó la señora M.-, cuando llamó a la puerta mi doncella, la invité a entrar, convencida de que había olvidado echar la llave la noche anterior. Pero la puerta estaba cerrada, de modo que tuve que levantarme para abrir. Tan pronto como estuve vestida, examiné la estancia de arriba abajo, pero no encontré nada que pudiese explicar la intrusión de la noche anterior. No había ni rastro de trampillas, ni de paneles batientes, ni tampoco otra puerta a la vista que no fuera la que yo misma había cerrado con llave. Con todo, decidí no mencionar el incidente, figurándome que a buen seguro me había engañado al creerme despierta cuando en realidad todo había sido solo un sueño. Y prueba de ello era que no había luz en mi habitación y, por tanto, no entendía de qué manera podía haber visto a aquella mujer en la oscuridad.»Aquella mañana, salí temprano y estuve fuera la mayor parte del día. A mi regreso, descubrí que habían llegado más viajeros y que se había asignado la alcoba contigua a la mía a una señora alemana y a su hija, que estaban cenando en ese preciso momento a la table d’hôte. Ordené, por tanto, que dispusieran una cama para mi doncella en mi habitación y, antes de acostarme, lo registré todo para asegurarme de que no había nadie escondido en ella.»Mas en mitad de la noche -supongo que aproximadamente a la misma hora en que mi sueño se había visto perturbado la noche anterior-, un grito desgarrador nos despertó a mi doncella y a mí. Se trataba de la muchacha alemana, que exclamaba en la habitación contigua: “Ach! Meine Mutter! Meine Mutter!”.»Permanecí un rato escuchando hablar a nuestras vecinas hasta que volví a quedarme dormida, aunque no sin preguntarme -lo confieso- si al final habrían recibido la visita de la aterradora anciana. Pero ellas mismas me sacaron de dudas a la mañana siguiente. Bajaron a desayunar muy alteradas y, sin ocultarle el motivo a nadie, describieron a la anciana tal cual yo la había visto y abandonaron el establecimiento muy airadas después de anunciar que no permanecerían allí ni un segundo más.-¿Y qué dijo el posadero al respecto? -quisimos saber los demás.-Nada, que tenían que haberlo soñado… Y supongo que así fue.-Esta historia suya -dije yo- me trae a la memoria una carta muy interesante que recibí poco después de publicar El lado nocturno de la naturaleza. Me la enviaba un clérigo que daba su nombre y decía ser capellán de un noble. En ella me relataba que en una casa en la que vivía, o había vivido, una dama se había retirado una noche a la planta de arriba y, para su asombro, había visto, en una habitación cuya puerta estaba abierta, a una mujer ataviada con un vestido de época que parecía examinar el contenido de los cajones de una cómoda. Mientras ella permanecía clavada en el sitio preguntándose quién podría ser aquella extraña, la figura volvió la cara en su dirección, y ella comprobó horrorizada que no tenía ojos. No fue la única, otros miembros de la familia se toparon con la misma aparición en otras ocasiones. Creo recordar que en la misiva se relataban otros detalles, pero por desgracia la perdí, junto con otras, en la confusión posterior a mi cambio de residencia.-A mi parecer, la ausencia de ojos es un indicativo de ceguera moral, ya que en el mundo de los espíritus no cabe pensar que se engañen unos a otros con falsas apariencias, pues se nos ve tal cual somos.-Entonces -intervino la señora W. C.-, la aparición (si es que fue una aparición) que hace poco vieron dos de mis sirvientas debe de hallarse en un estado muy deteriorado.»Hay una carretera pegada al muro exterior de mi jardín por uno de cuyos lados discurre un sendero. No hace mucho, dos de mis sirvientas iban caminando por ese mismo sendero a la tenue luz del atardecer cuando divisaron un objeto grande y oscuro que avanzaba hacia ellas. Al principio pensaron que se trataba de un animal y, cuando se aproximó, una de ellas extendió la mano para tocarlo. Sin embargo, no palpó nada sólido, y el objeto pasó de largo entre ella y el muro del jardín a pesar de que no había espacio suficiente, ya que el sendero tiene el ancho justo para dos personas. Cuando se dieron la vuelta, vieron cómo descendía la colina a sus espaldas. En aquel instante, subían tres hombres por el camino que, al ver aquella extraña cosa, saltaron a la carretera.»-¡Cielo santo! ¿Qué es eso? -gritaron las dos mujeres.»-No lo sé -contestó uno de los paseantes-. Jamás habíamos visto nada parecido.»Las mujeres llegaron a casa muy alteradas, y luego nos enteramos de que existe una leyenda que asegura que ese lugar está frecuentado por el fantasma de un hombre al que asesinaron en una cantera vecina.-Yo he viajado muchísimo -dijo nuestro siguiente tertuliano, el chevalier de la C. G.- y he de decir, desde luego, que no hay país donde no se me haya dado cuenta de casos de apariciones incorpóreas de esta clase por parte de fuentes aparentemente creíbles. A mis oídos han llegado numerosas historias de este tipo, pero la que primero me viene a la memoria en este momento es la que me narró no hace mucho en París el conde P., sobrino del famoso conde P., cuyo nombre aparece ligado a las turbias circunstancias que rodearon la muerte del emperador Pablo.»El conde P., fuente de mi relato, era agregado de la embajada rusa y, en el transcurso de una velada durante la cual la conversación derivó a los inconvenientes de viajar por el Este de Europa, me contó que en cierta ocasión en la que se hallaba de viaje en Polonia se encontró de repente, a eso de las siete de una tarde de otoño, en medio de una carretera forestal, sin posibilidad de cobijarse en ningún establecimiento público, pues no había ninguno en muchas millas a la redonda. Se había desencadenado una tormenta espantosa y la carretera, ya mala de por sí, se había vuelto casi impracticable debido al mal tiempo. Además, sus caballos estaban para el arrastre. Al consultar a sus hombres cuál era la mejor solución a su problema, estos le contestaron que volver sobre sus pasos resultaba casi tan imposible como seguir avanzando, pero que, desviándose un poco del camino principal, llegarían enseguida a un castillo donde era posible que pudiesen procurarse cobijo para la noche. El conde accedió encantado, y más pronto que tarde se encontraron ante el portalón de lo que a todas luces aparentaba ser un edificio de espléndidas proporciones. El guía desmontó con premura e hizo sonar la campana y, mientras aguardaba a que les invitaran a franquear la entrada, nuestro narrador quiso saber a quién pertenecía el castillo, a lo que sus hombres le respondieron que el dueño era el conde X.»Hubieron de esperar un buen rato a que alguien atendiera la llamada, pero al cabo asomó por el portillo la cabeza de un hombre ya entrado en años portando un farol. Al reparar en la comitiva, el hombre salió y se aproximó al carruaje con la luz en alto para averiguar quién viajaba en su interior. El conde P. le tendió su tarjeta y procedió a informarle del apuro en el que se encontraban.»-Aquí no hay nadie, milord -contestó el hombre-, salvo yo mismo y mi familia… El castillo está deshabitado.»-¡Qué contrariedad! -exclamó el conde-. Pero aun así está usted en situación de ofrecerme lo que más necesito en este momento, que no es otra cosa que cobijo para la noche.»-Lo haré con sumo gusto -dijo el hombre- si su señoría acepta acomodarse en el alojamiento que podamos disponer con tan poca antelación.»-De modo que me apeé y pasé al interior -prosiguió el conde-, y el viejo desatrancó el enorme portalón para franquear el paso a mis carruajes y acompañantes.Nos hallábamos en una inmensa cour con el castillo en face y los establos y las dependencias del servicio a ambos lados. Llevábamos con nosotros un fourgon con forraje para los animales y con provisiones para nosotros, de modo que solo necesitábamos camas y un buen fuego, y como el único que había encendido se encontraba en los aposentos del viejo, fue allí adonde este nos llevó primero. Estos ocupaban el ala izquierda del edificio y consistían en una serie de pequeñas habitaciones contiguas que probablemente habían ocupado en el pasado los sirvientes de mayor rango. Estaban bien amuebladas, y todo parecía indicar que él y su numerosa familia disfrutaban de un cómodo alojamiento. Aparte de la esposa, vivían allí tres de sus hijos con sus respectivas esposas e hijos, y dos sobrinas. Y me contaron que, además, en una sección de aquellas dependencias que permanecía iluminada se alojaban varios peones y mujeres del servicio, pues se trataba de una propiedad muy importante que contaba también con un magnífico bosque donde los hijos hacían las veces de gardes chasse.»-¿Hay buena caza en el bosque? -pregunté.»-En abundancia y de toda clase -contestaron ellos.»-Entonces supongo que los propietarios se trasladarán aquí en la temporada alta, ¿no es así?»-No, nunca -respondieron-. Ningún miembro de la familia viene por aquí jamás.»-¡Vaya! -exclamé yo-. Y ¿cómo es eso? A mí me parece un lugar magnífico.»-Extraordinario -manifestó la esposa del guarda-, pero el castillo está encantado. -La sencilla gravedad con que pronunció estas palabras me hizo reír, y los demás se me quedaron mirando con el más edificante de los asombros.»-Les ruego me disculpen -dije-, pero me figuro que ya sabrán ustedes que en las grandes ciudades, que es donde yo suelo residir, no hay fantasmas.»-¡Vaya! -exclamaron ellos-. ¡¿No hay fantasmas?!»-Por lo menos yo no he oído hablar de ninguno -añadí-, y lo cierto es que no creemos en esas cosas.»Ellos se miraron sorprendidos unos a otros, pero no añadieron nada. Todo indicaba que no tenían ningún deseo de convencerme de lo contrario.»-¿Es que quieren darme a entender -proseguí- que esa es la razón de que los dueños de la casa no vivan aquí? ¿Y que el castillo está abandonado por tal motivo?»-Sí -confirmaron ellos-, esa es la razón de que ningún miembro de la familia haya querido instalarse aquí desde hace años.»-¿Y cómo es que ustedes sí se han quedado?»-En esta parte del edificio no nos molestan -dijo ella-. A veces oímos ruidos, pero ya nos hemos acostumbrado.»-Pues si de veras hay un fantasma, espero poder verlo -dije yo.»-¡Dios no lo quiera! -dijo la mujer, santiguándose-. Pero nosotros le libraremos de ello… Su seigneurie dormirá cerca de aquí, en un lugar donde estará más que a salvo.»-¡Oh, hablo muy en serio! -aclaré-. Si tal fantasma existe, me encantaría verlo. Es más, les quedaría sumamente agradecido si me alojaran en las dependencias que él suele frecuentar.»Ellos rechazaron de plano mi propuesta y me rogaron que ni se me pasara por la cabeza, alegando que no sabrían cómo responder en caso de que me ocurriera algo… Pero, comoquiera que yo insistiera, las mujeres hicieron llamar a los miembros de la familia que estaban encendiendo fuegos y preparando camas en algunas estancias ubicadas en la misma planta que ocupaban ellos. Cuando estos acudieron, se mostraron tan contrarios a satisfacer mis deseos como tajantes habían sido las mujeres. Pero yo no cejaba en mi empeño.»-¿Es que acaso les da miedo entrar en las cámaras encantadas? -pregunté yo.»-No -replicaron ellos-. Nosotros, como guardas del castillo que somos, vamos allí de vez en cuando para mantener las habitaciones limpias y aireadas con el fin de que no se estropeen los muebles (nuestro señor siempre habla de llevárselos, aunque de momento ahí siguen), pero no dormiríamos en ella por nada del mundo.»-Entonces, ¿son las plantas superiores las que están encantadas?»-Sí, sobre todo la sala alargada… Nadie en su sano juicio osaría pasar una noche en ella. De hecho, el último que tuvo semejante ocurrencia está ahora encerrado en un manicomio, en Varsovia -le contó el guarda.»-¿Qué le ocurrió?»-No lo sé -dijo el hombre-. Ni siquiera pudo llegar a contarlo.»-¿Quién era?»-Un abogado. Mi señor trataba con él y, un día, mientras le hablaba de este lugar, le comentó que era una pena no tener la libertad de demolerlo y vender los materiales, pero que no podía porque era propiedad de la familia e iba ligado al título, a lo que el abogado respondió diciendo que ojalá le perteneciese a él, porque si fuese suyo ningún fantasma conseguiría alejarle de allí jamás. Mi señor dijo que es fácil hablar cuando no se conocen las cosas de primera mano, pero que, conociéndoles como les conocía, debía dar por hecho que la familia no habría abandonado tan fabuloso lugar sin contar con buenos motivos para ello. No obstante, el abogado insistió en que por fuerza tenía que tratarse de algún truco, que serían unos falsificadores o unos ladrones los que habían establecido su base en el castillo y que se las habían ingeniado para ahuyentar a la gente y disponer de él a su antojo, así que mi señor acabó diciéndole que le quedaría muy agradecido si pudiese probarlo y, aún más, que le entregaría como recompensa por sus servicios una elevada suma de dinero, no sé cuánto. El abogado accedió a su petición, y mi señor me escribió una carta en la que me avisaba de que vendría a inspeccionar la propiedad y me ordenaba que le dejase hacer cuanto él quisiera.»Y así fue. Vino, y con él su hijo, un soldado joven y elegante. Me hicieron toda clase de preguntas, y después se dirigieron al castillo y examinaron cada rincón. Por sus comentarios, me di cuenta de que pensaban que lo del fantasma era todo mentira, y que mi familia y yo estábamos compinchados con los supuestos ladrones o falsificadores. Pero a mí eso no me preocupaba en absoluto, pues mi señor sabía que el castillo ya estaba encantado antes de que yo naciera.»Yo había dispuesto dependencias para ellos en esta misma planta -las que estoy preparando ahora para su señoría-, y en ellas durmieron, guardando con ellos las llaves de las estancias de la planta superior a fin de que yo no pudiera acceder a ellas. Pero una mañana muy temprano nos despertamos al oír cómo aporreaban la puerta de nuestro dormitorio. Cuando abrimos, nos encontramos al señor Thaddeus -el hijo del abogado- allí plantado, a medio vestir y pálido como un espectro. Nos explicó que su padre estaba muy enfermo y nos suplicó que acudiésemos en su ayuda. Para nuestra sorpresa, nos condujo escaleras arriba hasta la cámara encantada, donde encontramos al pobre caballero en un estado de completa estupefacción, así que pensamos que habrían subido allí de madrugada y que este había sufrido un infarto. Pero no había sido eso lo que ocurrió. El señor Thaddeus nos relató que, después de que todos nos hubiésemos acostado, ellos habían subido allí a pasar la noche. Sé que estaban convencidos de que el único fantasma que había en aquel castillo éramos nosotros, y que por eso no quisieron revelarnos sus intenciones. De modo que se tumbaron en unos sofás, se taparon bien con sus abrigos de piel y se propusieron mantenerse despiertos, cosa que consiguieron durante un buen rato, pero finalmente al joven le pudo el sueño y, a pesar de luchar contra él, no consiguió vencerlo.Lo último que recordaba era a su padre sacudiéndolo y diciéndole: “¡Thaddeus! ¡Thaddeus! ¡Por el amor de Dios, no te duermas!”. Pero no pudo evitarlo, y no se enteró de nada más hasta que se despertó y vio que estaba amaneciendo, momento en el que se encontró a su padre sentado en un rincón de la estancia, mudo y demacrado como un cadáver; así fue como nosotros nos lo encontramos también al subir. El joven pensó que habría caído enfermo repentinamente o habría sufrido un infarto, que es lo que nosotros supusimos al principio, pero, cuando nos enteramos de que habían pasado la noche en las cámaras encantadas, ninguno dudamos de qué era lo que había ocurrido en realidad: el hombre había sido testigo de alguna terrible aparición y como consecuencia de ello había perdido el juicio.»-Yo más bien diría que, cuando su hijo se quedó dormido, el terror le hizo perder el juicio -dije-, al verse allí solo. Puede que se tratase de un hombre sin la suficiente sangre fría. Sea como fuere, lo que me contáis no ha hecho sino picar aún más mi curiosidad. ¿Me llevaréis ahora arriba y me mostraréis esas estancias?»-Con sumo gusto -dijo el hombre. Y entonces echó mano a un puñado de llaves y un farol, llamó a uno de sus hijos para que le siguiera con otro y nos condujo por una gran escalinata hasta una serie de dormitorios contiguos situados en la primera planta. Las habitaciones eran amplias y de techos altos, y el hombre comentó que los muebles eran muy elegantes pero que ya se habían quedado anticuados. Dado que todos ellos estaban cubiertos por fundas de lona, no pude juzgarlo personalmente.»-¿Cuál es la sala alargada a la que se refería? -pregunté.»A lo que él respondió conduciéndome a una habitación larga y estrecha que más bien parecía una galería. Había sofás dispuestos a lo largo de ambos lados, una suerte de estrado al fondo y varios cuadros de un considerable tamaño colgados de las paredes.»-Yo llevaba conmigo una bulldog de excelente pedigrí que me había regalado lord F. en Inglaterra. La perra me había acompañado escaleras arriba -cómo no, pues me seguía a todas partes-, y la observé con atención mientras se dispuso a olfatearlo todo, si bien no mostró señal alguna de percibir nada de particular. A continuación de la galería solo había una pequeña sala octogonal con una puerta que daba acceso a otro hueco de escaleras. Una vez lo hube examinado todo a conciencia, regresé a la sala alargada y le dije al hombre que, puesto que aquel era el lugar que más frecuentaba el fantasma, le quedaría francamente agradecido si me permitía pasar allí la noche. Que no se preocupara, que me consideraba en posición de asegurarle que el conde X. no opondría ninguna objeción.»-No es por eso -contestó el hombre-, sino por el peligro que corre su señoría. -Y me pidió que no insistiese en llevar a cabo tan arriesgado experimento.»Mas cuando se dio cuenta de que yo estaba resuelto a hacerlo, accedió, aunque con la condición de que firmase antes un documento dejando constancia de que había decidido dormir en la sala alargada a pesar de sus protestas..»Confieso que cuanto más ansiosa se mostraba aquella gente por evitar que yo pasara allí la noche, más crecía mi curiosidad, lo que no quiere decir que creyese en la existencia del fantasma ni mucho menos. Pensaba que el abogado había acertado en sus conjeturas, pero que no había tenido la suficiente templanza para investigar lo que fuera que había visto o escuchado, y que además ellos habían logrado asustarlo hasta el punto de hacerle perder el juicio. Saltaba a la vista cuán excelentes eran las instalaciones con las que se había hecho aquella gente, y lo mucho que les debía de interesar mantener viva la idea de que el castillo era inhabitable. Ahora bien, yo, como hombre de sangre fría que soy -he vivido situaciones que la han puesto severamente a prueba-, estaba convencido de que ningún fantasma, si es que acaso existía algo semejante, ni ninguna martingala capaz de emular la semblanza de uno, conseguirían que la perdiese. En cuanto al peligro real, no percibía ninguno. Ellos sabían quién era yo y eran perfectamente conscientes de las consecuencias que les acarrearía que sufriese daño alguno. De modo que prendieron sendos fuegos en las dos chimeneas de la galería y, como disponían de mucha leña seca, las llamas se avivaron rápidamente. Para entonces, yo ya había tomado la determinación de no abandonar la sala una vez estuviese en su interior, no fuera que, si mis sospechas eran acertadas, ellos pudieran aprovechar mi ausencia para preparar su truco, de modo que expresé a mis hombres mi deseo de que me subieran la cena, y di cuenta de ella allí mismo.»Mi guía me contó que llevaba toda la vida oyendo decir que el castillo estaba encantado, pero que, en su opinión, allí no había otro fantasma que la gente de abajo, la cual había hecho de él una confortable madriguera, y se ofreció a pasar la noche conmigo, pero yo rehusé su compañía y preferí confiarme a mí mismo y a mi perra. Mi ayuda de cámara, por el contrario, me recomendó encarecidamente que abandonara la empresa, asegurándome que él mismo había tenido que renunciar a un puesto como el que ahora ocupaba en una familia de Francia que vivía en un château encantado.»Eran las diez de la noche cuando terminé mi cena, y todo quedó dispuesto para la vigilia. La cama, aunque improvisada a base de mullidos cojines y gruesas colchas colocados ante el fuego, era muy cómoda. Se me proveyó de un farol y leña en abundancia, y yo llevaba encima el alfanje de mi regimiento y un estuche que contenía unas excelentes pistolas, las cuales me ocupé de cebar y cargar cuidadosamente en presencia del guarda a la vez que le decía: “Como verá, tengo el firme propósito de disparar contra el fantasma, así que si este no es inmune a las balas mejor será que no me haga una visita”.»El viejo sacudió la cabeza con calma, pero no respondió. Tras hablar con mi guía, que me comunicó que no pensaba acostarse, y expresarle mi deseo de que subiese al punto si escuchaba detonaciones de armas de fuego, despedí a mis hombres y cerré las puertas con llave agregando a modo de barricada un pesado otomán contra cada una de ellas. No había tapices ni colgadura alguna detrás de las cuales pudiera ocultarse una puerta, y yo mismo recorrí la sala, cuyas paredes estaban forradas de paneles blancos y dorados, golpeando cada superficie, pero ni el sonido ni Dido, la perra, mostraron indicios de que pudiera haber allí algo fuera de lo corriente. Entonces me desvestí y me tumbé con la espada y las pistolas a mi lado y Dido a los pies de la cama, el lugar que siempre elegía para dormir.»Reconozco que me encontraba en un estado de agradable excitación, pues mi curiosidad y mi afán de aventura se habían despertado, y ya fuera la visita de un fantasma, un ladrón o un falsificador la que iba a recibir, la entrevista prometía ser interesante. Eran las diez y media de la noche cuando me tumbé.Mis expectativas eran demasiado intensas como para ceder al sueño, y después de probar con una novela francesa, me vi obligado a abandonarla, pues no lograba concentrar mi atención en ella. Además, no debía permitir que me cogieran desprevenido. No podía evitar pensar en que el guarda y su familia sabían de un sistema secreto para entrar en la sala, y quería pillarlos in fraganti, de modo que permanecí tumbado con los ojos y los oídos bien alertas, en una posición que me brindaba una vista completa de la estancia, hasta que mi reloj de viaje marcó las doce. Comoquiera que esa está considerada la hora fantasmagórica por excelencia, pensé que había llegado el momento crítico. Pero no, ni un solo sonido, nada en absoluto, quebró el silencio y la soledad de la noche.Cuando dieron las doce y media, y luego la una, concluí sin remedio que tendría que dar por defraudadas mis expectativas y que el fantasma, se tratase de quien se tratase, se lo había pensado dos veces antes de enfrentarse a Dido y a un par de pistolas bien cargadas, pero, en el mismo instante en que llegaba a esta conclusión, un inexplicable frisson recorrió mi cuerpo y vi cómo Dido, tan agotada por la jornada de viaje que había estado hasta ese momento durmiendo hecha un ovillo, se desperezaba y se ponía de pie muy despacio. Creí que solo se iba a cambiar de postura, pero en lugar de volver a tumbarse se plantó muy quieta con las orejas levantadas y la cabeza apuntando hacia el estrado y emitió un leve gruñido.»He de decir que el estrado no era más que el esqueleto de un estrado, pues le habían retirado los cortinajes. Solo conservaba un dosel cubierto de terciopelo carmesí y una butaca también tapizada de terciopelo, si bien enfundada en lona como el resto de los muebles. Yo ya había examinado esta parte de la estancia a conciencia e incluso había apartado la silla a un lado para comprobar que no ocultaba nada debajo.»Pues bien, me incorporé en la cama y miré fijamente en la misma dirección que la perra, pero no alcancé a distinguir nada al principio, aunque ella sí daba la impresión de estar viendo algo. Cuando presté más atención, no obstante, empecé a percibir algo parecido a una nube sobre la silla, a la vez que recorría mi cuerpo un escalofrío que pareció penetrarme hasta la médula, aun cuando en la chimenea ardía un buen fuego. No se trataba de un escalofrío provocado por el miedo, puesto que amartillé mis pistolas con total aplomo y me abstuve de darle a Dido la orden de atacar, pues estaba ansioso por descubrir el desenlace de la aventura.»De manera gradual, aquella nube fue tomando cuerpo, adquiriendo la forma de una alta figura blanca que iba desde el techo hasta el suelo del estrado, al cual separaban del piso dos gradas. “¡Ataca, Dido! ¡Ataca!”, grité, y allá que partió ella disparada hacia las gradas para, al instante, darse la media vuelta y regresar arrastrándose completamente acobardada. Su coraje estaba más que probado, así que reconozco que esta reacción me dejó perplejo. Tal vez debería haber disparado en aquel mismo instante; sin embargo, estaba más que convencido de que lo que veía no era el cuerpo sólido de un ser humano, puesto que lo había visto crecer ante mis ojos hasta adquirir su forma y altura a partir de la nube informe que en primera instancia había aparecido sobre la silla. Apoyé la mano en el lomo de la perra, que se había agazapado a mi lado, y sentí cómo temblaba. Estaba a punto de levantarme y aproximarme a la figura, aunque confieso que me hallaba completamente sobrecogido, cuando esta descendió con aire majestuoso del estrado y pareció avanzar. “¡Ataca! -dije-. ¡Ataca, Dido!”, y animé a la perra con todas mis ganas para que avanzara. Ella hizo un burdo amago de lanzarse sobre la figura, pero, cuando se encontraba a medio camino, regresó a refugiarse a mi lado gimoteando de terror. La figura avanzó después hasta mí. El frío se tornó gélido. La perra se encogió, sin dejar de tiritar. Y yo confieso con toda honestidad -dijo el conde P.- que, según se iba aproximando hacia mí, escondí la cabeza debajo de las colchas, y no me atreví a asomarla hasta que se hizo de día. No sé de qué se trataba (al pasarme por encima me embargó una sensación de terror indefinible que no se puede describir con palabras)… Solo puedo decir que por nada del mundo volvería a pasar una sola noche más en esa habitación, y estoy seguro de que si Dido pudiera hablar descubriríamos que comparte mi opinión.»Había expresado mi deseo de que me avisaran a las siete de la mañana, y cuando el guarda, que acudió acompañando a mi ayudante de cámara a esa hora, me encontró a salvo y en mi sano juicio pareció aliviado en extremo, el pobre hombre. Luego, una vez abajo, la familia entera se me quedó mirando como si fuera un héroe. Creí justo, por tanto, admitir ante ellos que algo a lo que me veía incapaz de darle explicación había sucedido allí aquella noche, y que no recomendaría repetir el experimento a nadie que no tuviese la certeza de tener unos nervios de acero.Cuando el chevalier concluyó esta extraordinaria historia, sugerí que la aparición en el castillo se asemejaba mucho a otra que el difunto profesor Gregory mencionaba en sus apuntes sobre el mesmerismo. Él contaba que esta se había manifestado en la Torre de Londres algunos años atrás, causando tal alarma que había llegado a provocar la muerte de una dama, esposa de un oficial allí destinado, y de uno de los centinelas. Y a todos los que habían leído ese interesante texto les admiró la similitud entre ambas.
FIN

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