Revista Cultura y Ocio

Aplaudamos a los intransigentes y matemos a los sensatos – por Alfonso Vila Francés

Publicado el 02 enero 2014 por Javier Flores Letelier
Trasladando a detinidos tras la revolución de Asturias, 1934 (DP)

Trasladando a detinidos tras la revolución de Asturias, 1934 (DP)

¿Exagerado? Veamos lo que dice Gabriel Jackson en su libro La República española y la Guerra Civil:

Gil Robles hizo caer al gobierno en marzo por su negativa a aceptar la conmutación de las sentencias de muerte contra los dirigentes asturianos, la prensa monárquica lo alabó por su intransigencia. A principios de mayo la CEDA volvió a formar parte del gobierno, esta vez con el propio Gil Robles como ministro de Guerra, mientras los monárquicos le acusaban de traición por haber «aceptado» la república.

Bien. Vamos por partes… ¿Quiénes eran los dirigentes cuyas condenas Gil Robles no quería conmutar? ¿Peligrosos revolucionarios, asesinos despiadados de curas indefensos? No. Eran dos diputados socialistas que si se habían destacado en los sucesos de Asturias era por todo lo contrario, por su humanidad, por su moderación, por su prudencia. González Peña, como miembro del comité revolucionario que se formó cuando los mineros y obreros sublevados tomaron Oviedo, se encargó, con grave riesgo personal, de evitar las ejecuciones de detenidos, de tratar de convencer a sus camaradas de la necesidad de una rendición pactada (por lo que fue acusado de cobardía y casi condenado a muerte por sus propios compañeros) y de impedir que los mineros volaran la catedral con la dinamita que habían traído de las minas. Él mismo dijo en su defensa que «Había salvado la vida a cien guardias de asalto y guardias civiles» y era cierto, si bien pese a todo hubo algunos fusilamientos de curas y policías, pero muchos menos de los que la propaganda de derechas hizo creer. Teodomiro Menéndez había tenido un papel más reducido: su único delito había sido intervenir en la defensa y protección de los detenidos por los revolucionarios, logrando que algunos de ellos fueran trasferidos a casas particulares «en calidad de detenidos», pues pensó que allí estarían más seguros, como de hecho así era. Por todo esto el gobierno de Lerroux y Gil Robles (y sobre todo el tribunal militar que los juzgó) los consideraba tan peligrosos y culpables como el más peligroso y culpable de los revolucionarios. Para las derechas españolas no había ninguna diferencia entre intentar salvar a un cura o un policía, evitar incendios, destrucciones, violaciones y saqueos y hacer todo lo contrario. Ambos delitos merecían la misma pena.

Manuel Azaña (DP)

Manuel Azaña (DP)

¿Tan extraño es esto? No si consideramos que hasta quisieron meter a Azaña en el mismo saco, no si tenemos en cuenta la feroz campaña que se instigó contra él, no si tenemos en cuenta que el mismo director general de Seguridad anunció a los periodistas que «Azaña y su banda» habían huido a través de una alcantarilla que había en los sótanos de la Generalitat cuando, como bien dice Jackson, «Si el director hubiera comprobado con el policía que él mismo había designado para vigilar a Azaña, se habría enterado de que este no había ido a la Generalitat, y de haber consultado con la policía de Barcelona, se habría enterado de que tal alcantarilla no existía». Pese a todo Azaña fue detenido y acusado como colaborador en el fallido intento secesionista catalán, y también se le quiso acusar, sin ninguna prueba, de ser uno de los iniciadores de la revuelta asturiana y pasó varios meses en la cárcel. Y pese a todo, al núcleo duro de los monárquicos y la extrema derecha le pareció que en gobierno se había quedado corto en la represión de los mineros asturianos y que tenía que haber sido mucho más duro con socialistas, comunistas y catalanistas. Para ellos 1934 fue una oportunidad perdida de solucionar los problemas del país.

Los miles de mineros detenidos les parecían poco. Los cientos de fusilados les parecían poco. Los asesinatos, torturas y violaciones cometidas por los soldados de la Legión, por las tropas moras y por los guardias civiles les parecía una buena política, algo absolutamente necesario y justificable; y por eso el único acusado de torturas, un comandante de la guardia civil que era muy conocido por sus métodos sádicos de interrogatorio, fue trasladado por «insubordinación», pero no condenado por torturador; y por eso, también, el gobierno hizo la vista gorda cuando Luis Sirval, un periodista liberal de Oviedo, fue muerto a tiros en plena calle por un oficial del Tercio al que le habían molestado sus artículos. Durante todo el año siguiente, el gobierno aplicó la censura de prensa y amparándose en el estado de alarma los ayuntamientos de izquierdas, los jurados mixtos, la Generalitat de Cataluña y el Estatuto de Autonomía estuvieron suspendidos; pero a los que clamaban contra la república desde el ABC o desde los púlpitos de las iglesias esto les parecía poco. Y pedían a Gil Robles y a los diputados de derechas más contundencia contra los enemigos de la religión y de la patria. Y pedían más aún: pedían que se anularan todas las acciones del gobierno de Azaña, pedían (y conseguían) que no se llevara a término ninguna reforma agraria, que se paralizara la construcción de escuelas públicas, que no se realizara reforma fiscal alguna… Pedían que se volviera al estado anterior a la república, que se volviera a la monarquía y al poder omnipresente de la Iglesia, y cuando esto iba más lento de lo que esperaban o no se podía cumplir, entonces no tenían el menor reparo en acusar de traidores a sus propios dirigentes, que, dicho sea de paso, se desvivían por complacerles.

¿Todos eran igual de intransigentes en la derecha española? ¿Y en la izquierda, no había intransigentes en la izquierda?

José María Gil Robles (DP)

José María Gil Robles (DP)

Lo primero que hay que decir es que dentro del gobierno conservador, durante los años 1934-1935, hubo verdaderos intentos de mejorar la situación social y económica del país. Tenemos a tres ministros de derechas, Manuel Giménez Fernández, ministro de Agricultura, a Filiberto Villalobos, ministro de Instrucción Pública y a Joaquín Chapaprieta, ministro de Hacienda, que, cada uno en su campo, intentaron hacer reformas para sanear la economía (incluyendo mayores impuestos para los ricos, como por ejemplo Chapaprieta con los impuestos de herencia y transferencia), para aumentar el nivel cultural del país (con la continuación de la construcción de escuelas laicas municipales, en un país donde el analfabetismo aún era muy alto: el caso de Villalobos), y sobre todo para mejorar la calidad de vida de los campesinos españoles (el caso de Manuel Giménez, cuya ley de arrendamientos le valió el apelativo de «el bolchevique blanco»), pero estos tres intentos fracasaron muy pronto porque se tropezaron con el mismo muro: la hostilidad de los sectores más reaccionarios de sus propios partidos. ¿Resultado? No se hizo nada. O se hizo todo lo contrario… Los terratenientes obtuvieron más poder. La Iglesia continuó monopolizando la enseñanza. Los ricos siguieron sin aportar casi nada al erario público, y dejando que otros cargaran con el peso de un Estado que les beneficiaba enormemente. Luego, para matar dos pájaros de un tiro, utilizaron la excusa de la falta de recursos económicos para lastrar a las instituciones educativas que consideraban sospechosas, sobre todo las que tenían que ver con la Institución Libre de Enseñanza, como la Universidad de Madrid en Santander, las misiones pedagógicas o la facultad de Medicina de Madrid. Y cuando los campesinos andaluces se morían literalmente de hambre no tenía el menor reparo en gritarles «Comed república».

Pero dejemos que Jackson conteste a una de las preguntas fundamentales que cualquiera que investigue esta época tiene que hacerse:

Exceptuando ciertos matices, el gobierno de 1935 era descaradamente reaccionario. Se negó a la reforma agraria y dotaba miserablemente la educación pública. Devolvió sus propiedades a los jesuitas, favoreció al sector antirrepublicano del ejército, y se negó a aprobar impuestos que de alguna manera perjudicaran a los ricos. Su impopularidad y su carencia de programa le forzó a depender constantemente de poderes de excepción.

Y merece la pena detenerse un momento en las palabras que he remarcado…

Descaradamente. No es lo mismo hacer cambios, si bien demasiado ambiciosos y ingenuos, como los que pretendía Azaña en el primer gobierno republicano, pero al mismo tiempo muy respetuosos, tratando de ser lo menos ofensivo posible y de cumplir con la más estricta legalidad, que hacer una política violenta, hipócrita, ofensiva, cruel, insensible, y basada siempre en una posición de fuerza. Cuando Azaña quiso reducir el número de oficiales del ejército los jubiló con toda la paga, cuando quiso expropiar las propiedades de los jesuitas y las fincas agrarias de los terratenientes, lo hizo pagando indemnización, aceptando recursos legales de las partes contrarias y soportando por eso largos juicios, etcétera. En cambio, el gobierno de Lerroux y Gil Robles no anuló directamente la ley de Arrendamientos de su ministro de agricultura, sino que la enredó y retorció de tal forma, añadiendo cláusulas y términos legales confusos y utilizando toda clase de trucos y obstáculos ocultos, que al final la ley lejos de beneficiar a los campesinos llegó incluso a perjudicarlos. ¿No hubiera sido mejor anularla y en paz? Bien que actuaban directamente y sin máscaras en otros asuntos. Bien que destituyeron rápidamente a su autor, como también se quitaron rápido de en medio al responsable de la educación del país. ¿Qué pensaban, que con confundir a pobres campesinos analfabetos solucionaban el gravísimo problema del campo español?

De alguna manera. Al igual que ya le pasó a Martín de Garay, que intentó una reforma fiscal en tiempos de Fernando VII, las clases privilegiadas españolas no toleraban ninguna actuación que pudiera ir, aunque fuera levemente, contra ellos y su poderío económico. Por muy desesperada que fuera la situación económica del país…

Constantemente. Un gobierno que en todo momento se tiene que mantener con la fuerza es un gobierno débil. Tal vez aguante por un tiempo, pero si no resuelve sus problemas internos, más pronto o más tarde caerá.

Cartel electoral con José María Gil Robles (DP)

Cartel electoral con José María Gil Robles (DP)

…Y es un mal asunto, porque mientras no haya amenaza de una alternativa será muy difícil obtener concesiones Ni siquiera se logrará que los que han ceder se avengan a negociar. No tienen por qué. Hoy, el nivel de protesta es controlable: basta la policía. No hacen falta concesiones.

Decía Josep Fontana en una reciente entrevista en El País. Así que si es suficiente con la violencia el gobierno no hace nada, y si el gobierno no hace nada el problema no se soluciona, solo se alarga. La República, a la altura de 1935, tenía la cabeza en la guillotina, y todos contenían la respiración. Cada vez había más gente desencantada, cada vez habían más discursos incendiarios, provocadores, intransigentes con la boca llena de insultos y mentiras y público aplaudiendo y pidiendo más a gritos (y esto en los dos bandos, recordemos el caso de Indalecio Prieto y el contrabando de armas en Asturias). Y ya se sabe. Si el público pide la cabeza del gladiador, el gladiador pierde su cabeza. Y al final todos perdieron, los que tanto temían la revolución la acabaron provocando, los que esperaban impacientes la revolución perdieron su oportunidad, su única oportunidad (otra cosa es si a largo plazo era viable una revolución en España) y lo pagaron amargamente, y los que querían beneficiarse de todo este revuelo, los que querían pescar en aguas revueltas, acabaron perdiendo el pez, la caña y el permiso de pesca. ¿Para qué le sirvió a Alfonso XIII el dinero que le mandó a Franco al principio de la guerra? ¿Pensaba que Franco iba a hacer el trabajo sucio por él, como antes había sucedido con Primo de Rivera, con el almirante Aznar, con el general Berenguer, o como los legionarios de Yagüe en el 34? Si es así poco conocía a Franco.

¿Era ya inevitable la guerra en el 35, en el 34, en el 31 incluso? No lo sé. Lo que sé es que algo se convierte en inevitable cuando los que lo pueden evitar no lo evitan. Y luego no vale lo de Fuenteovejuna, porque los habitantes de Fuenteovejuna, como todo el mundo, tienen nombre y apellidos. Y como dice el gran Orwell, «algunos animales son más iguales que otros». Quizá ya es hora de ir desgranando nombres…

 
Fuente original: http://www.jotdown.es/2013/12/aplaudamos-a-los-intransigentes-y-matemos-a-los-sensatos/


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